Juan Saer - Glosa

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¿Qué fue lo que realmente sucedió esa noche en la fiesta donde se festejó al poeta Jorge Washington Noriega? En una caminata por el centro de la ciudad, Ángel Leto y el Matemático reconstruyen esa fiesta en la que no estuvieron pero que conocen bien: circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas y vueltas a contar y discutidas o rectificadas.

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Una sombra tenue pasa, rápida, por la cara de Tomatis. Sin haberlo pensado nunca, sabe que un pedido de relectura es una forma velada de indicar que el efecto buscado por el lector no ha alcanzado al oyente y que el oyente, o sea Leto, ¿no?, para no verse en la obligación de ensalzar lo que no le ha hecho ningún efecto, utiliza el pedido de relectura con fines dilatorios y también para preparar, durante la relectura, un comentario convencional que deje satisfecho a Tomatis. Pero en rigor de verdad, Leto no lo ha escuchado: mientras leía, recuerdos desteñidos, sin orden, y casi sin imágenes ni contenido, lo han arrancado de la mañana de octubre, llevándolo muchos meses atrás, al período durante el cual, gracias a la diligencia de Lopecito y a causa de la fuga compulsiva de Isabel, se han venido a vivir a la ciudad. Leto percibe la humillación leve, a su juicio injustificada, de Tomatis, cuando comienza a leer por segunda vez el poema y siente, sobre todo, mientras asume una expresión mucho más atenta que la que hubiese bastado a una atención natural, la mirada que clava en su rostro, desde un poco más arriba que su cabeza, el Matemático, quien parece haber asumido, solidarizándose con Tomatis, un control severo sobre la emoción estética que, perentoria, la lectura debe despertar en él, control que, desde luego, produce un efecto inverso al deseado, ya que por su presión excesiva sobre Leto se convierte en un motivo de distracción. La voz monocorde, aflautada y lenta de Tomatis, un poco diferente de su voz natural, va profiriendo las sílabas, las palabras, los versos del poema, estructurando, gracias a su entonación artificial, un fragmento sonoro de esencia paradójica, como se dice, ¿no?, que al mismo tiempo pertenece y no pertenece al universo físico-así, físico, ¿no?, que es, también, otro modo que tienen de decirle a eso, el magma ondulatorio y material, tan desmedido en su exterioridad, menos apto al rito que a la deriva, aunque el animal soñoliento que lo atraviesa, fugaz, sospechando su existencia, se obstine en naufragar contra él en asaltos clasificatorios y obcecados. Austera o lapidaria, la voz de Tomatis declama: En uno que se moría / mi propia muerte no vi, / pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí.

– Redondo -estima por fin Leto.

– ¿No tenés una copia? -pregunta el Matemático. Tomatis vacila un segundo, y después, desprendido y grandioso, le entrega la hoja al Matemático.

– Intercambio oficial de comunicados entre la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química y Carlos Tomatis -proclama.

– Unos años más, y esto vale millones -dice el Matemático, echándole una mirada admirativa a los versos mecanografiados en el centro de la hoja, y metiéndose la hoja en el bolsillo después de darle un beso ostentoso y de doblarla en cuatro con cuidado y facilidad, siguiendo los dobleces previos hechos por Tomatis. Y después-: ¿Caminamos un poco?

– Unas cuadras -accede Tomatis con reticencia.

Se ponen en marcha, siguiendo por el sol, y ocupando todo el ancho de la vereda, a tal punto que Leto, que va del lado de la calle, camina casi sobre el cordón y de tanto en tanto se ve obligado a echar miradas rápidas por encima de su hombro para que no lo rocen los autos que pasan lentos a su lado. Como Tomatis ha quedado en el medio, forman un grupo decreciente, del Matemático a Leto, no únicamente en cuanto a estatura y corpulencia, sino también a edad, ya que Tomatis tiene un par de años menos que el Matemático y tres o cuatro más que Leto. Pero el peso de la amenaza, que ha vuelto a surgir, distingue a Tomatis de los otros dos, a causa de la palidez excesiva, de la barba de tres días, de la ropa arrugada y manchada, pero sobre todo de su mirada inconstante, de su expresión ruinosa, de los sacudimientos leves de su cuerpo, de sus movimientos de cabeza bruscos, inacabados y caprichosos. Simulando no prestarle atención, Leto y el Matemático no dejan de percibirlo. Y después de caminar unos metros en silencio, el Matemático, de un modo impersonal e indirecto, lo interroga: él, Tomatis, que ha estado presente, ¿qué versión puede darles del cumpleaños de Washington? Porque ellos, Leto y el Matemático, ¿no?, tienen la de Botón, plagada de interpretaciones inverificables, de afirmaciones subjetivas y, sospecha, de anacronismos. El se ha encontrado con Botón en la balsa, el sábado anterior y, justamente, venía refiriéndole a Leto lo que Botón le contó. Como Tomatis no responde, limitándose a sacudir la cabeza con desdén contenido, el Matemático lo mira: ¿algún problema?

