Juan Saer - Glosa

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¿Qué fue lo que realmente sucedió esa noche en la fiesta donde se festejó al poeta Jorge Washington Noriega? En una caminata por el centro de la ciudad, Ángel Leto y el Matemático reconstruyen esa fiesta en la que no estuvieron pero que conocen bien: circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas y vueltas a contar y discutidas o rectificadas.

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¿Por qué los odiaba tanto? Es de orden psicoanalítico -diagnosticaba Tomatis, con ligereza y desinterés-: Como tus padres son perfectos, te ves obligado a transferir el odio que deberías sentir por ellos a todos los miembros de su clase. Lo contrario de Washington que, según parece, odiaba tanto a su padre que la cuota de amor que debía sentir por él la transfirió a toda la especie humana.

El Matemático sacudía la cabeza: Tchtchtchtch… no. Aceptar esa interpretación hubiese sido facilitarles las cosas. Plegarse de plano a la hipótesis subjetiva equivalía a ignorar las buenas razones objetivas que existían para detestarlos: por ejemplo la avidez y el cálculo con que acumulaban la riqueza y la crueldad que ponían en evidencia al defenderla; la ignorancia egocéntrica y el narcisismo compulsivo que los hacía aislarse del resto del mundo y el mimetismo rastrero que empleaban en copiar a los modelos extranjeros, los ingleses y los franceses primero, los americanos más tarde -un tío de él, del Matemático, ¿no?, había propuesto en los años treinta que el país pasara a las órdenes de la corona de Inglaterra-; eran malos perdedores, revanchistas, llevaban el genocidio en la sangre, el racismo en el alma, la soberbia en el corazón, y estaban dispuestos a aniquilar en todo momento todo lo que fuese heterogéneo a lo que ellos consideraban su propia esencia, y todo lo que no reflejara con pelos y señales la supuesta imagen de lo que pretendían ser. En una palabra, terminaba diciendo siempre el Matemático después de esos hervores oratorios, tratando de reencontrar un tono equilibrado y jovial, en una palabra, no son interesantes.

Ese odio añejo, ya casi rancio, del Matemático por su propia clase, aparte de exteriorizarse en confidencias ocasionales, no transparentaba casi nunca en sus gestos ni en sus actos, no porque tratara de disimularlos, sino por una especie de fatalismo -no valía la pena ocuparse de ellos, no eran interesantes, para qué perder el tiempo en escupirles la cara si la vida entera no le alcanzaría para meditar la Ética de Spinoza o la paradoja EPR. Sin embargo, algo salía a veces de ese odio al exterior, puesto que el Matemático, que era atento, cordial, respetuoso, en algunos casos hasta la afectación según Tomatis, cuando estaba frente a un patricio, a un pudiente cualquiera, un sobrino de obispo, un ministro, o un hijo de general, no podía reprimir una condescendencia irónica ante lo que él consideraba, de antemano y sin apelación, las inepcias del otro. Si el encuentro tenía lugar en presencia de algún testigo, de alguien a quien respetaba o admiraba, esa ironía no estaba exenta de crueldad, como si con ella tratase de diferenciarse al máximo de su interlocutor. El Matemático, ¿no? ¡Y cómo lo habían marcado los mismos que detestaba! Basta verlo ahora, en la calle principal, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en Florencia, bronceado bien parejo, alto, rubio, al abrigo de la imperfección y de la contingencia para quien, como Leto, lo observa desde el exterior, a tal punto que su sola presencia, sus expresiones exactas y pausadas, el cúmulo aparente de sus atributos positivos, refuerzan todavía más en Leto su sentimiento de exclusión, de torpeza, de ser no el capricho, sino el error irredimible del Todo.

