Juan Saer - Glosa
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El Matemático ya le ha oído contar la historia a Botón, el sábado anterior, en el banco de popa, y aun viniendo de fuente tan sospechosa, su versión le ha parecido más verosímil, o en todo caso más elegante que la de Tomatis: según Botón, como decíamos, o decía. mejor, hace un momento, un servidor, según Botón, decía, ¿no?, Gabriel Giménez, en efecto, llegó en taxi a eso de las cuatro de la mañana, excitado sin duda a causa de sus papelitos de cocaína, y según Botón según el propio Giménez, después de tres noches consecutivas de no haberse acostado -algo frecuente en el caso de Giménez, en el caso de Botón y, sobre todo, en el caso de Tomatis y, en el caso de Tomatis, no pocas veces en compañía del propio Giménez, con quien son inseparables- de modo que, piensa el Matemático, Tomatis debería observar algunas reglas elementales, por ejemplo abstenerse de juzgar en los demás lo que cuando se trata de sí mismo suele considerar con tanta benevolencia. Y, según Botón, Giménez no sólo no había perturbado la fiesta a causa de su estado, sino que habría agregado, con su delicadeza innata y su amor sincero por Washington que, en tiempos normales, Tomatis sería el primero en reconocer, una pizca de sal a los acontecimientos: para estar con Botón, Gabriel se acercó a Washington y, haciendo una serie de reverencias lentas y gentiles, en la que todos los presentes podían reconocer una gracia superior, le presentó, con un gesto semejante al del ofertorio de la eucaristía, el papelito de cocaína, especie de hostia oblonga muy apreciada que Washington, halagado por la distinción que suponía el ofrecimiento, con una sonrisa cortés y una caricia rápida en la mejilla de Giménez, rechazó argumentando no comulgar con la secta pero declarándose al mismo tiempo partidario de la tolerancia religiosa.
– Sí -dice el Matemático-. Botón me contó.
Tomatis no parece escucharlo. Están llegando a la esquina: un atolladero de autos y de colectivos que se interceptan unos a otros trata de fluir en el cruce, a causa de que en la esquina la calle se vuelve exclusivamente peatonal, de modo que los autos que vienen desde el Norte se ven obligados a doblar por la transversal, para evitar las barreras que impiden seguir adelante, y los que vienen por la transversal únicamente pueden seguir derecho o doblar hacia el Norte. De tanto en tanto alguna bocina connota, mediante la producción artificial de, como las llaman, ondas sonoras convencionales, la impaciencia y, podría decirse, la excitación nerviosa de los conductores, lo que, sumado al pito perentorio pero inconsecuente de un agente de tránsito que revolea los brazos sobre una tarima, y al rumor general de la ciudad sobre el que resaltan los ruidos más cercanos y diferenciados, agrega algunas variables imprevistas al esquema ideal de intersecciones periódicas concebido por Hipodamos. Leto, Tomatis y el Matemático se dispersan, adoptando estrategias separadas para cruzar, mediante tanteos, desvíos, avances y retrocesos, por entre los vehículos inmovilizados, y cuando llegan al otro lado, casi en el mismo momento, retoman la posición inicial, de mayor a menor, y siguen caminando juntos, esta vez por el medio de la calle, desembarazada, por varias cuadras y durante algunas horas, de toda clase de vehículos -Tomatis en el medio, refractario al silencio circunspecto de los que lo acompañan, a la reticencia un poco desolada que genera, hosco y desprevenido, su relato, y que, enceguecido por la compulsión amarga de la amenaza, no se abstiene de continuar: no, la verdad, no fue una buena idea haber invitado a toda esa gente, a todos ésos, varios de los cuales, por otra parte, no tenían ningún derecho a estar presentes; debió haberse hecho algo más íntimo, con los verdaderos amigos, los que, cuando Washington se da vuelta, no tienen la costumbre de clavarle la puñalada por la espalda: Pirulo, por ejemplo, que se cree con derecho a mirarlo desde arriba porque Washington no comparte su culto supersticioso por los criterios cuantitativos en sociología, o