– ¿Te acuerdas de Floro Bloom? -dijo Biralbo-. Tuvo que cerrar el Lady Bird. Volvió a su pueblo, recobró una novia que había tenido a los quince años, heredó la tierra de su padre. Hace poco recibí una carta suya. Ahora tiene un hijo y es agricultor. Los sábados por la noche se emborracha en la taberna de un cuñado suyo.
Sin que en ello intervenga su lejanía en el tiempo, hay recuerdos fáciles y recuerdos difíciles, y a mí el del Lady Bird casi se me escapaba. Comparado con las luces blancas, con los espejos, con los veladores de mármol y las paredes lisas del Metropolitano, que imitaba, supongo, el comedor de un hotel de provincias, el Lady Bird, aquel sótano de arcos de ladrillo y rosada penumbra, me pareció en el recuerdo un exagerado anacronismo, un lugar donde era improbable que yo hubiese estado alguna vez. Estaba cerca del mar, y al salir de él se borraba la música y uno oía el estrépito de las olas contra el Peine de los Vientos. Entonces me acordé: vino a mí la sensación de la espuma brillando en la oscuridad y de la brisa salada y supe que aquella noche de penitencia y dry martinis había terminado en el Lady Bird y había sido la última vez que yo estuve con Santiago Biralbo.
– Pero un músico sabe que el pasado no existe -dijo de pronto, como si refutara un pensamiento no enunciado por mí-. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros, palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir justo en el instante en que ha terminado de tocarla. Es el puro presente.
– Pero quedan los discos. -Yo no estaba muy seguro de entenderlo, y menos aún de lo que yo mismo decía, pero la cerveza me animaba a disentir. Él me miró con curiosidad y dijo, sonriendo:
– He grabado algunos con Billy Swann. Los discos no son nada. Si son algo, cuando no están muertos, y casi todos lo están, es presente salvado. Ocurre igual con las fotografías. Con el tiempo no hay ninguna que no sea la de un desconocido. Por eso no me gusta guardarlas.
Meses más tarde supe que sí guardaba algunas, pero entendí que ese hallazgo no desmentía su reprobación del pasado. La confirmaba más bien, de una manera oblicua y acaso vengativa, como confirman el infortunio o el dolor la voluntad de estar vivo, como confirma el silencio, habría dicho él, la verdad de la música.
Algo parecido le oí decir una vez en San Sebastián, pero ahora ya no era tan proclive a esas afirmaciones enfáticas. Entonces, cuando tocaba en el Lady Bird, su trato con la música se parecía al de un enamorado que se entrega a una pasión superior a él: a una mujer que a veces lo solicita y a veces lo desdeña sin que él pueda explicarse nunca por qué le es ofrecida o negada la felicidad. Con alguna frecuencia había notado yo entonces en Biralbo, en su mirada o en sus gestos, en su manera de andar, una involuntaria propensión a lo patético, más intensa porque ahora, en el Metropolitano, se me revelaba ausente, excluida de su música, ya invisible en sus actos. Ahora miraba siempre a los ojos, y había perdido el hábito de vigilar de soslayo las puertas que se abrían. Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que yo la estaba mirando. Pensé: Biralbo se acuesta con ella, y me acordé de Lucrecia, de una vez que la vi sola en el paseo Marítimo y me preguntó por él. Lloviznaba, Lucrecia tenía el pelo recogido y mojado y me pidió un cigarrillo. Su aspecto era el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo. Cruzamos unas palabras, me dijo adiós y tiró el cigarrillo.
– Me he librado del chantaje de la felicidad -dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre, estaba hablándome de ella. Continuó-: De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio.
Dije que no lo entendía: lo vi mirarme y sonreír en el largo espejo del otro lado de la barra, entre las filas de relucientes botellas que atenuaba el humo, la somnolencia del alcohol.
– Sí me entiendes. Seguro que te has despertado una mañana y te has dado cuenta de que ya no necesitabas la felicidad ni el amor para estar razonablemente vivo. Es un alivio, es tan fácil como alargar la mano y desconectar la radio.
– Supongo que uno se resigna -me alarmé, ya no seguí bebiendo. Temía que si continuaba iba a empezar a hablarle de mi vida a Biralbo.
– Uno no se resigna -dijo, en voz tan baja que casi no se notaba en ella la ira-. Ésa es otra superstición católica. Uno aprende y desdeña.
Eso era lo que le había ocurrido, lo que lo había cambiado hasta afilar sus pupilas con el brillo del coraje y del conocimiento, de una frialdad semejante a la de esos lugares vacíos donde se advierte poderosamente una presencia oculta. En aquellos dos años él había aprendido algo, tal vez una sola cosa verdadera y temible que contenía enteras su vida y su música, había aprendido al mismo tiempo a desdeñar y a elegir y a tocar el piano con la soltura y la ironía de un negro. Por eso yo ya no lo conocía: nadie, ni Lucrecia, lo habría reconocido, no era necesario que se hubiera cambiado el nombre y viviera en un hotel.
Serían las dos de la madrugada cuando salimos a la calle, silenciosos y ateridos, oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos. Mientras lo acompañaba a su hotel -estaba en la Gran Vía, no muy lejos del Metropolitano- fue explicándome que al fin había logrado vivir únicamente de la música. Se ganaba la vida de una manera irregular y un poco errante, tocando casi siempre en los clubs de Madrid, y algunas veces en los de Barcelona, viajando de tarde en tarde a Copenhague o a Berlín, no con tanta frecuencia como cuando vivía Billy Swann. «Pero uno no puede ser sublime sin interrupción y vivir sólo de su música», dijo Biralbo, usando una cita que procedía de los viejos tiempos: también tocaba algunas veces en sesiones de estudio, en discos imperdonables en los que por fortuna no constaba su nombre. «Pagan bien», me dijo, «y cuando uno sale de allí se olvida de lo que ha tocado». Si yo oía un piano en una de esas canciones de la radio era probable que fuese él quien lo tocaba: al decir eso sonrió como si se disculpara ante sí mismo. Pero no era cierto, pensé, él ya nunca iba a disculparse de nada, ante nadie. En la Gran Vía, junto al resplandor helado de los ventanales de la Telefónica, se apartó un poco de mí para comprar tabaco en un puesto callejero. Cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver. Pero no estoy haciendo una vana comparación literaria: él tenía una historia y guardaba un revólver.
Uno de aquellos días compré un disco de Billy Swann en el que tocaba Biralbo. He dicho que soy más bien impermeable a la música. Pero en aquellas canciones había algo que me importaba mucho y que yo casi llegaba a apresar cada vez que las oía, y se me escapaba siempre. He leído un libro -lo encontré en el hotel de Biralbo, entre sus papeles y sus fotografías- donde se dice que Billy Swann fue uno de los mayores trompetistas de este siglo. En aquel disco parecía que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo, que estaba solo con su voz y su música en medio de un desierto o de una ciudad abandonada. De vez en cuando, en un par de canciones, se escuchaba su voz, y era la voz de un aparecido o de un muerto. Tras él sonaba muy sigilosamente el piano de Biralbo, G. Dolphin en las explicaciones de la funda. Dos de las canciones eran suyas, nombres de lugares que me parecieron al mismo tiempo nombres de mujeres: Burma, Lisboa. Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas me pregunté cómo sería amar a una mujer que se llamara Burma, cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad. Interrumpí la música, cogí el impermeable y el paraguas y fui a buscar a Biralbo.
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