Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Por favor no me creas. Traducción instantánea: No me desampares. Una vez convencido de su papel en la historia, Pig había hecho suyos los trucos más arteros del oficio publicitario. Compró libros, los leyó varias veces, estableció los paralelos necesarios para mirarla a ella como consumidor, y a si mismo como producto. ¿Qué es lo que hace un producto para llegar hasta el consumidor, y más: para hechizarlo? Decirle tersamente lo que quiere oír, recordar las ventajas, callar las desventajas, maquillar asperezas, resolver cada entuerto con una afirmación en apariencia contundente.

.- ¿Hello? -respondió cierta noche Violetta, en medio de un silencio que hizo titubear a Pig, no del todo seguro de llamar a ese número, donde seguramente no sería bienvenido.

.-Tac, tac, tac -declaró desde lejos su Diablo Guardián.

.-Yes, ¿My Hero? -disparó ella de vuelta, lista para jugar

.-Tac, tac -desmintió el Diablo de la Guarda, telegrafista debutante, con el dedo temblando sobre la bocina.

.- ¿Vas a decirme que eres un pinche mudo? --quiso desesperarse Violetta, y Pig interpretó la respuesta en castellano como un pequeño triunfo de su ingenio.

.-Tac -confirmó la uña del índice derecho. -O sea que si… -sonrió Violetta, entre contenta, resignada y curiosa.

.-Tac -confesó victorioso el Diablo Guardián, y colgó de inmediato el teléfono público, lleno de la satisfacción culposa de quien cumple un deber irremediable. ¿Desarripararla? Nunca. Ni de noche, ni de día.

Esta vida es un Gulag

No podía ir más lejos, ni llegar más abajo. Tenía que regresarme. Pero primero había que encontrar a Richie Ranch, y sí era necesario ponerme de rodillas y rogarle por lo que más quisiera que me dejara estar en su casa de Cuernavaca. Iba en el taxi llore y llore, pensando: Juro que si me dice que sea su sirvienta, yo le digo que sí. Juro que no me vuelvo a meter cois. Juro que no me vuelvo a tirar a un judicial. Juro que no regreso nunca más con Tía Montse. Pero ni con el juradero dejaba de chillar. Hasta que ya pasado el mediodía dimos con Ríchie Ranch. ¿Sabes de qué venía? De jugar golf ¿Sabes dónde? En el Club de Golf México. Le empecé a preguntar como loca: ¿Viste alguna ambulancia? ¿No? ¿Patrullas tampoco? Porque la casa estaba cerca de la entrada, si él venía de ahí tenía que haber visto algo. Digo, él no había salido hecho bolita en el asiento de atrás. Pero cero, y aparte ya podrás imaginarte la paranoia que agarró este güey cuando me dio por preguntarle esas cosas. Total que por lo pronto pagó el taxi, que era una buena lana porque llevábamos cuatro horas de dar vueltas, luego de que me levantó hasta el fondo de la puta colonia, metida entre unos árboles y sin saber qué hacer. No sé si Richie Ranch no me invitó a pasar a su casita por la facha que traía, o por la gritadera que estaba pegando, pero al final lo más sensato era que me llevara volando a mi casa. No me importaba si teníamos que tirar la puerta, yo iba a sacar mis cosas y a desaparecerme de este mundo.

Richie Ranch tenía un nombre francés, o no sé si italiano, pero yo le decía Richie Ranch porque era como un aristócrata de pueblo. Tenía modalitos de niño nice y le gustaba criticarme así: con la palabra ranch. Cada vez que me ponía guarra, 0 que fumaba demasiada mois, se me quedaba viendo y me decía: Ranch. Mamón, ajá. Un bon vivant con más Pedigree que presupuesto. Otro que no sabía nada de mi vida. Aunque tampoco era tan complicado descubrir que yo no era lo que decía que era. No sabía comer unos ostiones, ¿tú crees que iba a creerme que era hija de un diplomático?

Nunca se tragó nada, por supuesto. Hasta que me agarró en la sala de mi departamento y dijo: Ok, te llevo, baby. Te escondo en mi casita un mes, sí quieres, nomás dime de qué te estás fugando. Y yo no le podía contestar, porque de un lado me moría del nervio, y del otro tenía que volver a contarle mi vida, porque todo lo que sabía era puro pinche cuento. O sea que le dije: ¿Sabes qué? Vámonos y te juro que te cuento en el camino.

