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Álvaro Mutis: Un Bel Morir

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Álvaro Mutis Un Bel Morir

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`Un bel morir tutta la vita onora`, dice el verso de Petrarca que Mutis hace suyo para titular esta tercera novela dedicada a la figura de Maqroll. El singular aventurero de tierra caliente, contrabandista y filósofo, amante y marino, no morirá en esta ocasión. Anclado primero en un puerto fluvial, alojado en una extraña habitación suspendida entre las aguas del gran río, dentro de una singular pensión gobernada por una mujer ciega y repleta de extraños saberes, Maqroll termina involucrado en una turbia trama entre el ejército y bandas de criminales.

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Avanzaba inmerso en el recuerdo de su sueño. Como suele suceder en esos casos, a medida que iba pasando el tiempo, las imágenes, las palabras y el oculto sentido de lo soñado se habían ido precisando, ampliando, invadiendo zonas cada vez más profundas de su ser. Ilona, la triestina incomparable de cabellos de miel y perfil macedónico, la amiga sabia, vigilante, inflexible en sus sentimientos, había sido la única mujer que había percibido su tendencia a meterse en vagas empresas, siempre fastidiosas y siempre en la frontera con lo ilegal. Ella había sabido apartarlo a tiempo, con dos palabras, cada vez que se deslizaba en una situación semejante. Ahora caía en cuenta -mientras ayudaba a desatascar las mulas de los pozos de arena volcánica, en donde se hundían hasta la cincha- que las épocas cuando vivieron juntos, eran las únicas en las que había conocido, al fin, algo semejante a la felicidad. Disfrutaba, entonces, de sus manías andariegas, sin soñar en improbables dorados ni en fortunas miríficas. Cuando viajaban, era ella la que escogía los itinerarios más convenientes, cuyo cumplimiento vigilaba sin ejercer otra autoridad que la de su sonrisa -siempre a flor de labio, dejando al descubierto sus grandes dientes de campesina tracia- y su buen juicio usado con tal naturalidad que lo hacía pasar desapercibido.

Rumiando, durante el torturante remontar del páramo, los escondidos rincones del sueño que había tenido, descubría allí la clave de muchos de sus descalabros y desalientos. Comparaba a Ilona con Flor Estévez -compañera, también inolvidable, que lo cuidó durante su convalescencia de una picadura de araña jaripuá, allá en " La Nieve del Almirante", ese tendajón miserable al pie de la carretera, en un páramo semejante a éste- y se daba cuenta de que Flor, al contrario de la triestina, solía entregarse de lleno a las fantasías del Gaviero y con él se embarcaba en las más insensatas que pasaban por la cabeza de su amante. Ella había sido la animadora del absurdo viaje por el Xurandó, en busca de unos impensables aserraderos. Allí había dejado buena parte de su salud y Flor, cuando él regresó a buscarla, había desaparecido. Pero la comparación entre las dos mujeres era, se dio cuenta por claves transmitidas en el sueño de la cabaña, por entero absurda e inútil. En Flor Estévez actuaba ese constante aguijón del deseo, siempre alcanzado pero jamás plenamente satisfecho, que mantenía sus relaciones a la deriva, en medio del clamor de los sentidos que todo lo nublaba, todo lo distorsionaba sin hallar salida. Era como debatirse en un túnel con un enjambre de delicias esquivándose sin cesar.

Cuando regresó al presente, estaban ya ante los galpones del ferrocarril. Eran dos construcciones achatadas, hechas con lámina de zinc acanalada de color gris desvaído que se confundía con el paisaje. Una escuadra de peones, dirigidos por un hombre alto y enjuto, de perfil alargado como de cuchillo de caza, que hablaba con marcado acento nórdico, venía hacia ellos con paso cansino, no exento de cierto fastidio. Al llegar frente a los recién llegados, se quedó mirando al Gaviero como si fuese un arriero más de los que por allí pasaban. De pronto, cambió de actitud, como si recordara algo y se acercó a saludarlo tendiéndole la mano con ficticia cortesía. Pasándose al francés, le preguntó cómo había sido el viaje hasta la cuchilla. Maqroll, en el mismo idioma, explicó algunos detalles de la travesía, usando igual tono neutro, y le solicitó un recibo de la carga que ya estaban acomodando en el interior de la bodega. El hombre sonrió con cierta condescendencia que irritó al Gaviero. Mañana le darían sus papeles; no había prisa. Los invitó a entrar, dando por sentado que pasarían la noche allí. En verdad, no era cosa de pensar devolverse para ir resbalando en la arena en plena noche hasta alcanzar la cabaña de los mineros. Sin embargó, eso era lo que, en el fondo, hubiera preferido. Entró para ver cómo habían acomodado las cajas en la bodega. Dos lámparas Coleman daban luz al interior de la misma. Allí estaban, cuidadosamente ordenadas, cajas de diversos tamaños en algunas de las cuales estaba escrita la palabra "frágil" en grandes letras negras. Al menos diez viajes como el que había hecho, debieron ser necesarios para traer todo ese cargamento. Nada de esto le había dicho Van Branden. Era posible que hubiesen venido por otro camino. El hombre que los recibió, cuya nacionalidad no lograba descubrir el Gaviero, vigilaba con extrema atención el manejo de las cajas que acababan de llegar. En algunas de ellas se escuchaba, cada vez que las movían, un tintineo de metales. El hombre fruncía el ceño con preocupación, a cada campanilleo. ¿Por qué, se preguntaba Maqroll, sólo hasta ahora escuchaba ese sonido? Tal vez los ruidos del exterior y, luego, el viento del páramo, le habían impedido oírlo. Otra cosa que le intrigaba mucho era que ni en las cajas de madera, ni en la papelería usada para registrar lo recibido, ni en parte alguna de los galpones, se advertía el nombre de la compañía encargada de los trabajos en la cuchilla.

