Juan Saer - Glosa
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Que podría ser, según el Matemático, ¿no?, R = R, naturalmente, por realidad. Realidad igual a; y esa erre mayúscula, razona el Matemático, debería corresponder a una ecuación que la contenga de modo tan exhaustivo y riguroso, que cada vez que se emplee la palabra, todos los términos de la ecuación, perfectamente identificados, tendrían que estar comprendidos en ella. El primero de esos términos es él, el Matemático, ¿no?, no desde luego en tanto que individuo, sino en tanto que sujeto de la ecuación, un sujeto S, momento estructurado y transitorio, pero invariable a la vez, de la posibilidad de concebir la ecuación, y para que no se lo interprete como una pluralidad de momentos equivalentes del acto cognoscitivo, decide agregarle una s minúscula, para que la pluralidad de ese sujeto, que puede ser el Matemático o cualquiera de los que están en ese momento en la calle o en cualquier otra parte o momento, sea una constante incluida en el término. Se tendría, por lo tanto, se dice el Matemático, R = Ss para empezar. ¿Pero no es demasiado ingenuo poner Ss frente a un objeto O como si fuesen antagónicos y la adición una operación demasiado simple que destruye la unidad existente entre ambos? Sobre todo si se tiene en cuenta que Ss, en tanto que sujeto de la ecuación, ya está comprendido en O, el objeto que intenta formalizar. Luego Ss O constituye una entidad. Esa entidad, más vale denominarla x, lo que da R = x (SsO). "Al pelo", piensa el Matemático. Pero, en seguida, su entidad se desmorona: si en Ss hay ya una distinción, la minúscula que precisa el orden transindividual de S, la O mayúscula por el contrario no distingue sus diferentes componentes, entre los cuales S y Ss no son los menos importantes -en O hay que incluir Ss no como sujeto de la ecuación, sino como elemento objetivo de O, en quien se incluyen también todos los otros objetos contingentes que no son O en tanto que objeto universal y englobante de S, de Ss y de O, si con una o minúscula se designa la multiplicidad de objetos contingentes que lo integran. Lo cual da R = x SsO (S Ss O)… Lo heterogéneo y contingente designado por la o minúscula, por otra parte, es decir los momentos concretos de O presentan también no pocas dificultades, ya que su número, función, naturaleza, etc., pueden ser determinados o indeterminados -se sigue diciendo el Matemático, ¿no?- de modo que habría que designar a la vez su determinación y su indeterminación, ya que si se los designara por lo que tienen de determinado, un número indefinido de sus atributos no sería incluido en su definición. Pero como S y Ss, en tanto que objeto, no escapan tampoco a la indeterminación, en vez de escribir o n, sería más exacto, se dice el Matemático, formularlo de la siguiente manera R = x SsO (S Ss o) n-y así, o en fin, y para ser más exactos, más o menos.
Leto observa que el Matemático prosigue su marcha con los ojos entrecerrados y una sonrisita pensativa que atribuye a una especie de desafío rítmico que se ha lanzado a sí mismo, o a Leto tal vez, como si, concentrándose, se preparara a adaptarse a todos los cambios de ritmo, de velocidad e incluso de trayectoria que Leto, sin avisarle, decidiese efectuar. En todo caso, es la interpretación que da Leto de su expresión, y aceptando el desafío que imagina leer en la cara del Matemático acelera un poco más, de modo tan inesperado que el Matemático, cuya modesta persona está tratando de formalizar la ecuación que de una vez por todas, válida para todo tiempo, idioma y lugar, sustituya la palabra realidad por un útil de pensamiento un poco más manejable repara, sin volver la cabeza, en la aceleración, y cambiando el paso, como en un desfile, se adapta a la marcha de Leto. Para su desgracia, el éxtasis, más afín al goce animal que las abstracciones trabajosas, desaloja de nuevo a la ecuación, y todo su cuerpo se prepara a los cambios que puedan avecinarse, mientras arriba, en el interior de su cabeza, las distinciones frágiles que por puro juego ha estado tratando de erigir, arrasadas por las exigencias de sus músculos, silenciosas, se desmoronan.
