Juan Saer - Glosa

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¿Qué fue lo que realmente sucedió esa noche en la fiesta donde se festejó al poeta Jorge Washington Noriega? En una caminata por el centro de la ciudad, Ángel Leto y el Matemático reconstruyen esa fiesta en la que no estuvieron pero que conocen bien: circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas y vueltas a contar y discutidas o rectificadas.

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– Que me corten un huevo si sé qué mosca lo picó -dice, exagerando su contrariedad.

"Y a mí los dos si me sigo ocupando de estos papanatas", piensa Leto, pero mientras retoma la marcha junto al Matemático, que de un solo tranco ha llegado a su altura y prosigue sin detenerse, en lugar de mostrar su irritación, adopta un aire imparcial y comenta:

– Se ve a la legua que no está nada bien.

El Matemático no contesta, luchando, un poco exaltado, la cabeza bien erguida, con el enredo rápido de sus propias disquisiciones, de modo que Leto lo abandona a su silencio. De todas maneras, desde hace unos minutos, ha ido distanciándose de la calle soleada, de la mañana de octubre, para enfrascarse, como dicen, en un objeto único, el dichoso revólver que el hombre, es decir su padre, no sin insolencia según Rey, y sin duda sin vacilaciones, ha levantado el año anterior hacia la sien, cuidando de no fallar en lo relativo a los resultados -objeto discreto pero familiar que incluso él, de chico, de tanto en tanto, sabía sacar del ropero, donde estaba guardado en una caja de madera con otros chirimbolos, para jugar a los pistoleros. Una vez, durante una pelea, Isabel, melodramática, corrió al dormitorio, sacó la caja del ropero y, de la caja, el revólver que él, Leto, ¿no?, sabía que estaba descargado, mientras la tía Charo, que había llegado en medio de la pelea, forcejeaba con ella para arrebatárselo de entre las manos. Las dos lloraban y forcejeaban, en tanto que el hombre, sin decir palabra, se había encerrado en el garaje para ordenar la mesa de trabajo de la que Isabel, unos minutos antes, en la rabia de la pelea, le había tirado todo al suelo, cables, tornillos, herramientas, lámparas de radio que se habían hecho pedazos, ante el silencio imperturbable del hombre, su padre, ¿no?, que ni siquiera adoptaba la pose del estoicismo o la resignación -nada de eso, no, nada, ningún gesto teatral, ninguna desmesura, el ser de una pieza que, a diferencia de los aparatos que montaba y desmontaba, hechos de innumerables pedacitos o fragmentos interdependientes que le permitían funcionar, parecía macizo, sin tumulto interior, carente de signos exteriores que traicionaran la contradicción, absorto en la preparación del acto único que realizaría años más tarde con el fin de aniquilar, como quien se saca una pelusa del hombro de un papirotazo, el error grosero que las sombras borrosas que chapaleaban en lo exterior llamaban mundo. El debía tener ocho o nueve años en esa época -Leto y el Matemático cruzan, orondos, del mismo modo que no pocos transeúntes, que van en todas direcciones, por la calle y por la vereda, de Sur a Norte, de Norte a Sur, de Este a Oeste, de Oeste a Este, trazando trayectorias rectas, oblicuas, paralelas o diagonales, la bocacalle en la que espera, paciente y resignada, podría decirse, una fila de autos. Ocho o nueve años, no más, porque, y de eso se acuerda bien, el garaje era el de Arroyito. Debían ser las tres o cuatro de la tarde de un día de verano, una siesta silenciosa de la que las cortinas oscuras de puertas y ventanas atenuaban el resplandor, protegiendo la casa, limpia y fresca, gracias al trabajo empecinado de Isabel que, a pesar del lloriqueo de todas las noches, la limpiaba, la barría, la enceraba, sin descuidar un solo rincón, canturreando, ¿no?, todas las mañanas. El hombre estaba en el tallercito, en el garaje: Isabel, vestida para salir, esperando a la tía Charo en algún lugar de la casa; él, Leto, estirado de espaldas y de través en su cama, con la cabeza colgando un poco fuera del borde, tenía el brazo levantado y, con el dorso de la mano a cincuenta centímetros de los ojos, movía sin parar los dedos, sin plegarlos aunque manteniéndolos bien separados, fascinado por su forma y por los movimientos que eran capaces de realizar, personalizándolos un poco a cada uno, al mismo tiempo que, con la boca abierta, se entretenía en hacer vibrar sus cuerdas vocales, emitiendo una letanía gutural y un poco quebrada, cambiando el sonido de tanto en tanto, pasando de la a a la e, a la