Terminada la tarea en la bodega, fue invitado a compartir la mesa, instalada en una construcción gemela que se comunicaba con el almacén por una pequeña galería en forma tubular, también de zinc. El Zuro se quedó a cenar con los peones que habían acomodado las cajas. Sentado en la cabecera de la mesa, esperaba un personaje de pequeña estatura, algo jorobado, con espesas cejas entrecanas y nariz aplastada, que dijo ser agrimensor, natural de Dantzig y respondía al apodo de Kraken. El de elevada estatura se presentó como ingeniero, nacido en Bélgica. Al decir su nombre lo hizo en tal forma que no se logró entender claramente. Era algo como Martens o Harlens. La cena, compuesta de alimentos enlatados y rociada con vino o cerveza de calidad poco común en esas tierras, transcurrió prácticamente en silencio. Sólo algunas palabras anodinas, relacionadas con el clima o con las dificultades del viaje, dieron lugar a breves diálogos que terminaban pronto en un silencio hastiado e insípido. Maqroll tomó nota de que ni la loza, ni los cubiertos, ni el trozo de tela que hacía las veces de mantel y que debió de conocer tiempos mejores, tenían marca ni señal que indicara su procedencia. Pero lo que más le intrigó fue que a las botellas de vino y cerveza y a las latas de atún, sardinas y verduras en conserva les habían quitado las etiquetas y raspado cuidadosamente toda marca o letrero. La sobremesa no se prolongó mucho. Con un seco "buenas noches" los dos extranjeros se fueron a dormir a sendos gabinetes que estaban al extremo opuesto del lugar que servía de comedor. A Maqroll le indicaron que podía dormir en una hamaca que los peones le tenderían en una esquina de la bodega. Cuando pasó al baño, lo esperaba el Zuro quien le hizo señas de que deseaba hablar con él a solas. Fueron a un improvisado establo, pegado a la bodega, construido con troncos de madera sin desbastar, donde pasaban la noche los animales que hasta allí llegaban. El Zuro comentó:

– ¿Sabe que no han trazado ni un metro de vía y que los peones nada saben de ferrocarril ni de nada parecido? Hay que andarse con cuidado, mi don. No sé por qué se me ocurre que, al final, lo van a querer joder.

Cuando el Gaviero iba a contestarle entró, de improviso, el supuesto belga, fingiendo que pasaba revista al sitio antes de irse a dormir. Tenía esa expresión de “no se, ni me importa lo que están hablando" que suelen poner los que precisamente sí saben y sí están interesados. -Buenas noches -dijo con una desmayada sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura echada a perder por el tabaco y la falta de limpieza.

Ya en su hamaca, envuelto en todo lo que tenía a mano y protegido, además, por un lecho de hojas que le había puesto el Zuro, el Gaviero intentó dormir de inmediato, confiado en el cansancio que lo agobiaba. Pero no le fue posible hallar el sueño. La visita de llona, la noche anterior, escondida tras unos vago indicios de Amparo María, le había dejado un desasosiego, una vieja angustia que, de nuevo, venía a minar las pocas fuerzas que le quedaban y el escaso ánimo que le permitía seguir adelante. Paralela a esta visitación, y entrecruzándose con ella, le torturaba la maligna condición de la empresa en que se estaba embarcando. Ahora era obvio que Van Branden lo había hecho víctima de un engaño tan torpe como evidente. ¿Cómo pudo caer en él y, en verdad, casi sin necesitarlo? Con el dinero que le enviaban de Trieste, hubiera podido ir tirando hasta encontrar algo más sólido y menos turbio. Era claro que perdía facultades, que se estaba dejando llevar por la pendiente y que, de seguir así, acabaría mal en poco tiempo. Tomó la determinación de hablar, al regreso, con el belga. Trataría de salir del compromiso vendiendo las mulas y largándose de La Plata lo más pronto posible, en el primer barco o caravana de planchones que bajaran por el río. Al fin consiguió dormir. Cayó en un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el Zuro anunciándole que las mulas estaban listas y que podían partir tan pronto desayunaran. Nadie estaba en las bodegas, le explicó el arriero; todos habían salido desde muy temprano con el pretexto de que iban a levantar unos planos al final de la cuchilla, en lo más alto de ésta. -Tómese su café -agregó- y larguémonos de aquí. No creo que nos quieran tener por más tiempo rondando por estos lugares. Son gente muy rara.

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