Gracias al entrenamiento de años en las canchas de rugby, el Matemático podría muy bien, si quisiese, aventajar con un par de trancos vigorosos a Leto que, en razón de sus piernas más cortas y menos preparadas, debería suministrar un esfuerzo suplementario para seguirlo, pero, justamente, no quiere, y deja que sea Leto el que diría, obligándolo a un esfuerzo contradictorio destinado a mitigar, más que estimular, la fuerza de su marcha, de modo tal que cada uno de sus pasos es medido y cuidadoso, fruto, como se dice, de una energía controlada que le produce más satisfacción estética y moral, podría decirse, que la que le produciría una aceleración continua, en una carrera, por ejemplo, llevándolo al límite de sus fuerzas; y al cabo de unos segundos se adapta tan bien al esfuerzo, al cual se agrega el aumento imperceptible pero constante de velocidad que Leto imprime a la marcha, que la idea de una ecuación que sustituya en cualquier tiempo, idioma o lugar a la palabra realidad aparece otra vez obstinada pero en forma de convicciones eufóricas o de visiones, que van sucediéndose en la parte despejada de su mente: "Es lo visible más lo invisible. En todos sus estados. Yo más todo lo que no es yo. Esta calle más todo lo que no es esta calle. Todo en todos sus estados. Todo", piensa, exaltándose un poco, el Matemático, y por ver un estado de la calle diferente del que está viendo, hace girar la cabeza, sin modificar en nada el ritmo de su marcha, y se pone a mirar, por encima del hombro izquierdo, la calle que han venido dejando atrás. Leto que, tenso y vigilante, observa todos sus gestos por el rabillo, como lo llaman, del ojo, esboza una sonrisa rígida cuando percibe el giro de la cabeza y, muy despacio, como si se tratase de algo milimétrico y ritual, realiza el mismo movimiento. El Matemático, que lo advierte a su vez, espera unos segundos durante los que efectúan dos o tres pasos y, para tomar a Leto desprevenido y hacerlo vacilar, continúa con el cuerpo entero el giro que acaba de hacer únicamente con la cabeza, sin interrumpir la marcha, de modo que ahora todo su cuerpo está de frente a la porción de la calle que han venido recorriendo y el Matemático prosigue como si nada, pero caminando para atrás. Leto efectúa, con una fracción de segundo de diferencia, el mismo movimiento satisfecho de su adaptación rápida al capricho inexplicable del Matemático. Erguidos y más tiesos todavía a causa de lo antinatural de su desplazamiento, reculando con ritmo y precaución, llegan, sin darse cuenta, a la bocacalle, subestimando el revuelo que su actitud singular va levantando en la gente que los cruza. Dos o tres deben apartarse para evitar el encontronazo. Desde las veredas, otros los miran con asombro, con indignación, o con una sonrisa incrédula y condescendiente. Un anciano se para y los sigue con la vista, sacudiendo reprobatorio la cabeza. Pero ellos los ignoran, menos por insensatez que por la concentración excesiva que les exige la marcha; y sobre todo porque, lo piensen con palabras o no, la calle recta que van dejando atrás, está hecha de ellos mismos, de sus vidas, es inconcebible sin ellos, sin sus vidas, y a medida que ellos se desplazan va formándose con ese desplazamiento, es el borde empírico del acaecer, ubicuo y móvil, que llevan consigo a donde quiera que vayan, la forma que asume el mundo cuando accede a la finitud, calle, mañana, color, materia y movimiento -todo esto, entendámonos bien para que quede claro, más o menos, y si se quiere, mientras sigue siendo la Misma, ¿no?, y en el Mismo, siempre, como decía, pero después de todo, y por encima de todo, ¡qué más da!
Las últimas siete cuadras
Que quede bien claro: el alma, como le dicen, es, pareciera, no cristalina sino pantanosa. Los motivos que la inducen, en esta cuadra, a dejarse llevar, como los llaman, al juego y a la exaltación, en la siguiente, con la misma arbitrariedad, y en forma no menos imprevisible, la sumen, para usar una vez más la expresión, en una intensa melancolía. En todo caso pareciera, ¿no?
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