Traíamos una Suburban de su tía. Richie Ranch para eso se pintaba, conseguía recursos anyway, anyplace, anytime. Rompió un vidrio de la cocina y se metió, llenó la camioneta con mi ropa y mis cosas en menos de una hora, inventó un plan buenísimo para recuperar el Intrepid y qué te cuento: esa noche ya estábamos en Cuernavaca, con mi coche. ¿Sabes cómo salvamos el Intrepid? Primero fuimos a dejar mis cosas en la camioneta. Volvimos al DF ya en la tarde y me dejó en un cafecito rascuachón, en el centro de Tlalpan. Se llevó la factura y un papel que le firmé donde decía que yo se lo había vendido. Pero ni falta. Llegó, se subió al coche, lo arrancó y adiós. Seguro nadie supo que era mío. No me había ni acabado el capuchino cuando ya había vuelto con el coche. Entonces que me dice: Te propongo un deal, yo te dejo mi casa y tú me dejas tu coche, por el tiempo que quieras. Yo estaba como estúpida, como que reaccionaba, pero a medias. Le decía si a todo, pero igual no podía pensar en nada. O más bien era que nomás pensaba: Por mi culpa mataron al Comandante Pito Corto. No te rías, pendejo, esto es horrible. Y ahí traía la cinta, pero era lo pinche último que yo iba a ver. No me importaba si se veía o no la cara del matón. Según mis cálculos tenía que salir, yo sentía su voz cerquita de nosotros, y el cuarto era muy grande. Pensaba eso, pero decía: Ni madres, no me da la gana verla. ¿Cómo iba a querer verla, carajo? Quería quemarla, antes de que la puta cinta me quemara a mí. Pero tenía que hacerlo bien, cuando estuviera sola, y no sé cuántos días pasaron que traía a Richie Ranch pegado como enfermero. Buen chico, a fin de cuentas. Supongo que pensaba que me iba a suicidar. O que le iba a vaciar la casa. Que igual era posible, ya ves cómo es una. Porque ya a esas alturas yo le había contado todo.

O bueno, casi todo. Sabía de Tía Montse, de Hans y Fritz, de mi familia naca, de mis raterías y de mis mariditos en New York. En versión soft, ofcourse. O sea que del Nefas ni una puta palabra: yo hasta esa vez no había conocido a un hombre violento. Hasta la vez de los balazos, I mean. Si mi amiguito Richie Ranch iba a tener que verme como puta, mínimo que me viera como Súper Calt Girl. Que puede ser lo mismo, pero es muy diferente. Según creía Richie, yo en New York trabajé con una agencia súper nice. Y eso sólo porque venía huyendo de unos padres monstruosos que se robaban las limosnas de la Cruz Roja. Richie Ranch me llevó a su casa cuando yo ya le había contado que era una ratera. Que había estado en un asesinato. Que me dejaba que los judiciales me cogieran. Entonces yo pensaba: Que haga lo que quiera. Que vendiera mi coche y se gastara el dinero, si quería. Pero que me dejara estar ahí, encerrada. No sé cómo explicarlo, pero hasta en Cuernavaca, pacheca, en la alberquita, con un bloody en la mano, yo estaba segurísima que iban a intentar joderme.

No te hablo de tres noches. Fueron casi seis meses sin salir a la calle, sin ver coches, pensando el día entero que me iban a acusar de asesinato, imaginándome mi foto en los periódicos: Confesó la homicida de la vida galante. Fue por eso que luego no quemé la cinta. Un día agarré la cámara y la estrellé quién sabe cuántas veces en el piso, sólo que antes ya había guardado el cassette. No tenía dónde verlo, pero si me metían en el ajo, iba a poder probar que era inocente. Puta, pero inocente. Algo es algo, ¿verdad? Nomás que yo en el fondo me seguía sintiendo culpable. No me había propuesto matar a nadie, pero de todos modos la cárcel está llena de güeyes que tampoco se propusieron irse a vivir allí. Yo nunca dije: Me propongo ser putita. Fui emputeciendo así, sin darme cuenta. Y al mismo tiempo dándome pequeños chances. Perdonándome cosas, you know. Lo único que me tranquilizó fue saber que el muertito había aparecido en otra parte.

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