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Xavier Velasco: Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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No quería hacerse una carrera de escritor, ni algún día dictar conferencias. No quería otra cosa que acelerar en un contrasentido furioso y estridente, mientras iba a la escuela como cualquiera y planeaba estudiar una carrera útil. Pero había algo adentro. Un virus, un circuito interrumpido, una rara incompatibilidad con todo lo evidentemente útil, que le llevaba a boicotear cualquier iniciativa en esa dirección, aún con mayor energía y eficiencia de las que empleaba en demoler sus escritos.

A los dieciséis descubrió el Detector de Faulkner, y a partir de ese punto se empleó a fondo en desarrollar su mecanismo, hasta un día privilegiarlo por sobre el raciocinio y la imaginación. El talento y el genio, si existían, tenían que gobernar las agujas brinconas del Detector de FauIkner, fuente de toda inspiración legitima. Lo había dicho el mismo William Faulkner durante una entrevista: para escribir, es preciso poseer un detector de mierda, innato y aprueba de golpes. Pig no sabía si su detector era innato, pero se había encargado de endurecerlo hasta alcanzar con él un éxito dudoso: el de no estar jamás dentro de esas historias que seguía despedazando sin piedad ni propósito. 0 tal vez con el solo propósito de llegar a ser lo suficientemente duro para escribir alguna cosa de la que luego no se avergonzara hasta los huesos. Ya no una historia larga, ni corta, ni en episodios, sino cualquier escrito que le permitiera el lujo de medirse en una cancha reglamentaria -periódicos, revistas, lo que fuera--. Una reseña, una opinión, una idea preferentemente demoledora, de esas que se conciben para ahorrarse el engorro de tomar prisioneros. Todavía no había publicado una palabra -tenía dieciocho años, representaba quince, quién iba a tomarlo en serio- cuando ya sabía lo importante: no iba a dejar un solo títere con cabeza. Pasaría a cuchillo todo aquello que reseñara, desde el principio se haría fama de implacable.

No es difícil ser implacable cuando se ha crecido entre toda suerte de mimos y licencias. Pues con frecuencia el gusto del mimado consiste en rechazar sus privilegios: tirar cuanto recibe por la borda. Entre mejor le parecía alguna línea, más le satisfacía tachonarla. Pig no se daba cuenta, pero estaba avanzando hacia el extremo equivocado del lápiz, al punto de encontrar mayor placer borrando que escribiendo. Más que un método de trabajo -escribir no era todavía propiamente un trabajo- tres años de perder el tiempo en la Universidad le dieron todas las facilidades para demoler, barrer, borrar la historia entera de la literatura, Faulkner incluido. Una vez atascado su mecanismo, el Detector de Faulkner se convertía en un patíbulo portátil. Pig no subía a los hombros de los gigantes para ver más lejos, sino para intentar dinamitarlos: la clase de actitud pedante y pendenciera que distingue a los implacables de los obedientes. Sólo que Pig, a diferencia de tantos y tantos implacables, no quería ser notorio. Había un contrasentido sarcástico entre su vocación de anacoreta y el nombre de su carrera: Licenciado en Comunicación. ¿Qué comunica quien disfruta escribiendo con la goma, como no sea una oscura vocación de incomunicador? ¿No era cierto que en el origen mismo de su misión demoledora se agazapaba, dormida aunque triunfante, la vergüenza? Si el Detector amp; Faulkner funcionara como debe, razonó Pig un día, tendría que llevarse a la vergüenza: esa mierda mayúscula.

No puede recordar en qué momento se hizo alérgico al ridículo. En todo caso a la vergüenza la recuerda desde siempre. Antes, mucho antes de tener que inventar que sus padres vivían en Europa. Años antes, incluso, de convertirse en huérfano, cuando Mamita no era más que su abuela y no había ni escuela y el mundo era Mamá y Papá y las muchachas. Recuerda a la vergüenza como una picazón en el semblante, un calor desmedido que con toda seguridad le deformaba por completo la simpatía cada vez que una vieja gorda y halitosa venía a preguntarle: «¿Me regalas tus ojos?». O las mañanas largas con Mamá o con Mamita en el salón de belleza: se escondía en un rincón, debajo de una mesa, donde nadie lo viera. Especialmente si traía pantalones cortos, que eran los preferidos de Mamita, cuyos hermanos, decía, los habían llevado hasta los quince. ¿Nueve años más de pantalones cortos? Esa sola vergüenza colmaba la tragedia de ser huérfano.

