No podía escucharlos. Se interponían el cristal y los nueve o diez metros que alejaban al multifamiliar del mausoleo. A cambio, los miraba con una nitidez obscena, y en momentos dudaba si no lo habían visto. El padre iba cargando la urna, la madre un oso de peluche rosa. Atrás, los dos hermanos caminaban con las manos metidas en las bolsas de las chamarras: Miami Dolphins, Dallas Cowboys.
Pig volvía a sentir las ganas de reírse, porque quizás con una carcajada histérica y adolorida lograría vencer los agobios que oprimen a la primera persona del singular cuando lleva tres horas oculta entre los muertos, y acto seguido es invitada a presenciar una escena que seria insoportable si no fuera, antes que eso, patética. Ya Violetta se había cansado de acusarlos: rehenes permanentes de la opinión ajena. Especialmente en ese trance, con sus caras de no soy yo el que está aquí con el dolor vestido a tiempo de pudor, a su vez disfrazado, aunque jamás a tiempo, de una dignidad meramente decorativa. Una dignidad rosa mexicano, con los ojos perpetuamente abiertos y el peluche radiante de los muñecos que jamás llegaron a las manos de un niño. Porque el oso era nuevo, eso seguro. ¿Quién seria, sin embargo, lo suficientemente cínico para indagar en el peluche del muñeco, cuando ya su presencia invita a quitarse el sombrero, persignarse, pensar, expropiar pesadumbre? (Pero Pig está allí sin estar. Mira los movimientos y los gestos de los deudos como quien ve a través de un vidrio empañado: percibiendo figuras y colores inconexos, como sueños espesos y enrarecidos, pero de rato en rato vuelve a enfocar el oso de peluche. Hasta que ve a la madre dar un paso hacia el hueco en la cripta y acomodar allí el osito, recargado en la urna. Luego la ve sacar una caja negra y blanca -¿un casete?- y pasarla lenta, pomposamente al otro lado de la urna.)
Toda la ceremonia duró quince minutos. Si Pig hubiese estado filmando aquella escena, probablemente se habría concentrado en el osito, luego una toma lenta sobre las expresiones de piedra de los deudos, y al final otra vez el osito, justo antes de que lo cubriera para siempre la losa:
Rosa del Alba Rosas Valdivia (1973 – 1998)
«Para siempre»: Pig no estaba dispuesto a permitirlo. Porque Pig ya no piensa más en el osito, ni en la urna, ni en los deudos, como en la sola circunstancia que de un instante a otro le ha jodido el sosiego: ¿Qué hay en ese casete? ¿Las Mañanitas, Las Golondrinas, La Martina, la voz arrepentida de Rosa del Alba Rosas Valdivia? Desde que vio la caja y advirtió que si, es un casete, le ha ido creciendo dentro un temblor que tardó casi nada en llegar a las manos, las rodillas, la quijada. Un miedo intrépido, por fatalista. El miedo de quien sabe que pase lo que pase va a hacer lo que va a hacer: ese osito podrá quedarse para siempre sin un niño que lo abrace por las noches, pero Pig no tolera ni la idea de salir del panteón sin esa cinta… y con tu espíritu, alcanza a leer Pig en los labios de los deudos, los mira santiguarse, fisgar hacia los lados y hacia atrás: comprobar con alivio la madre, luego el padre, la ausencia de testigos indeseables (con excepción del yo que, oculto entre ellos, profana en la penumbra su nosotros).
¿Yo? -duda Pig, no bien ha recordado su calidad de fantasma, su papel de testigo, sus ganas incumplidas de llorar a gritos, y entiende que esta historia no admite más primera persona que Violetta. Su Violetta.
¿Cómo quieres que empiece? Daddyhadalittlelamb? Soy oveja, ya sé, mi destino es vivir entre el rebaño. Pero eso sí: primero negra que mestiza. Mis papás son ovejas mestizas, yo salí negra y con modales de cabra. Soy la vergüenza del rebaño, y en eso estamos más que correspondidos. Por mi, ni los conozco. Soy el cordero que le saca lo cerdo al buen pastor, pero también lo buen pastor al cerdo. ¿No te parece lógico que a mi diablo guardián le digan Pig?
Las ovejas mestizas se tiñen el pelo, como si las ovejas blancas no se supieran de memoria ese cuento.
Afortunadamente las ovejas negritas somos menos ingenuas. Llevamos más camino recorrido, ¿ajá? Nos ponemos pelucas, nos cambiamos el nombre, le apostamos a no sé cuántos números y jugamos en todas las mesas que podemos. Y eso es lo que no te perdonan las ovejas mestizas, que cambies de rebaño, que te vayas con tu lana a otro corral. Que dejes en la puerta de la iglesia al buen pastor para irte a la ruleta con el mejor postor.