el Centauro Cuello, que ahora pretende ser uno de sus íntimos, pero que cuando en el cuarenta y nueve los peronistas, para neutralizarlo políticamente a Washington que pedía todo el poder para el pueblo, lo habían hecho encerrar en el manicomio, él, que estaba entre los dirigentes de la juventud, se había lavado las manos; y todavía él, Tomatis, ¿no?, no está seguro de que Cuello no haya estado metido hasta el ídem en la maquinación. Lo mismo podría decirse de Dib, que, cuando fue dirigente del Centro de Estudiantes de Filosofía en Rosario, se las ingenió, con pretextos políticos, para boicotear una conferencia que los Cohen le habían obtenido a Washington con el fin de mitigar su miseria, porque hacía un año que no le pagaban la pensión -y de la vocación y del rigor filosófico de Dib puede poseerse, dice Tomatis, una prueba palpable cuando no se ignora que Dib, en cuya boca la palabra idealista es el peor de los insultos, apenas dispuso de capitales que le dejó su padre al morir, abandonó los estudios y se volvió a la ciudad para instalar un autoservicio, no sin dejar de calcular, él que se dice marxista, que la ventaja principal de un autoservicio es que puede funcionar, como las estancias de la oligarquía, con muy poco personal. De todos modos, dice Tomatis, haber sido dirigente del Centro de Estudiantes, ya es una prueba suficiente de su vocación de negrero, porque entre las costumbres de esos señores figura en primer lugar mandar al frente a la tropa durante las manifestaciones y reservarse para ellos los puestos de la jerarquía. No, a decir verdad, había varios que estaban de más esa noche. Y varios que no estaban y que deberían haber estado.
Leto le echa una mirada discreta, de reojo, para ver si la última frase ha querido reparar la falta de no haberlo invitado, pero el perfil pálido de Tomatis no se modifica cuando lo roza su mirada; y, del otro lado, el Matemático, a quien también la frase acaba de llamar la atención, dictamina, en su fuero interno que, casi seguro, esa frase está dirigida a sus oyentes, no porque la ausencia de sus oyentes en la fiesta de cumpleaños le parezca una injusticia capital, sino porque, para mitigar un poco la malevolencia de su discurso, Tomatis estimula sin proponérselo de un modo deliberado la vanidad de sus oyentes para equilibrar la negrura de sus descripciones. La pausa de Tomatis le parece una confirmación, de modo que discreto pero no menos perentorio, aprovechando la cesura, se atreve a sugerir: ¿no está exagerando un poco? Está bien que la versión de Botón no es muy de fiar, sobre todo cuando pretende, en vez de atenerse con circunspección a los hechos, aderezarlos con sus propias interpretaciones, pero por lo que él -el Matemático, ¿no?- sabe de la gente que estuvo presente, le parece que, después de todo, la versión de Botón, dejando de lado algunas fantasías, no debe andar muy lejos de la verdad. Y por último, las caracterizaciones psicológicas de Tomatis -aquí el Matemático trata sin resultado de cruzar una mirada rápida de complicidad con Leto por encima de la cabeza de Tomatis-. si bien no son injustas o incorrectas en ciertos casos, le parecen más bien secundarias: ¿así que Botón se mama? ¡Chocolate por la noticia! ¿Que las concepciones de Pirulo son de lo más limitadas y que Cohen siempre la embarra con su psicologismo rudimentario? Ya se habían puesto de acuerdo sobre eso veinte veces. No; por lo que a él le ha dicho Botón, el interés de la fiesta no está en todas esas banalidades, sino en la discusión sobre el caballo de Noca y los tres mosquitos de Washington. Al terminar su tirada, el Matemático se pone la pipa vacía en la boca y, sin siquiera mirar a Tomatis, dispuesto a no hacer más concesiones, se queda esperando una respuesta.
– El caballo de Noca, el caballo de Noca, los tres mosquitos… ¡Ah, sí! Ya me acuerdo -concede poquito a poco Tomatis, simulando tener que hurgar con mucho esfuerzo en su memoria para actualizar esos detalles insignificantes. Y agrega, exagerando su escepticismo: Sí, sí. Podría ser.
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