Pero ya han llegado a la esquina, ese ángulo recto que, en los cálculos sumarios de Hipodamos, interrumpiendo abrupto la vereda, introduciendo un hiato evidente para conductores y peatones, facilitando la orientación, la circulación y la visibilidad, geometrizando de un modo ilusorio el espacio que, a decir verdad, no tiene forma ni nombre, pondría un orden convencional en las mañanas del Pireo. Sombra, baldosas grises, sol lateral, cordón, empedrado, cordón, baldosas grises, sol lateral, sombra: ya están, sin novedades ni mayores modificaciones de ritmo o velocidad, ni sobre todo de trayectoria, caminando por la vereda siguiente. El Matemático dice que Washington, cuando oye el triple zumbido, levanta, un poco extrañado, la cabeza, y ve los tres mosquitos revoloteando no lejos de la lámpara. Extrañado porque el último verano ha sido demasiado seco como para que las larvas, y después las ninfas, como les dicen, de esos así llamados dípteros, hayan podido acrecentar su prole, o sea, como se dice, proliferar. Mosquitos, a decir verdad, no escasean en la región y si en invierno hacen, como quien dice, las valijas y desaparecen, después, a partir de noviembre, cuando el calor comienza a apretar, si ha llovido lo suficiente como para que larvas y después ninfas prosperen, el aire se pone negro al atardecer, y los animales de sangre caliente se ven obligados a desplazarse a los cabezazos entre nubes insistentes, rapaces y zumbadoras. El hombre -el hombre, ¿no?, el ser humano, que compone, en su conjunto, lo que llaman la humanidad, o sea la suma de individuos desde la aparición de la especie, como la llaman, en, pareciera, el África oriental, por salto cualitativo en ramas evolutivas colaterales, y los atributos específicos que él mismo se atribuye-, el hombre decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, le ha puesto ese nombre, diminutivo o peyorativo de mosca, siguiendo sin duda una clasificación anatómica por tamaño, bastante imprecisa de todos modos, pero en fin, de todos modos, en forma imprecisa y todo, no hay otra salida, hay que nombrar. Todo esto, desde luego, según el Matemático, más o menos y siempre según Botón, y, según Botón, decía, según Washington. Pensándolo bien, nadie dice los mosquitos, todos dicen el mosquito, como si fuera siempre el mismo y como si, por medio de esa sinécdoque, que le dicen, se tratara de escamotear o, quizás, al contrario, de sugerir, el problema fundamental: ¿uno o muchos? ¿Es siempre el mismo mosquito que, rehaciéndose una y otra vez del golpe que lo aplasta contra la pared blanca, vuelve a la carga cada anochecer de verano, o nuevas hordas de individuos, flamantes e igualmente transitorias, brotan todos los días, ávidas, de los pantanos, en busca de su sangre necesaria, para, después de haber sido larva, ninfa, punta volátil y zumbadora, si ha logrado escapar al manotazo asesino, digerir burguesamente, decaer y morir? ¿Forma parte de los que, definitivamente, nacen y mueren, o mecanismos intercambiables y biodegradables vienen a rellenar sucesivos un ente de ocho milímetros que pica y zumba, esencia invariable sin contingencia ni destino, exterior al melodrama espacio-temporal, y sin diferenciación individual? ¿Su función es ser alguien en la vida o palpitación anónima que va absorbiendo, a medida que aparece, para brillar inmutable, imperecedera, aun cuando no tuviese más cuerpitos grises que devorar, insaciable, la esencia? Y previa, dicen algunos, extrafáctica, postempírica, ultramaterial, etc., etc. -en fin, más o menos, según el Matemático seguramente no según Botón, pero sí, seguro, piensa, a través de Botón, según Washington.

Leto va siguiendo, no sin dificultad, el relato del Matemático que lo explaya sin concesiones pedagógicas y sin preciosidad pero que, pareciera, va cobrando orden y sentido a medida que es proferido en frases claras y bien construidas, no solamente para el oyente, sino también, e incluso en mayor medida, para el relator, más atento a la coherencia del relato que su oyente, ya que, concentrándose en la formación de sus frases, de sus conceptos, estructurando sus recuerdos, sus interpretaciones, sus fragmentos de recuerdos y de interpretaciones, el Matemático es menos vulnerable a las interferencias sensoriales que Leto, para quien la historia de la que el Matemático parece tan empapado y satisfecho es un compuesto heterogéneo de palabras vagas y opacas, a las que casi no presta atención, y de tramos transparentes gracias a los cuales su imaginación, que se enciende y se apaga con intermitencias, fabrica visiones expresivas y nítidas: hubo una comilona en lo de un tal Basso, en Colastiné, a fines de agosto, para festejar el cumpleaños de Washington y se pusieron a discutir de un caballo que había tropezado; al Matemático -es Tomatis el que le puso el sobrenombre- se lo había contado Botón el sábado anterior en la balsa de Paraná, Botón, un tipo al que había oído nombrar muchas veces, pero que no tenía el gusto de conocer, y después Washington había dicho que el ejemplo del caballo no era adecuado para aplicarlo al problema que estaban discutiendo -Leto se pregunta oscuramente, sin atreverse a plantearle el caso al Matemático por temor de que el Matemático lo desprecie un poco, cuál diablos podría ser ese dichoso problema-, que el mosquito, si Leto ha entendido bien, sería un ente más apropiado, en razón de su carencia de finalismo antropocentrista, para utilizarlo como objeto de discusión y que justamente él, Washington, ¿no?, el verano anterior, después de medianoche, mientras trabajaba en sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, había tenido la ocasión de observar tres mosquitos que por su conducta singular, adquirían valor paradigmático y servían, más que el caballo, sobrecargado de proyecciones, para esclarecer el debate, todo eso, en la imaginación de Leto, ilustrado con pinturas esporádicas y fugaces, Basso y Botón puteando en el fondo de un patio impreciso, en un atardecer de invierno benigno, Beatriz armando un cigarrillo, el auto celeste de Marcos Rosemberg, llegando, cintilante y sin ruido, ante la casa de Basso que Leto nunca visitó, los amarillos y los moncholos envueltos en hojas de La Región de la víspera, untadas de aceite, Tomatis y los mellizos Garay, Barco, un tal Dib, que tiene un autoservicio, Silvia Cohen, Cohen, un tal Cuello al que le dicen el Centauro porque es medio animal, la noche lenta bajo el quincho, la noche de invierno que va enfriándose, en el fondo, entre los mandarinos -se quedaron, parece, hasta la madrugada, hasta el alba, incluso, los últimos, y después se volvieron, excitados y soñolientos, a la ciudad, entre los primeros rayos del sol y el rocío helado, y él, Leto, ¿no?, hubiese podido ir si hubiese querido, y sobre todo, si hubiese sabido, era demasiado íntimo de Tomatis como para necesitar invitación, resultaba incluso curioso que Tomatis no le hubiese dicho nada, tal vez por considerar que era imposible que no lo supiese y que eran tan íntimos que ni siquiera valía la pena explicitar la invitación, pero en fin, había que rendirse ante la evidencia: no lo invitaron.

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