Tenía como doce años cuando vi al primer muerto. Había llovido gruesísimo, un tormentón de miedo, con árboles tirados y las arañas. Mis papás ni siquiera estaban en la casa y mis hermanos se habían ido a casa de mis primos. Cuando por fin paró de granizar, me subí a la azotea y vi que el arroyito que pasaba por detrás de la casa se había convertido en río. Flotaban sillas, puertas, mesas rotas, de todo. Y un ratito después oí sirenas de ambulancia. Luego salí a la calle y había no sé cuántos vecinos metiches, viendo cómo los rescatistas sacaban a un ahogado y lo acostaban en el pavimento. Apenas si se le veían los ojos, pero yo me metí a mi casa segurísima de que el muerto me había mirado. Ya sabrás: vomité, me bañé, me puse la pijama, pero no me quité de encima los ojos de ese cabrón difunto. Era como si me dijera: Ven, te estamos esperando. Pero eso no era nada, yo en el noventaicuatro seguía sin saber lo que era un muerto de verdad. Porque una cosa es ver un muerto que no sabes a qué hora ni en dónde ni por qué se murió, y otra muy diferente es ver a alguien morirse. 0 todavía peor: ver que lo matan.
Creo que ya no puedo seguir con Acapulco. Supongo que son cosas que sólo las aprecias bien cuando las viviste. Champaña, playa, tugurios, desmadre. ¿Qué caso tiene que te siga contando si tú no fuiste Hans, ni Fritz, ni Violetta? Aparte no hay gran cosa que contar. Tenía amigos, eso era lo importante y ya lo sabes. Pero igual ellos no sabían nada. Me regalaban flores, me compraban cositas, me hacían el amor a toda hora, pero ni idea tenían de cómo era mi vida. Y yo ya no podía meter reversa. No tenía el presupuesto, ni el tiempo, ni la paciencia para seguirles el jueguito y mandar al carajo a Tía Montse. Tenía que volver a México y putear: ése era el único futuro del que Violetta podía estar segura. Aunque como tú dices: Segura nomás la muerte.
Enero es un lunes largo. Así decía la mamá de otro amiguito, una señora divertidísima. Aunque creo que en enero ni ella era divertida, si no para qué iba a andar diciendo eso. Regresamos a México un lunes, ya con toda la hueva de enero encima. Y entonces Hans y Fritz desaparecieron de mi vida. 0 más bien me les escondí. Estaba imbécilmente enamorada de los dos, ¿ajá? Enamorada hazme el favor. Pensé: Voy a drogarme con trabajo. Pero no había trabajo. Tía Montse decía: Yo te llamo, y cero. 0 sea que lo dicho: un mierda lunes largo. Sin fiestas, sin dinero, sin nada de nada. Por eso me le pegué a Richie Ranch: el único cristiano que me había ligado en Tecamachalco. Un cinicazo de veinticinco años que al día siguiente que nos conocimos me llevó con su mamá. La señora me preguntaba: ¿Y tú a qué te dedicas? Pero antes de que yo le contestara, levantaba la mano y decía: Cállate, no lo quiero saber. Y las dos nos tirábamos de risa. Tenía una casa alucinante, a la vuelta de Palmas. Y yo feliz, pensando: Ya la armé. Porque me estaba acostumbrando a andar por esos rumbos, al whisky y al cognac, a que me recibieran en las casas nice como si de verdad fuera hija de familia. Ríete: me la estaba creyendo. Tenía todo mi rollo agarrado de alfileres, pero igual me sentía convencidísima de que nunca se me iba a caer.
Me acuerdo de una noche: lunes, según yo dieciséis de enero del noventaicinco. Hacía días que Hans y Fritz me buscaban como locos y yo en la luna. Te juro: había una luna inmensa, perrísima, y a pesar de que enero seguía asqueroso, esa noche algo estaba pasando con el mundo. Venía pachequísima con Richie Ranch, en sentido contrario por Reforma, como a las tres de la mañana. Ya era martes, pues, pero para mí el día no cambia hasta que me duermo. Entonces imagínate: un lunes en enero, tardísimo, y de repente vemos a una pareja, con el coche apagado junto al camellón, los dos parados encima del cofre, acariciándose las manos y mirando la luna. Me quedé tiesa, viéndolos. Muerta de envidia, ¿ajá? O sea que mientras Richie Ranch y yo hacíamos pendejaditas de escuincles en mi coche, esos dos se agarraban y veían la luna. Yo habría jurado que tenían vértigo, que ni siquiera se atrevían a soltarse.
