Álvaro Mutis - Un Bel Morir

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`Un bel morir tutta la vita onora`, dice el verso de Petrarca que Mutis hace suyo para titular esta tercera novela dedicada a la figura de Maqroll. El singular aventurero de tierra caliente, contrabandista y filósofo, amante y marino, no morirá en esta ocasión. Anclado primero en un puerto fluvial, alojado en una extraña habitación suspendida entre las aguas del gran río, dentro de una singular pensión gobernada por una mujer ciega y repleta de extraños saberes, Maqroll termina involucrado en una turbia trama entre el ejército y bandas de criminales.

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– No sé si decirle que tiene suerte o que ésta le falta por completo. Ya veremos. La confirmación de sus informes, por parte del capitán Segura, aclararía definitivamente su situación. Pero resulta que el capitán Segura, a quien todos quisimos y respetamos por su valor y su sentido de compañerismo, fue asesinado, junto con todos sus hombres, cuando ponía cerco a las bodegas del Tambo y a la cabaña de los mineros. En el momento en que los intermediarios con la gente del Tambo llegaron para retirar el cargamento de armas y Segura coronaba su objetivo volando la bodega, cayó sobre el capitán y sus hombres una fuerza mucho mayor. La calidad de las armas que ésta traía y la superioridad numérica aplastante, liquidaron la resistencia heroica de la tropa. El capitán Segura fue alcanzado por una granada de alta fragmentación, al final de la refriega. Con él perecieron los últimos hombres que lo rodeaban. Bueno. Es todo, por ahora. Tendré que hacer ciertas averiguaciones en relación con lo que usted me ha dicho. Ya se le interrogará de nuevo.

Se puso de pie y fue a la puerta para llamar al centinela que estaba de turno. Ya en su celda, el Gaviero empezó a tejer una red de consecuencias y deducciones, destinada a sostener su recién ganada esperanza de salir con bien de la trampa en que había caído. Toda la tarde estuvo leyendo páginas de la vida del poverello de Asís. La evocación del sabio y armonioso paisaje de la Umbría, en donde los milagros de Francisco hallan el marco ideal y suceden con la sencilla naturalidad con que los narraría luego el Giotto en sus frescos, sirvió al Gaviero para recuperar la serenidad y establecer una saludable distancia entre su actual desventura y la intimidad de su ser más intocado y oculto, del que manaba siempre un caudal de confianza en su auténtico destino. Esa noche, para dormir más a gusto, bajó el colchón al piso. La siniestra mesa le producía los más oscuros presentimientos.

Cuando le trajeron el desayuno, el guardia le preguntó por qué había bajado el colchón al suelo.

– No puedo dormir con la inclinación de esa mesa. En el piso me encuentro más cómodo. ¿Está prohibido?

– No -repuso el soldado-. Es que esa mesa no es para dormir. -Maqroll le preguntó para qué servía en realidad. El hombre se limitó a sonreír con incredulidad ante la pretendida ignorancia del prisionero y se retiró sin hacer más comentarios. Tampoco Maqroll quería saber más. Todo estaba dicho.

Al día siguiente lo sacaron al patio para que ayudara a subir una caja de munición a una bodega del segundo piso del cuartel, que era menos húmedo. Pensó, mientras cumplía con la tarea, en la ironía del destino que lo obligaba de nuevo a cargar material de guerra. Esa noche le informaron que en la mañana sería llamado a la comandancia. En efecto, después del desayuno, vinieron por él y lo llevaron a una oficina cuyas ventanas daban sobre el río. Lo invitaron a tomar asiento y lo dejaron allí solo. Al rato entró un mayor con uniforme de campaña de una impecable limpieza y sin una arruga. El traje era verde olivo lo mismo que la gorra, semejante a las que usan los jugadores de pelota. Era un hombre corpulento, un tanto acezante y congestionado, de bigote entrecano y porte altivo. Fumaba sin parar y sus manos temblaban ligeramente. Parecía un clubman disfrazado de militar. Con voz pausada y un poco ronca formuló algunas preguntas de rutina parecidas a las que había hecho Ariza. Al terminar, se colocó unos anteojos con armadura de oro y revisó algunos papeles ordenados en una carpeta color escarlata que tenía sobre su escritorio. En un momento dado hizo una seña al centinela que entró para recoger algunos documentos, indicándole que se llevara al prisionero. Ni siquiera alzó la cabeza y siguió leyendo como si éste no hubiera existido.

