Ya me estoy azotando, ¿no te digo? Supongo que todo esto te lo estoy diciendo para que no me juzgues por hacer lo que hice. Es una confesión, ¿ajá? No sé ni para qué me justifico, pero es que ya no estoy contándote la historia antigua. Esto me pasó en México, en el noventaicinco, y cada que lo pienso y te lo cuento me dan ganas de preguntarme dónde estabas o qué hacías mientras yo iba volando en una pinche escoba hacia el Infierno. Me gustaría decir que me llevaron a la fuerza, que no sabía lo que estaba haciendo, pero no tiene caso que te invente cuentos chinos ahora que ya te dije tantas cosas. Todo lo hice yo sola, fui a donde quise ir y al final me estrellé donde me tenía que estrellar. ¿Al final, dije? Lo peor es que tampoco fue el final. Yo soy de las que no entienden por la buena, y menos por la mala. Yo entiendo solamente lo que me conviene, que si lo ves con calma es lo que menos me conviene. Por eso fui corriendo cuando llamó Tía Montse.
Veintisiete de enero, viernes. ¿Qué hacías en la noche de ese día? ¿Estabas en tu cama, en una fiesta, dónde? ¿Dónde carajo estabas entre el viernes y el sábado? ¿Dónde chingada madre estaban todos? Nunca en mi vida me sentí más sola, más lejos de mí misma. Más cerca de morirme, pues. Pero igual si esa noche no me hubiera pasado lo que me pasó, no estaría contándote nada de esto. Tú, que siempre llevabas la cuenta de los días que pasábamos, ¿sabes en qué momento me empecé a acercar a ti? Apunta: veintisiete de enero. Casi dos años antes de conocerte.
¿Qué te cuento? Me gustaba jugar a la empresaria. Me explotaba a mi misma de todas las maneras que se me ocurrían. Por ejemplo, la cámara. Una vez llegó un viejo y me dijo: Déjame filmarte. O sea, filmarnos. En acción, ya sabrás. Y lo mandé al carajo, por supuesto. Pero él terco. Te doy tanto. Te doy el doble… el triple. Hasta que dije: Ok, dame el triple y la cámara. Y así empezó la onda de las peliculitas. Traía la cámara en mi bolsa, y hacía como en las hamburguesas, que te dicen: Dos pesos más y le doy papas grandes, cuatro y también se lleva el refresco gigante. Y había muchos que decían: Va. Entonces yo sacaba mi aparato, lo conectaba a la televisión y me llevaba a la camita el control remoto. Y bueno, zoom, zoom, zoom. Y si querían quedarse con la cinta era otra lana, ¿ajá? Me estaba suicidando, ya lo sé, pero en ese momento no lo veía. No quería darme cuenta. Yo decía: Ni modo que un cabrón forrado de billete vaya y haga mil copias y se ponga a venderlas. Además, los tipos casi siempre eran asquerosos. ¿Quién iba a querer verlos encuerados? Había unos que de plano decían: Bórrala, o la borraban ellos mismos. Pero otros daban lo que fuera por llevarse el cassette. O bueno, daban lo que yo pedía. Ni siquiera me acuerdo cuánto, pero poco no era, y en eso sí no me bajaba ni un centavo. Los hombres son capaces de tremendas porquerías cuando les rascas en el lado oscuro. Cosas que no se atreven ni a pedir, pero que si se las ofreces luego les entra la generosidad. Toma esto, ten aquello, es tanto para ti. Había noches en que regresaba a mi departamento y calculaba: dos meses, hasta tres de lo que según yo ganaba mi papá. Dirás: Qué asco de pinche vieja, pero igual yo no estaba tras jodiendo a nadie. I wasnt fucking with the Red Cross, you know. No era dinero así que digas limpio, pero bien que podía estar más puerco. Me veía en la tele haciendo circo y sentía que no era yo. No podía ser yo, ¿ajá? Yo era la que iba a misa los domingos, y ni siquiera eso. Yo tenía mis amiguitos en Tecamachalco: ésa era mi inocencia, y tenía que pinche protegerla. Por eso lo demás lo hacía como zombie. Con los ojos a medio abrir, pero perdidos, como el cadáver que hace rato te conté. Igual me daba morbo, a veces. Era una calentura de lo más cochina, pero no porque me excitaran esos circos. Lo que de pronto me ponía súper horny era darle de vueltas en el coco a lo que estaba haciendo. Pensar: Soy una puta de campeonato. Soy una Porno Star. Soy la puta vergüenza de mi puta familia. O sea ya lo peor, lo más bajito, la peste de la peste. Pensaba en las familias de mis papás, en las hijas de sus amigos, en las que habían sido mis compañeras de escuela, y ninguna me parecía peor que yo. Entonces me soltaba diciendo cosas puerquísimas, como si fuera una carrera y yo quisiera asegurarme de seguir siendo la peor.
