Álvaro Mutis - Un Bel Morir

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`Un bel morir tutta la vita onora`, dice el verso de Petrarca que Mutis hace suyo para titular esta tercera novela dedicada a la figura de Maqroll. El singular aventurero de tierra caliente, contrabandista y filósofo, amante y marino, no morirá en esta ocasión. Anclado primero en un puerto fluvial, alojado en una extraña habitación suspendida entre las aguas del gran río, dentro de una singular pensión gobernada por una mujer ciega y repleta de extraños saberes, Maqroll termina involucrado en una turbia trama entre el ejército y bandas de criminales.

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– Con todo respeto, capitán -repuso el Gaviero en el tono más sereno y comedido que pudo-, eso no se lo puede usted imaginar sencillamente porque no me conoce. Todas esas actividades de mi pasado a las que usted se ha referido, son ciertas, pero hay en ellas aspectos ocultos que no pueden aparecer en una enumeración tan escueta como la que acaba de hacer. Si yo hubiera sospechado, por un momento, de lo que se trataba, créame que no me hubiera enredado con los tales belgas, estando aquí las cosas como están. No son la gente con la que suelo andar. Desde el principio me parecieron sospechosos. Estaba casi seguro que estafaban al gobierno con eso de la vía férrea.

– Bien. No sé. Como quiera que sea -prosiguió Ariza- al Estado Mayor llegó un parte redactado por el capitán Segura la misma noche en que se entrevistó con usted y con Aníbal Álvarez. En ese informe, usted aparece plenamente exculpado y colaborando con nosotros en el mejor ánimo. Todo allí avala y corrobora lo que nos ha dicho. Por sí fuera poco, el gobierno del Líbano, a través de su embajada, nos está solicitando su libertad y ofrece responsabilizarse de su conducta mientras permanezca en el país. Hay, al parecer, una serie de complejas razones que nos obligan a dar curso a esa solicitud de la misión diplomática libanesa, porque necesitamos el voto de dicho país en no sé qué comisión de las Naciones Unidas. Así las cosas y pese a mis serias reservas sobre su inocencia, debo entregar al Estado Mayor un expediente debidamente cerrado y justificado. Con usted vivo las cosas se complican.

Maqroll no pudo entender a ciencia cierta a qué se refería el oficial. Pero su escueta manera de plantear el asunto le hizo correr un escalofrío por la espalda. Pensó que lo necesitaban muerto y no allí creando una confusión innecesaria. Apenas consiguió alzar los hombros, como disculpándose de seguir aún con vida.

– Va a salir vivo. No hay remedio. Pero no se meta más en problemas y desaparezca de aquí. Entre más pronto mejor. -El capitán comenzó a guardar en una carpeta todos los papeles que había estado examinando mientras hablaba con el detenido.

– ¿Esto quiere decir que estoy libre? -preguntó Maqroll con incredulidad que tenía algo de patético y de infantil.

– Si, señor. Eso quiere decir que está libre desde este momento y que debe salir de La Plata ahora mismo, si es posible. Su planchón lo espera en el desembarcadero. Trate de alejarse de esta zona, que se halla bajo control militar. Si lo agarran en otro puesto, más abajo, nada podemos hacer nosotros. Ellos no van a

esperar comunicaciones del Medio Oriente, ¿sabe?, no es su estilo. ¿Está claro?

– Sí capitán. Entendí perfectamente -contestó el Gaviero, tratando de ocultar el eufórico alivio que lo invadía-. Pero preferiría esperar a que cayera la noche para partir. Pienso que es más seguro. No creo que tenga inconveniente, ¿verdad?

– Ninguno. Proceda como quiera -repuso Ariza en forma cortante y queriendo dar fin a la entrevista-. Ahí está su lanchón. Aquí tiene un salvoconducto para circular en nuestra zona. Ojalá le sirva. Las cosas están muy revueltas. Parta tan pronto caiga la noche y ojalá nunca nos volvamos a ver. -El capitán le alargó un papel con su firma y un sello de la comandancia del puesto. Le tendió la mano para despedirse y el Gaviero se la estrechó. Se dirigió a la puerta y, cuando la iba a abrir, se volvió para preguntar a Ariza:

– ¿Puedo saber algo?

– Sí. Dígame -repuso Ariza impaciente.

– Si no llega el parte del capitán Segura, ni la embajada del Líbano se hubiera interesado por mi suerte, ¿qué habría sido de mí?