Casi no había coches, pero los que pasaban les tocaban el claxon, o les gritaban cosas. Lo más fácil era que alguno se les estrellara, porque te digo, tenían el coche parado a medio Reforma, con las luces apagadas. Pero era obvio que nadie iba a tocarlos. Estaban en el cielo, carajo, se habrían muerto sin pinche enterarse. Me acuerdo que le dije a Richie Ranch: Daría lo que fuera por estar ahí. Y ya no era ni por pacheca, porque con eso se me había bajado el pasón. Como que llevaba años sin ver claro, convenciéndome a fuerza de que mi vida era normal, y de repente estaba vomitándome de envidia porque otros tenían algo que según esto yo no quería tener. ¿Checas lo que te dije? Abrí la puerta de mí coche y zas.- me solté vomitando. Richie decía: Cool, flaquita, eso te pasa por pinche atascada, baby. Paternal, el muñeco. Pero te digo que estaba en mis cinco, no había ni bebido. Me vomité de envidia, como lo oyes. Una sabe su cuento, ¿ajá? Pero Richie tampoco era el doctor para que yo dijera: Mira, me duele aquí, entre el hígado, el corazón y el amor propio, ¿cómo no voy a pinche guacarear, si tengo putas náuseas en el alma?
Pensé: Es una señal. Tenía poquitito que había llegado de Acapulco. Extrañaba con ganas a mis judíos, pero andaba rolando con otro tipazo. No tenía que contestarle a Tía Montse, podía hacerme perdediza, cualquier invento era mejor que no hacerle maldito caso a la señal. Todavía me quedaban cuatro mil dólares, el coche ya era mío y Richie me ofrecía el chance de caerle a su casa de Cuernavaca. Sólo tenía que cuidarla y ya, ¿me entiendes? Checar que los esclavos hicieran la chamba y asolearme el día entero. No te voy a negar que el pinche Richie Ranch estuviera decidido a darme fuego, pero con todo y eso era buen tipo. Si me ponía lista podía vivir tranquilamente un rato en Cuernavaca y salirme del rollo de Tía Montse. Porque no te he contado pero ya andaba en ondas muy pesadas. Por eso había juntado tanta lana. Hasta crees que las otras sobrinitas de la vieja iban a sacar lo que yo. Putillas baratonas todas, got it? Algunas bien coatlicues, por más que Tía Montse les dijera hijas. El caso es que además de las noches de bodas, Tía Montse me había metido en el negocito del pastel, y yo con eso estaba haciendo milagros. ¡Oh, misericordiosa Chica del Pastel! Salía del pastelito y zas: me iba a ponerle número a la casa con el del cumpleaños. O con el jefe, o con el pendejito que se iba a casar al día siguiente. A veces ni siquiera me tocaba, nomás del estadazo que traía. O echaba pisa-y-corre, se metía a bañar y se largaba. Como decían mis coatlicues compañeras: Se iba más pronto de lo que se venía. Entonces yo salía y me rifaba sola entre sus amigos. Viva la libre empresa, ¿ajá? Entre varios juntaban cuatro, cinco mil pesos, y hacían el sorteo. Y todo eso era lo que yo no quería pensar cuando veía a la pareja mirando a la luna.
Nunca dejé que Hans y Fritz supieran dónde vivía. Tenían mi teléfono y dejaban recaditos, pero la muy perra de mi no se reportaba nunca. En cambio Richie Ranch entraba como por su casa. Un tipo de lo más escurridizo. Y tramposo, también. Era distinto a no sé cuántos idiotas de Lomas, a lo mejor porque ni coche le habían dado, pero además tenía una virtud muy conveniente: no ponía un pie en la iglesia. Porque bueno, por más que yo quisiera dejar a Tía Montse, tampoco se trataba de quebrar el negocio. De repente pensaba en mis papás y decía: Carajo, tengo que pagarles. Pero luego cambiaba de opinión, porque al final era dinero que ellos se habían robado. Finalmente, si de verdad quería hacer justicia, tenía que devolverle esa lana a la Cruz Roja. Y digo, ésos si que se jodieran, tampoco iba a ser yo Santa Pinche Violetta. ¿Sabes lo que sucede cuando a una se le ocurren tantas cosas y no sabe ni por cuál decidirse? Claro: terminas eligiendo la más chafa. La que te va a joder seguro. Al final ya no quise mudarme a Cuernavaca, porque pensé: Yo no soy veladora, ni gata, qué te crees. Y tampoco quería hablarle a Hans, ni a Fritz, ni a nadie. Cuando te pachequeas demasiado no le llamas ni a tu mejor amigo. No necesitas de nadie, o no quieres necesitar, que viene a ser lo mismo. Richie Ranch se pasaba el día en mi casa y seguía con que vamos a Cuernavaca, para qué pagas renta, vas a ver que la vida te va a cambiar allá. Y yo decía: No, no quiero cambios. Había demasiados cambios todo el tiempo, y además no veía claro. ¿De dónde iba a sacar dinero estando en Cuernavaca? ¿Iba a viajar a México para ver a mis feligreses o los iba a recibir en casa de Richie Ranch? Por más que me siguiera haciendo la niña nice, en el fondo no me podía creer nada. Sabía que era una lacra y una puta de lo peor. Y para colmo me sentía no sé, coatlicue. Me miraba al espejo y decía: Soy una cucaracha, no me merezco nada. Cuando Richie Ranch se iba, yo me ponía a chillar. Por más que me pasara el día mamoneando con mi ropa y mis desplantes de Chica Lomas, no podía dejar de sentirme lo que era: una pinche monita de carnaval. Con ustedes, la Reina de la Primavera de Cuautitlán-Izcalli.
Читать дальше