Lo que Pig no sabía a los seis años -recién muertos Papá y Mamá, con Mamita elevada al rango de madre, pero aún investida como abuela- era que en adelante la manipularía a placer, y que aquella orfandad le daría privilegios que ni como hijo único había concebido. Excepto uno: la vergüenza de ser huérfano. Estúpida, tal vez. Irracional, también. Pero Pig no podía evitar considerarla una mutilación. ¿Cómo podía ser que a él, que lo tenía todo, le faltaran dos padres en su sitio? No podía pasar, no lo aceptaba, ni siquiera sabiendo que tenía casa grande y chofer uniformado y varias cordilleras de juguetes a los que casi siempre desdeñaba para jugar a solas con cuatro canicas.

¿Qué es lo que te da pena, que tu madre sea una vieja? -lloró Mamita, el día que la llamaron del colegio.

Tú no eres mi mamá, me da pena ser hijo de una muerta -disparó Pig esa vez, y las siguientes, hasta que al fin Mamita consintió en contribuir a la patraña: lo inscribió en una nueva escuela y respaldó la historia de los padres viajeros-. Mamita tenía una ventaja sobre el resto del mundo: sabía perder, y lo hacía con entusiasmo. Por más que con alguna regularidad llorara por su causa, no podía evitar mirarlo como el más alto orgullo de su sangre. ¿Cómo entender que luego, años más tarde, nada de aquel orgullo, se esforzara más que por borrarse? ¿No había estudiado en los mejores colegios? ¿No estrenó una motocicleta a los trece años, y hasta un coche a los quince? ¿No viajaba cada verano al campamento de Wisconsin? Pig no podía suponer que si Mamita hablaba tanto del pasado era porque no había un futuro al cual mirar. No para ella, por lo menos; si los doctores no se equivocaban, el cáncer se la habría comido en un par de años. Cuando le dieron el diagnóstico que la llenó de angustia por el futuro incierto de su único nieto, Mamita estaba cerca de cumplir setenta años; Pig apenas rozaba los diecinueve. Los dos sabían, cada uno a su modo, que sus trenes corrían en direcciones opuestas, pero sólo Mamita debía de entender que, llegado el momento, se descarrilarían juntos.

Vengan esos mil

Ser puta es como bailar: cuestión de agarrar el ritmo. Las monjas de la escuela nos decían: Los malos pensamientos galopan cabalgados por demonios. Pero ser puta no es un mal pensamiento. Es más: no es ni siquiera un pensamiento. En la academia de hawaiano la maestra me pedía que pensara con la pelvis, y mejor ni te digo lo que se le ocurría. Aunque hay lugares donde casi te juraría que nunca he tenido una idea. No sé, los nudillos. Los hombros, que ya de por si son bastante idiotas. ¿En qué piensas, idiota? Pendejo. Muy escritor y muy creativo, pero a la hora de la hora también piensas con el pito. ¿Tú crees que si mi vagina no fuera una estúpida, incapaz de pensar nada, podría soportar las babas de quien sea?

Esto es ser una puta. ¿Ya me entiendes? Pude aventarte ofensas más directas, pero quise embarrarte en la carota las babas de quien fuera, porque eso es lo que más puede joderte. Ya sé que es muy injusto. Ser junkie de tus celos, alimentarme de ellos hasta cuando no estoy, eso sí que es ser puta, ¿ajá? ¿Quién te dice que yo no hago todo esto por órdenes estrictas de Miss Pelvis? Mira, yo creo que el arte de la puta, o las artes, o lo que tú quieras, está un poco en la cama y un mucho en otra parte. ¿Cómo ves en el centro del pastel?

Mis tíos, cuando hablaban de putas, decían: Las tramposas. Entonces yo de niña siempre que hacia trampas pensaba: ¡Dios mío, qué puta soy!, y me iba a confesar. Claro que al padre no le decía: Me acuso de ser puta, porque además Puta era una grosería. Pero sí me acusaba de ser tramposa. Y lloraba muchísimo, porque me imaginaba al sacerdote pensando: Tan chiquita y tan putita.

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