– ¿De usted? -una risa se quedó atorada en la garganta del oficial-. ¡Hombre!, usted estaba muerto hace rato. Váyase tranquilo y recuerde lo que le dije:

ándese con cuidado, estas tierras no son para gente como usted.

Maqroll fue a la celda para recoger sus cosas, ya sin la compañía de ningún guardia. Mientras metía sus ropas y enseres en la mochila de doña Empera pensaba en su amigo y compañero de viejas andanzas, Abdul Bashur. Desde la eternidad, después de su muerte en un accidente de avión en Funchal, seguía ocupándose de él por intermedio de familiares y amigos dispersos por los cuatro puntos cardinales. No pasaba día sin que Maqroll lo recordara con ternura y nostalgia irremediables. Ahora, una vez más, le salvaba la vida. Un sollozo se demoró en su pecho. Recobró con esfuerzo la serenidad y salió del puesto militar ante la indiferencia de los centinelas, que antes lo vigilaban tan de cerca.

En camino hacia la pensión de la ciega, las palabras del capitán Ariza seguían sonándole en los oídos: "…estas tierras no son para gente como usted". Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en dónde terminar sus pasos. Lo mismo que ese poeta, compañero suyo de largos recorridos por cantinas y cafés de una lluviosa ciudad andina, el Gaviero podía decir: "Yo imagino un País, un borroso, un brumoso País, un encantado, un feérico País del que yo fuese ciudadano. ¿Cómo el País? ¿Dónde el País?… No en Mossul ni en Basora ni en Samarkanda. No en Kariskrona, ni en Abylund, ni en Stockholm, ni en Koebenhavn. No en Kazán, no en Cawpore, ni en Aleppo. Ni en Venezia lacustre, ni en la quimérica Istambul, ni en la Isla de Francia, ni en Tours, ni en Strafford-on-Avon, ni en Weimar, ni en Yasnaia-Poliana, ni en los Baños de Argel", y su camarada seguía evocando ciudades en las que quizás jamás había estado. -Yo, que todas las he conocido -pensaba Maqroll- y que en muchas de ellas me he topado con los más sorprendentes quiebres de esquina de la vida, salgo ahora de este caserío de mierda, sin saber muy bien por qué fui a caer en el cepo más necio entre todos los que me ha deparado el destino. Sólo me resta ya el estuario, nada más que los esteros en el delta. Eso es todo.

Doña Empera lo esperaba ansiosamente: -Qué bueno que lo dejaron libre. Nachito vino a contármelo. Lo vio salir del puesto y vino corriendo con la noticia. Lo mandé por más diesel donde el turco. Le dije que lo llevara al planchón. Es importante que salga tan pronto venga la noche, con suficiente combustible para que no tenga que parar por lo menos en tres días. No debe detenerse en los puestos donde están ahora los infantes de Marina. -La mujer pensaba en todo. Le habían caído varios años encima. Sus cabellos parecían más blancos y su espalda levemente más encorvada. Era conmovedor el pensar que, sin decir palabra, con la abismada resignación de los ciegos, ella había cargado con la incertidumbre de la suerte de su huésped en el cuartel, con la duda de si saldría de allí vivo o muerto. Había algo de maternal en esa amorosa vigilancia y también mucho de solidaria simpatía hacia un hombre cuya vida, encontrada e incierta, en nada se parecía a la suya, perdida en ese rincón de la cordillera, al pie de un río de aguas pardas y sin nadie a su vera para acompañarla.

Lo invitó a tomar café en la cocina, preparado como a él le gustaba. Las cosas del Gaviero ya estaban allí, listas para llevarlas al río. Sólo faltaba agregar lo que traía en la mochila. Cuando Nacho regresara del embarcadero, se encargaría de reunirlo todo y bajarlo al planchón. Allá cuidaba Tomasito, esperando para despedirse de Maqroll y dando los últimos toques al motor. Frente a sendas tazas esmaltadas llenas de café oscuro y humeante que despedía un aroma recio, casi selvático, la mujer empezó a relatarle al Gaviero algo que venía reservándose desde el momento en que lo conoció.

– Hay algo -le dijo- que he querido contarle desde hace mucho tiempo. No quise hacerlo antes porque hubiera sido agregarle una preocupación y una amargura más a las que ya tenía encima con las benditas mulas y la carga esa del demonio. Ahora ha llegado el momento de que lo sepa: Flor Estévez estuvo aquí en años pasados. Se quedó en esta casa y fuimos muy amigas.

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