i, volviendo otra vez a la primera, o emitiendo las cinco vocales una atrás de la otra y modificando, como un virtuoso, la intensidad de las vibraciones. Con extrañeza curiosa, parecía auscultar algunas zonas de su propio cuerpo del mismo modo con que, podría decirse, ya más grande, se hubiese probado un traje nuevo la víspera de un casamiento. Tanta era la fascinación que, cuando el griterío empezó, pasó un momento bastante largo antes de empezar a oírlo, y cuando se levantó dirigiéndose despacio hacia el tallercito, de donde los gritos parecían provenir, la alarma no borró su curiosidad, sino que la hizo cambiar de objeto. Estaban los dos en el tallercito; Isabel, aullando y gesticulando, le daba golpes al hombre en el pecho y en la cara no con las manos o los puños, sino con los antebrazos, mientras el hombre, rígido y un poco echado hacia atrás, los recibía sin moverse ni reaccionar, con los ojos muy abiertos, más interrogativos y pacientes que sorprendidos, tan imperturbable que Isabel, humillada y enfurecida por la nueva decepción que el hombre le infligía, después de mirar un momento, desconcertada, a su alrededor, buscando en qué descargarse, descubrió la larga mesa de trabajo hecha de madera de cajón y, siempre con los antebrazos, manteniendo los puños bien apretados como si fuesen dos muñones, empezó a barrer la superficie de la mesa, tirando al suelo todo lo que había encima. Únicamente abría las manos cuando algún objeto se le resistía, y se veía obligada a aferrarlo para poder estrellarlo contra el piso de portland. Calmo, imperturbable, ni siquiera pálido o con labios apretados, el hombre la seguía, juntando uno a uno los objetos que caían, estimando, con imparcialidad de profesional, antes de volver a colocarlo en su lugar, el daño que podían haber sufrido. La escena duró un par de minutos hasta que Isabel, comprobando que todo lo que existía, autónomo, fuera de ella, era ingobernable y no se le doblegaba, asumió una expresión, demasiado intensa tal vez, de decisión, y empezó a correr hacia el dormitorio. El la siguió, sabiendo que el hombre, a sus espaldas, como si hubiese estado solo en la casa, continuaba juntando, lento y meticuloso, su material de trabajo. Leto vio a la tía Charo que entraba de la calle en ese momento y que, al ver a Isabel, salió corriendo detrás de ella hacia el dormitorio. Las vio forcejear, luchando por el revólver descargado, y cuando al fin Isabel cedió, Charo tomó posesión del revólver, lo guardó en la caja, y volvió a poner la caja en el ropero, y cuando cerró la puerta del ropero Leto pudo ver, reflejada en el espejo, la imagen de Isabel, parada cerca del ropero, la imagen invertida al mismo tiempo que Isabel, la imagen que, cuando la puerta se cerró del todo, desapareció de su vista. Por fin, Isabel se dejó caer sentada en el borde de la cama y durante unos minutos, la tía Charo, sollozando un poquito también ella, se dedicó a consolarla. El, Leto, ¿no?, las contemplaba desde la puerta, esperando, deseando casi, sin darse cuenta tal vez, que no advirtieran su presencia pero, como si hubiese adivinado sus pensamientos, o quizás por haberlos adivinado, Isabel, que ya había empezado a calmarse un poco, clavó los ojos en los suyos y, adoptando un aire de fatiga y conmiseración, hizo el gesto que él, al mismo tiempo que lo percibía, empezó a exorcizar con todas sus fuerzas para que no se produjera, a saber que estirara los brazos en su dirección incitándolo a que venga a acurrucarse en ellos, de modo que, cuando vio los brazos blandos y redondos que lo llamaban, salió corriendo del dormitorio y se encerró en su pieza. Estuvo en ella hasta el anochecer, sin pensar que se encerraba, sin aprensión ni culpabilidad -no, se quedó jugando y oyendo, de tanto en tanto, los ruidos de la casa, el hombre que de a ratos salía del tallercito para ir al baño o a la cocina, el regreso de Isabel que, canturreando, al parecer contenta otra vez y un poco ensimismada, empezó a preparar la cena. Cuando comprendió que llegaba la hora de comer, salió para la cocina y la ayudó a poner la mesa. Parecía fresca y tranquila, cuidadosa y ágil en sus tareas domésticas, satisfecha casi, y ya a los ocho o nueve años, esos cambios de humor inexplicables, pero que adivinaba sinceros, lo maravillaban. Cuando todo estuvo listo, ella le dijo que fuera a llamar al hombre a la mesa, de modo que Leto, sin apurarse, atravesó la casa y, por la puerta entreabierta, se asomó al tallercito instalado en el garaje.

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