Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Cuando por fin salí del pastelito, nomás les vi las jetas y pensé: No me chingues, Víoletta, estos maxitlahuícas son todos tuyos. Hazte cuenta los tíos del jardinerito. O por lo menos hacían los mismos ojitos que él. ¿Has besado a una naca? Se supone que besan con muchísimas ganas, ya sabrás: sedientas y babeantes. Pues tal cual me miraban los comandantes. No sé si todos eran, pero así se gritaban: Salud, mí comandante. Y había uno más viejo, al que todos le decían Señor. Eran ocho en total, yo me iba a ir con el dizque Señor. Igual era un cerdazo, pero no me dio miedo. Sobre todo desde que me empezó a llamar Mija. Ponle que luego Hijita, y ya después Mamita, pero en plan tranquilo. Buena bestia, el viejito.

Habían pedido que saliera toda encuerada, y yo dije: Ni madres. Qué tal que me agarraban entre todos. Había veces que entraba en confianza con dos tres amiguitos y acababa encuerada en media fiesta, pero nunca salí así del pastel. Ya después, cuando pasas la frontera de los extrabucks, como que no te van mucho los moños. Digo, el cuento de la hija de familia se te cae desde la primera propina. Pero de ahí a invitarlos a faltarme al respeto desde el mero instante en que me conocen, nada. Salí en ropa interior, que podrá parecerte lo mismo pero es bien diferente. Desnudarse completa es aceptarlo todo, decir: Soy una puta, ven a manosearme. Too much for me, querido. En cambio así, en calzones y brasier, todavía puedes voltearle un soplamocos al primer tlahuica que meta las pezuñas.

Era una casa de esas que fueron muy modernas hace chingo mil años, con la alfombra morada en la pared y una alberca redonda a media sala. En la mesa había muchísimas botellas y un salero que parecía azucarera, hasta arriba de caspa de Don Sata. Puta madre, pensé, imagínate la calidad de coca que estarán manejando estos mierditas. Y qué quieres, se me hizo agua el cerebro. Pero ni falta que hizo. No había ni acabado de sentarme con el ruco cuando me puso la cuchara abajo de la nariz. Pruébale, Mija, pa que también te pongas. Muy cariñoso, el güey, como si de verdad estuviera con su hija. Yo pensaba: ¿A cuántos se habrá echado este venerable anciano? Pero me valió madre porque la cois estaba exquisita. De eso que jalas y no te das ni cuenta cuando te entra el talquito. Tampoco tienes claro a qué hora subes. Te sientes muy feliz, pero es como si siempre hubieras estado así. Como si toda tu apestosa vida fuera así. Cuando menos pensé, ya decía: ¡Qué tipazos! Era la más alegre, la más gritona, la más todo. Imagínate qué tan mal me había puesto, que ya hasta los estaba viendo guapos. Cada vez que trataban de hacerme un cariñito, yo les decía: Va, pero antes dime Mi Comandante.

Después me llevé al ruco a una recámara, lo atendí media hora y se quedó jetón, con todo y coca. Yo pensé: Es el Señor, me tengo que quedar con él. Pero en vez de hacer eso y esperarme a la propina, si es que había propina, decidí hacer trampita. Fui al baño, llené una taza de agua y la eché encima de la almohada. ¿De qué me iba a servir quedarme sola con los restos del pinche Señor? Me puse una batita de niña que encontré en el clóset, salí a la sala y les aventé el cuento de que el Señor estaba sudando frío, haciéndome un poquito la asustada. Dos comandantes se pararon, fueron y lo sacaron cargando. Luego el chofer se lo llevo, pero entonces yo estaba de nuevo periqueándome. La bata me quedaba muy chiquita, se me veía todo en cuanto me sentaba, o sea que en un ratito mejor me la quité. Había agarrado un ondón, andaba tan arriba que pensaba: No hay nada más poderoso que una mujer desnuda entre los hombres. No sé ni qué hora era, pero ya había pasado la medianoche. Dos de ellos me llevaron al cuarto un ratito, con el correspondiente propinón. Y al final sólo quedaban cuatro. Querían que me metiera con ellos a cambio de coca, pero yo estaba necia con que me dieran cash. Y ahí fue cuando saqué el truquito de la rifa, que luego por pendeja convertí en concurso. Les dije: Ustedes nomás júntenme quinientos dólares y yo me voy con el que gane, de aquí hasta que amanezca.

