Juan Saer - Glosa

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¿Qué fue lo que realmente sucedió esa noche en la fiesta donde se festejó al poeta Jorge Washington Noriega? En una caminata por el centro de la ciudad, Ángel Leto y el Matemático reconstruyen esa fiesta en la que no estuvieron pero que conocen bien: circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas y vueltas a contar y discutidas o rectificadas.

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Leto alza el brazo y señala la vereda de enfrente, unos veinte metros más adelante.

– Tomatis -dice.

El Matemático se interrumpe y mira en la dirección que Leto acaba de señalar, un poco desorientado primero, como si saliera de un semisueño, y, cuando comprende, sacude afirmativo la cabeza y empieza a esbozar una sonrisa.

– En efecto. Pane lucrando -dice.

En efecto; y, como diría el Matemático, pane lucrando. En mangas de camisa, la cara vuelta hacia el Sur, en el escalón superior de los dos de granito reconstituido que conducen a la entrada principal de La Región, interceptando la puerta, entre las dos vidrieras que exhiben las pizarras de felpa negra en las que se difunden, pegando letras móviles de latón blanco, las noticias principales del día. Tomatis está encendiendo un cigarrillo, con el fósforo protegido en el hueco de las palmas aunque no sopla la más mínima brisa y hubiese podido por lo tanto exponer la llama al aire matinal sin ningún peligro de que se apague. Un hombre alto, bien trajeado, que lleva un portafolios bajo el brazo, y al que Tomatis, ocupado en encender su cigarrillo, le impide salir del diario, le da un golpecito en el hombro de modo que Tomatis, sorprendido y serio, se da vuelta y se desplaza unos centímetros al mismo tiempo, para dejarle paso, con bastante mala voluntad, bajando un escalón y sin dignarse responder cuando el otro, al pasar, le lanza un agradecimiento de pura cortesía. Desde el escalón inferior, mientras se guarda los fósforos en el bolsillo, sin sacarse el cigarrillo de entre los labios, sigue oteando el Sur, indiferente al tumulto de la calle. Los autos pasan, muy lentos, en ambas direcciones, interceptando, intermitentes, la vereda del diario, de modo que la presencia de Tomatis. parado en el primer escalón de la entrada principal, se borra y reaparece, para Leto y el Matemático, discontinua y fragmentaria. Pareciera de mal humor -dice el Matemático, menos como resultado de una observación verídica que para exhibir, en presencia de Leto, un conocimiento íntimo de Tomatis; y Leto, por razones muy semejantes: Pareciera.