Maqroll había logrado advertir que algunos de los papeles que hojeaba el mayor estaban escritos a mano. Eran hojas manchadas de sangre y barro arrancadas de una libreta. La letra, clara y rotunda, era fácil de leer. De nuevo, ya en la celda, tornaron a torturarlo la incertidumbre y la angustia que creía haber dominado. Así pasó el resto del día y buena parte de la noche siguiente. En sueños, se le apareció el mayor, esta vez en traje de parada, explicándole en forma muy cordial y mundana una serie de maniobras militares cada vez más embrolladas y aburridas. En la mañana lo despertó, como de costumbre, un ruido al pie de la puerta. Le traían el desayuno. El guardia le informó que, en un rato, lo llevarían de nuevo a las oficinas de la Inteligencia Militar. Un cansancio abrumador, un entorpecimiento de todos sus miembros y un amargo sabor en la boca, le minaban el resto de fuerzas que, en vano, había intentado acumular durante esos días de encierro. Era evidente que su hora había llegado. Le sorprendía, por desventura, con la guardia más baja que nunca y el cuerpo, convertido en un saco de vagos dolores, se negaba a sostenerlo cuando más lo iba a necesitar. Toda la mañana esperó a que vinieran por él. Después de la comida, se quedó dormido en un sopor agobiante. Los pasos del guardia que abría la puerta lo despertaron. Había dormido en la modorra de una siesta con amenaza de lluvia que daba a la tarde una atmósfera de baño turco. Hasta los menores ruidos llegaban a través de la capa afelpada y húmeda de un aire irrespirable.

– Mi capitán quiere hablarle -explicó el guardia-. Vístase y venga con nosotros.

Otro guardia esperaba en la puerta. El Gaviero se pasó por el rostro y parte del cuerpo una toalla empapada en el agua turbia de la llave. Se puso una camisa limpia y unos pantalones bermuda que le había enviado la ciega. Los conservaba desde sus épocas de marino. Se pasó un peine por el cabello entrecano y rebelde y salió en medio de los dos soldados. Al cruzar el patio sus piernas se movían con algo más de firmeza. El saber que iba a enfrentarse con Ariza sirvió para despabilarlo un poco. Iba a decidirse su suerte y una ansiedad vigilante empezó a invadirlo. Se sentía como el jugador que va a enfrentarse en un juego complicado, en donde cada movimiento de las fichas puede ser definitivo. Entró a la oficina de Ariza. Los guardias se quedaron afuera y cerraron la puerta a sus espaldas. Allí estaba el hombre de la Inteligencia Militar dando vueltas con el pulgar al anillo de graduación de la base de Corpus Christi en Texas. Seguía luciendo su impecable guayabera con el distintivo en la solapa. El recto bigote resaltaba en el rostro recién afeitado, subrayando una ligera sonrisa sobre cuya sinceridad el Gaviero resolvió no hacerse ilusión alguna.

– Tome asiento, amigo. Póngase cómodo -le dijo indicándole una silla giratoria que habían traído de otra oficina. La silla se inclinaba peligrosamente de un lado a otro al menor movimiento de Maqroll, que trató de permanecer lo más quieto posible para mantener en relativo equilibrio el diabólico asiento. Lo de "amigo" había aparecido en el vocabulario del capitán hacia el final de la entrevista anterior. Lo decía con un cierto acento de complicidad que despertó las reservas del Gaviero, quien se propuso seguir el juego, controlando, a su vez, cada una de sus reacciones y respuestas.

– Pues bien -comenzó Ariza-, aquí estamos de nuevo tratando de aclarar lo que, si quiere que le diga la verdad, para mí está más claro que el agua. No hay quien me convenza de que usted es inocente. No consigo aceptar que no supiera qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo. Por otra parte, hemos reunido informes sobre su pasado: contrabando de armas en Chipre, de banderas navales trucadas en Marsella, de oro y alfombras en Alicante, de blancas en Panamá; en fin, no sigo porque la lista nos tomaría varias horas. Alguien con semejante pasado no va a transportar armas pensando que son instrumentos de ingeniería para un ferrocarril inexistente. Lo que no consigo entender es que se haya conformado con unos cuantos billetes, cuando hubiera podido sacar varios miles de dólares.

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