Cuando le daba por comprarnos algún regalito, mi papá lo rifaba entre los tres: cortaba una varita en tres pedazos y me dejaba a mí escoger primero. Pero nunca ganaba, siempre había uno de mis hermanitos que sacaba una vara más grande que la mía. Cuando los policías me enseñaron la lana, cogí el agitador del whisky y lo partí discretamente en cuatro, pero en ese momento se me metió el chamuco. Tiré los pedacitos y de plano les dije: ¿Saben qué? Me voy a ir con quien tenga la vara más larga. El tipo de guarradas que una suelta cuando cree que controla toda la acción. Luego ya te imaginas: hice trampa de nuevo y me fui con el de la vara más cortita. Que era una estupidez, porque ve tú a saber si no se conocían encuerados, ¿ajá? Pero igual yo seguía bien arriba. No podía darme cuenta en la que me iba metiendo, estaba convencida que era la Comandante Schmildt. Quería demostrarme que yo sola tenía más vara que todos ellos juntos con su coca y sus fuscas y sus whiskies. Quería meterlos en mi juego y no me daba cuenta que ya me habían refundido en el suyo. Hay hombres que no pueden estar cinco minutos sin demostrarte que son muy chingones, y eso yo lo sabía perfectamente. Pero con esa calidad quién iba a saber nada: nunca había probado una cois así de suavecita, carajo. Una sólo se pone realmente hasta la madre cuando no se da cuenta que está hasta la madre. ¿Qué te pasa? ¡Estoy bien! ¡Dame más de esa mierda! Puta madre, qué horror: ésa era yo. La Comandante En Cueros. La mujer de negocios con las narices blancas. La estúpida jugando a Mistress Monstress.

Nunca supe de quién era la casa. Hasta esa hora me había bastado con ver que había por lo menos tres recámaras, todas con televisión. Yo siempre me fijaba en la televisión, por si luego querían jugar al cinito. Tampoco supe cómo se llamaba el que ganó el concurso. Creo que me lo dijo, pero acuérdate que yo no llamaba a los güeyes por su nombre. Por más que hago no puedo recordar ni cuánto me ofreció por conectar la cámara a la tele. Según yo fue una cortesía de la casa, pero igual creo que le saqué algo. Coca, dinero, no sé. Debo haberme tardado unos dos minutos en conectar la cámara y acomodarla arriba de la tele. Luego échale otros tres minutos máximo en lo que nos subimos a la cama y empezamos el circo. Perdona los detalles, ya sé que te dan ganas de acuchillarme, pero igual tengo que decirte cómo estábamos. Él encima de mí, Yo mirándolo de frente y con las pantorrillas en sus hombros, sin poder ni moverme. Lo único que recuerdo bien clarito es lo que oí después: Aquí-nadie-tiene-más-vara-que-Yo- Y Pum, pum, pum. No sé ni a qué hora abrió la puerta el otro, no lo oí entrar. De repente gritó y aventó los balazos. Y se fue.

Se salió, como si nada. No sé ni qué sentí. Al principio creí que estaba muerta. No podía hablar, tenía la cabeza ocupada revisándome, cuando empecé a sentir que apenas respiraba. Jalaba aire con mucho trabajo. Decía: Dios mío, tengo una bala en el pulmón. Luego pensaba: No la chingues, Violetta, son tus nervios, lo que pasa es que estás pinche aterrada. Pero seguía viva: todavía podía desangrarme y morirme, o igual nos daban el tiro de gracia. Por eso tenía miedo, pero un miedo espantosísimo, de esos que no te dejan ni moverte. Una cosa que nunca había sentido, ni volví a sentir. Me seguía faltando el maldito aire, y a lo mejor por eso comencé a moverme, porque mi cuerpo ya se había dado cuenta de todo. Cuando logré poner las piernas sobre la cama, sentí que el aire me faltaba todavía más, y hasta entonces pensé: Ay, güey, estoy cargando a un muerto. Tenía la cara, el pelo, las manos empapadas de su sangre, pero lo que ya no aguantaba era el peso del cuerpo. Fuera de eso, no me dolía nada.

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