O sea la Number One, de atrás para adelante. Y eso si me excitaba. A veces había tipos que me daban miedo, pero pensaba: Más miedo tendría que tener él. Quería ser un monstruo. Llegar más lejos, siempre. Luego, cuando salía, venía en el Intrepid contando los coches más caros y más baratos que el mío. Nueve de cada diez eran más chafas y yo decía: Bingo.
No sé si era una naca o una niña estúpida. Las dos cosas, yo creo. Cuando estaba por fin sola en mi cama, bañadita, rodeada de mis quince osos de peluche, me veía en el espejo hasta que comprobaba que el monstruo ya se había vuelto otra vez Violetta. Agarraba el dinero, lo contaba quién sabe cuántas veces, y era como si todo lo que había hecho se borrara, hasta que me quedaba dormida. Y claro, al día siguiente me despertaba como nueva. Me fumaba un gallito y regresaba a DisneyWorld. Ositos, amiguitos, boliche. Dios mío, qué descanso.
Claro que luego dejas de chambearle por un mes y pierdes condición. Por un lado, te pesa más hacerlo. Por el otro ya no te acuerdas de lo mal que te sientes cuando ya lo hiciste. O sea que era más difícil, pero también más fácil. Aunque eso no era todo, también estaba el mal presentimiento. La señal, ¿ajá? Todavía antes de salir de mi casa pensé: ¿Y si no voy? Tía Montse no perdonaba esas cosas. Podía hasta quitarme el depto, y entonces sí ni modo de no aceptar la invitación de Richie Ranch. Pensé: No voy a refundirme en pinche Cuernavaca, y agarré mi maleta con las cosas: la cámara, la ropa, todo el kit. Viernes veintisiete de enero del noventaicinco: me tocaba salir del pastel.
Pero no era cumpleaños, ni despedida de soltero. Nunca supe muy bien para qué era la fiesta, pero estaba lejísimos de mis rumbos. Club de Golf México, casi por la salida a Cuernavaca. Me acuerdo de eso porque vi el letrero y hasta me hizo pensar ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué tengo que ir yo de puta a esa colonia? ¿Por qué no le hablo a Richie Y nos vamos ahorita mismo a Cuernavaca? Eran como las cuatro de la tarde, todavía alcanzaba a contratar una mudanza y vaciar mi departamento. No sé, pero tenía muchísimos deseos de dejar a la vieja colgada con la chamba. A ver, que se metiera ella dentro del pastel. Imaginate al festejado vomitando la cena, nomás de puro oler el tocino rancio. La vieja me había dicho que eran Altos Ejecutivos de no se donde, pero nomás de oír de la mierda que hablaban, dije: No pinche mames.-policía. Yo estaba en la cocina, con dos de los gatitos de Tía Montse. Se vestían de meseros, pero eran los que echaban a andar el pastel. Luego lo recogían y se iban en la camioneta. Y yo bien, gracias, sola con no sé cuántos cuadrúpedos sarnosos. Desde que vi a los pinches Altos Ejecutivos me dieron ganas de irme a La Chingada right away, pero para salir de la cocina tenías que pasar a huevo por la sala, y ya estaban los monigotes ahí, coqueándose y empedándose y pegándose de gritos. Tons qué, mi comandante, no me diga que también va a ocupar vieja. Yo decía: Pobre Violetta, quién sabe a qué gatazos te vas a tirar. Me cagaba de miedo, ¿ajá? Siempre había tratado de esquivar a esa tribu, son los típicos que te dicen marranadas al oído y te jalan el pelo y te dan de madrazos. Ya me habían tocado algunos, pero igual los había apaciguado. Humillándome, ofcourse, y eso era lo que yo ya no quería hacer. Hasta pensé: ¿Y si digo que tengo que ir por algo al coche? Me asomé a la ventana y shít.- mi coche estaba bloqueadísimo por la maldita camioneta del pastel. No podía largarme, y ya casi era hora de meterme en el cake. Todavía podía hacerme la enferma, no sé, la desmayada, pero si me aguantaba iba a armar una lana. Que al final fue lo que me dio valor. Dije: Voy a darlos sin un pinche peso.
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