– Más vale me callo -dejan pasar, sobreentendiendo el colmo de la abyección, los labios nerviosos de Tomatis y, demostrando triunfales la inconsistencia del plano denotativo, prosiguen sin transición (y más o menos): poco más o menos, el cumpleaños de Washington ha sido un rejuntado de borrachones, pistoleros y cabareteras. Por ejemplo, sin ir más lejos, Sadi y Miguel Ángel Podio, que se presentan como la vanguardia de la clase obrera, no bien pierden una elección desalojan a balazos del sindicato a los miembros de la lista ganadora; él, Tomatis, no se explica cómo esa noche vinieron sin sus guardaespaldas. De Botón, ni hablar: se había querido violar a la Chichito en el fondo del patio; la salvaron sus reflejos de burguesita y el hecho de que Botón estaba tan borracho que no únicamente ya ni se le paraba, sino que las piernas apenas si lo sostenían. Y la prueba de que estaba borracho la suministra el hecho de haber elegido justamente a la Chichito, inabordable para todo el que no haya pasado antes por el Civil, cuando había entre las mujeres presentes dos o tres que hubiesen ido con mucho gusto a darse una vuelta por el fondo, y tan livianas que hasta Botón les hubiese parecido un partido interesante -de Nidia Basso, por ejemplo, se decía que sufría de fiebre uterina, y él había oído decir que a Rosario, la mujer de Pirulo, que trabajaba de enfermera en una clínica, le gustaba sangrarse de tanto en tanto con una jeringa. ¿No habían visto lo pálida que era?

Por encima de la cabeza de Tomatis, echada un poco hacia adelante en razón de la fuerza de sus disquisiciones, Leto y el Matemático cruzan una mirada perpleja y rápida con la que sellan, en esa situación de emergencia, un pacto del que la mirada fugaz da por sobreentendidas las cláusulas principales: 1 °) esta mañana, Tomatis parece encontrarse en un estado de ánimo especial; 2 °) los esfuerzos por retrotraerlo a un sistema relacional medianamente normal se han mostrado hasta este momento infructuosos; 3 °) el estado de ánimo especial de esta mañana induce a Tomatis a presentar los acontecimientos relativos al cumpleaños de Washington de manera distorsionada, apelando sin pudor a la caricatura e incluso a la calumnia en su manera de referir los hechos; 4 °) las partes se invitan mutuamente, por medio del presente pacto, a tomar con pinzas la versión de Tomatis. "Sí", piensa Leto, a quien le quedan algunos escrúpulos de lealtad para con Tomatis, desviando la mirada: "Pero cuando el río suena, agua trae". A su vez, el Matemático: "No es posible que no reaccione". Y Tomatis, por debajo del chorro de palabras malévolas que le gustaría poder retener pero que el pujo de la amenaza lanza hacia el exterior: "…el universo va a… va a… y yo voy a…" -en fin, en pocas palabras, y otra vez, aunque siga siendo la Misma, como decía hace un momento, todo eso.

Ignorando el pacto que acaba de establecerse por encima de su cabeza e incapaz de percibir en el silencio discreto y un poco avergonzado en el que caen sus palabras una muestra de reprobación, de escepticismo o de incomodidad, Tomatis prosigue: para colmo, después de la comida, a eso de medianoche, habían caído Héctor y Elisa, que andan siempre a las patadas, y Rita Fonseca, la pintora a la que, entre otros, se mueve Botón, y que cuando está borracha quiere mostrarle las tetas a todo el mundo. Y por último, a las cuatro de la mañana, había llegado Gabriel Giménez, que hacía tres noches que no se acostaba y que quería hacerle aspirar a toda costa a Washington un papelito de cocaína. El taxi que lo esperaba en la puerta, según Tomatis, lo tenía alquilado desde la mañana anterior.

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