Pero no es exactamente eso, no -no mal humor. No. Tomatis, que tiene la cara vuelta hacia el Sur, como decía, hacia el pleno centro en rigor de verdad, y a pesar de los autos que pasan, de la gente que va y viene, del sol de la mañana -porque es, como decía nomás hace un momento, la mañana- del exceso rugoso y cambiante de lo perceptible, que podría ser uno de los nombres adecuados para darle a eso, está, desde que abrió los ojos en su cama, en un estado turbio y doloroso, del que la camisa arrugada, el pantalón lleno de manchas y la barba de tres días son la manifestación exterior, del mismo modo que la expresión ausente y preocupada. Desde el despertar, la realidad lo amenaza -la realidad, ¿no?, que es otro nombre, y de los menos felices, posible para eso, y que puede ser, a causa de su opacidad obstinada, adversidad y amenaza. De tanto en tanto, esas crecidas de amenaza lo visitan y cubren, oscureciéndolas, sin excepciones, las cosas. Ayer ha estado lo más bien, en acuerdo consigo mismo y con el mundo, y aunque el día ha transcurrido sin exaltación particular, él, Tomatis, ¿no?, lo ha ido atravesando también sin divergencias, bien amoldado a su envoltura, contemporáneo estricto de sus actos e idéntico a cada uno de ellos, el despertar, el trabajo, la comida, recuerdos neutros y proyectos tranquilos, las conversaciones, un paseo por la costanera al atardecer, aprovechando el buen tiempo, y un poco de lectura a la luz de la lámpara, en su cuarto de la terraza, después de la cena -un día entero, homogéneo, de primavera, sin accidentes, con su tinte apacible de permanencia, de continuidad, de existencia inequívoca y llana, uno de esos días que, por su naturalidad lisa y repetitiva, deben haber dado origen a la noción de eternidad. A eso de medianoche, sin novedades, se ha ido a acostar y él, Tomatis, a quien de tanto en tanto, y durante semanas, el insomnio lo hace dar vueltas cada vez más desesperadas en la cama hasta que, como dicen, lo sorprende el alba, anoche, justamente anoche, se ha dormido en el acto, sin soñar nada, con un sueño tan tranquilo que a la mañana, al despertar, lo primero que ha comprobado es que la cama con él bien encastrado entre las dos sábanas está casi intacta, como si acabara de entrar en ella. Sin embargo, al mismo tiempo, inesperada, no bien abre los ojos, sin razón aparente, ya se ha instalado en él, como otras veces, indefinible y ensombrecedora, la amenaza. Desde bien temprano, las cosas naufragan en ella -o la Cosa, más bien, el universo, ¿no?, que puede ser también, y si se quiere, otra manera de llamar a eso, lo que está o acaece o en lo que se está y se acaece, o ambas cosas a la vez, como si se fuese pasando por zonas, por regiones, inerme y ciego, ente únicamente, ni individuo, ni carácter, ni persona, como dicen, problemático, y mortal sobre todo, chapoteando en lo empírico hasta que sobreviene, inconcebible, el apagón. Naufragan. Y Tomatis, incierto, indeciso, espera, durante el día plagado de peligro, recibir un golpe desde no sabe bien dónde, ni desde luego, por qué, la mente un poco sucia, como un vidrio semienterrado, recubierto, podría decirse, de ceniza reseca y, si se quiere, lleno de burbujas y de nudos que le son constitutivos y deforman la visión. Ahí está ahora, chupando, ansioso, con demasiada frecuencia, el cigarrillo, mordiéndose distraído el labio superior, ajeno al tumulto soleado de la calle principal que va adensándose hacia el Sur. Desde la vereda de enfrente, a medida que se acercan, Leto y el Matemático sienten la misma euforia tenue que produce siempre el encuentro inesperado con alguien cuya compañía resulta placentera, observando la actitud agobiada de Tomatis, los hombros redondos, la inmovilidad contraída que de tanto en tanto perturban movimientos del brazo o de la cabeza torpes y como mal, como se dice, coordinados. Al llegar a la altura de Tomatis, se detienen en el borde de la vereda, llamándolo por entre los autos, y deben silbar, chistar, gritarle dos o tres veces, antes de sacarlo de su distracción, pero cuando por fin los oye, y los descubre gritando y gesticulando en la vereda de enfrente, después de haberlos buscado con una mirada turbia y extrañada en varios puntos diferentes de la calle, una risa amplia, sin la menor duda postiza, en la que persisten todavía vestigios de ansiedad, aparece en su cara sombría. Tomatis se acerca a su vez al cordón de la vereda, y, riéndose y sacudiendo la cabeza, grita algo incomprensible en dirección al Matemático.

– ¿Eh? -dice el Matemático, inclinándose un poco hacia la vereda de enfrente para oír mejor, y cuando Tomatis vuelve a dirigirse a él, alzando un poco más la voz, el ruido de una motoneta que acelera entre las dos filas de autos tapa otra vez sus palabras. El Matemático hace muecas exageradas, tratando de escuchar, sacude varias veces la cabeza sin dejar de reírse, para mostrar su contrariedad, y después, haciendo un ademán repetido con el que le indica a Tomatis que no se precipite, baja a la calle y, sorteando con rapidez, y a los saltitos, los autos que pasan lentos, empieza a cruzar. Más prudente, Leto, del que el Matemático parece haberse olvidado por completo, se resigna a seguirlo, pensando, mientras llega junto a ellos, en la vereda de enfrente, con un par de metros de retraso, maravillado por el contraste que presentan, en su aspecto exterior, Tomatis y el Matemático: "Por el modo de vestirse, cada uno hace de su cuerpo una ficción".

Ahí están, en efecto, abrazándose, en la vereda, dándose palmadas en los hombros, en la espalda, en los brazos: el Matemático, todo vestido de blanco, incluso los, etc., etc., ¿no?, como decía, y Tomatis, el pelo oscuro y revuelto, la barba de tres días, la camisa y el pantalón que hubiese debido cambiarse esta mañana, después de afeitarse y darse una buena ducha tibia, si la amenaza, ocupando el lugar del Todo -que podría ser otro nombre, ¿no?- no le hubiese arrebatado a cada uno de sus actos, incluso los más banales, necesidad, gusto y sentido: "Si de todos modos voy a… y el universo entero tarde o temprano también va a… para qué diablos darse una ducha y cambiarse el pantalón", piensa, con estremecimientos minúsculos y depresivos, más que con imágenes claras o palabras, abandonándose, entre uñas negras y pies mal lavados, a una descomposición anticipada. Separándose del Matemático, Tomatis le lanza a Leto una mirada severa y chistosa al mismo tiempo.

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