Mi papá quería que me llamara Guadalupe o Genoveva, que eran nombres de mujer buena. Pero mi mamá opinó que así sólo se llaman las jodidas, y se empeñó en ponerme Violetta. Sólo que luego apareció mi abuelo, que igual que ellos tenía su teoría de los nombres, y dijo que Violetta era nombre de piruja. Creo que había visto una película, o a lo mejor fue sólo por chingar a mi madre. No sé, el caso es que el papá de mi papá sugirió que me pusieran Rosalba, y ya al final en eso quedaron de acuerdo: Rosa del Alba. Imagínate yo, con ese nombre. Pero mi mamá me llamaba a escondidas Woletta, aunque me hubiera registrado como Rosa del Alba. Y a lo mejor de ahí viene mi maldición, porque el alba es mi peor momento del día. A esas horas lo fácil es llevarme al Infierno, ¿ajá? Porque si el diablo existe debe tener claro que yo en la mañanita no sirvo para nada, que no tengo ni fuerzas en las piernas y soy como esas Barbies que están siempre hasta el fondo de la caja de juguetes, con los brazos y piernas chuecos o arrancados, esperando a que un duende venga a componerlas; sería suficiente con empujarme suavecito, como desde lo alto de una resbaladilla. Y yo me iría de cabeza, bocabajo, con las palabras mágicas tatuadas en la frente: Las Violettas jamás se van al Cielo.
De niña me gustaba decir que la segunda t era una cruz, que mi nombre traía su propio crucifijo. Pero tampoco tengo que ir tan lejos para decirte cómo me llamo. Y además tú no quieres saber mi vida entera. Tú sólo vas a masticar lo que puedas comerte, ojalá que sin mucho envenenarte. Era mi papá el que decía eso de las Violettas. Y como yo en el fondo no quería irme al Cielo, decidí hacerle caso a mi mamá y llamarme como ella me había querido bautizar. Pero siempre en secreto, porque mi papá me ponía morada a cinturonazos si llegaba a enterarse de que yo me presentaba como Violetta. Claro que a estas alturas del bochorno familiar, y es más, desde mucho antes, mi mamá ya tampoco soporta que me llame Violetta. Las mujeres que duermen con cerdos poco a poco se van haciendo cerdas.
Mi mamá dice que no les heredé nada. Yo digo que nomás los puros defectos. Me doy un poco de asco cuando recuerdo cuánto me gusta el dinero. Y en eso soy igual a ellos. También soy egoísta, vanidosa, trendy. Sobre todo si en ese momento me llamo Violetta. Entonces necesito que me abraces, que corras tras de mi, que no me dejes Regar hasta el alba esa que a huevo me encajaron en el nombre, porque seguro estaban decididos a joderme como a una Guadalupe o una Genoveva, que ya desde que nacen traen la vida madreada. Y a mi me gustan cosas de verdad horribles, como que me regalen lo más caro de la tienda. Que se metan en broncas por mi culpa, como tú que no sabes ni quién soy y ya estás escribiendo mi vida. ¿De verdad quieres que yo sea tu problema? ¿No te parezco demasiado gorda para problema, y aparte demasiado flaca para solución? Suena como uno de tus anuncios: Pig amp; Company S. A. de C. V.- Soluciones esbeltas a problemas gordos. I mean, ¿realmente no te importa que te haya agarrado de mi juguetito? ¿Vas a venir a recogerme cuando yo sea también juguete y me veas desarmada en el fondo de la caja? ¿Quién va a decirte cómo armarme, Diablo Guardián?
No debería estarte diciendo estas cosas. Soy una pendeja. Eso de «no debería estarte diciendo» lo dicen solamente los pendejos. Yo debería estar diciéndote que soy maravillosa, pero como creo que tú ya te diste cuenta de eso, digo estas cosas para confundirte. Para jugar contigo. Para que seas mi muñequito. ¿Checas las dimensiones de mi egoísmo? ¿Verdad que es robusto, él? O a lo mejor lo digo para que pares de una vez la pinche cinta, lo tires todo y ya no escuches nada. Para que metas toda mi vida en una caja y la quemes completa, sin ponerte a pensar más que en tu propio bien. Pero entonces no serías ya Mi Diablo Guardián. No vendrías tras de mí como coyote hambreado, ni tendrías que haberte puesto la máscara de lobo para que yo te viera interesante.
Читать дальше