Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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¿Cómo quieres que empiece, pues? ¿Te cuento del origen de mi mala entraña? ¿Quieres saber en qué columpio enseñé por primera vez los calzones? ¿Cuáles fueron mis primeras palabras mágicas, mi primera escobita de velocidades, mi primer príncipe convertido en sapo? ¿No prefieres que antes de eso te platique el hotel de mierda donde estoy? No creo, porque no te serviría, y además ya bastante incómoda estoy en este chiquero para ponerme desde ahorita en las garras de mi biógrafo. No quiero imaginarme la de tlahuicas y coatlicues que se habrán metido en estas sábanas antes que yo, ni me gustaría nada que me pusieras en tu libro rascándome los piojos. Pero no soy ingenua, insisto, soy quien soy: la oveja negra, la plebeya ambiciosa, la puta de este hotel, la bruja de este cuento. Ni modo de esperar que me pongas de princesa, ¿ajá? No espero nada, de hecho siempre he sido una desesperada: quiero acabarlo todo cuando ni he comenzado. Así que igual empiezo por un cuento. Apunta:

Había una vez un buen pastor, que un día se escapó con la oveja más negra del rebaño. Nadie podía explicarse cómo un hombre tan bueno se había dejado seducir por aquella putilla de mala entraña. Cierta vez, sus antiguas ovejas, que por supuesto eran todas mestizas, los vieron bajar juntos de un Corvette amarillo. Cuando le preguntaron de dónde había sacado ese coche tan lindo y tan cabrón, el pastor les contó que se había ganado el dinero en un casino, apostando la lana de su oveja negra. Y ellas, claro, se derretían del rencor, porque sabían que nunca en sus re corrientes vidas iban a tocar un coche así de lindo y de cabrón. Pero se equivocaban, porque al día siguiente vino el Corvette y las atropelló, por envidiosas. Mientras sus almas de borrego rascuache se elevaban por los aires, se escuchaba una voz en la Tierra diciendo: «Yo soy el Buen Pastor, quien apueste por mí no volverá a ser prángana».

El huérfano invisible

Siempre quiso esconderse, volverse invisible. Un día-o un mes, o un año, eso quién va a saberlo- descubrió que escribir era una buena forma de transparentarse, de estar sin nunca estar. ¿Por qué tenia que esconderse con todo y sus nueve años? Primero, para disimular su extranjería de niño mimado: si en el recreo estaba escribiendo, en lugar de jugar fútbol o básquetbol o bote pateado, ello al menos le daba a su aislamiento el decoro de la propia elección: estoy solo porque me da la gana, En segundo lugar, porque nadie más que él sabía las cosas que pasaban en todas esas hojas infestadas de garabatos y tachones, de modo que escribirlas era darse a una vida subterránea donde podía hacer, decir y decidir todo lo que en el mundo de los niños nadie hace, ni dice, ni decide por cuenta propia. Pig no recuerda ni una de esas historias, pero nunca ha dejado de escribir así, con el ánimo de quien comete una secreta y mezquina fechoría.

Alguna vez pasó al frente a leer una de sus historias, de la mano de una maestra que no le dio otra opción, y así extendió sobre él un manto de impunidad, pues a partir de entonces ya menos sospecharon que el niño que escribía historias en clases y recreos fuera el mismo que desquiciaba la buena marcha del calendario escolar, experimentando con toda suerte de pequeños sabotajes, no siempre de pequeñas consecuencias. Escribir, hacer trampas: ¿no era la misma cosa? Una y otra labor tenían por recompensa un regocijo cínico y silencioso. Como el día que hizo expulsar a dos compañeritos, por el incendio en la oficina de la directora. Eran los más osados: a los diez años fumaban escondidos detrás de la ventana, donde no bien se fueron Pig metió el cerillo, entre las dos cortinas que tanto ayudarían a acabar con la oficina. Nadie vio a Pig, tampoco dejar en las mochilas de los dos niños sendas cajas de cerillos, con las lijas gastadas y varios fósforos de menos. Además de la cajetilla de Marlboro que terminó de hundirlos. Pig no pensaba entonces en la palabra «ficción», y acaso ni siquiera la comprendía, pero la practicaba con una insistencia que el prefecto no habría dudado en tachar de malsana. (Sabía que los adultos, a partir de ciertos estímulos, podían transformarse en bestias desquiciadas.) Para cuando expulsaron a los falsos incendiarios, las maestras habían hurgado en cada pupitre y en cada mochila, pero no hubo una sola que pensara en espulgar los cuadernos de Pig, donde el narrador hablaba de esa y otras fechorías, con detalle bastante para enviarlo fuera de la escuela, y quizás dentro del reformatorio.

No era eso, no obstante, lo que más temía Pig que alguien pudiera descubrir en sus cuadernos, sino algo mucho menos notorio. Algo que, sin causarle tantas calamidades, lo habría sumido en una vergüenza honda y traumática. No habría querido nunca escribir sobre ese tema, de suyo incómodo, tiránico, intangible, pero ya a los diez años intuía que nadie nunca escribe lo que quiere. Que, al igual que la trama impredecible de las fechorías, la escritura acontece ante los ojos de quien la dibuja, revelando deseos más o menos extraoficiales, como la fantasía de besar teatralmente a otra niña de diez años, para envidia de un público de atónitos adultos.

El amor: qué cosa tan prohibida. No jugaba con los demás porque nadie entre los demás quería jugar con él, pero escribía cosas de amor (canciones, versos, cuentos, infracciones al código casi tan bochornosas como lo habría sido jugar a las muñecas) porque al amor no había forma de tocarlo sino así: escribiendo sobre él, encerrándose en soliloquios impensables en una escuela primaria para varones, donde todas las niñas son oficialmente detestadas, como no sea para fantasear con dealearks la pepita Y enchufárselas.

Pig escribía con una angustiante sensación de insuficiencia, sobre todo cuando lo hacia desde el desamor. Por más que se esforzaba en replicar los trucos de la ingeniosa Scherezada, sus historias no conseguían sofocar la gritería obvia del primitivismo. Así, cada escrito de amor estaba condenado a reproducir clichés de canciones de amor, casi siempre infumablemente melosos. ¿En qué clase de infierno se habría convertido su ya de por sí horrenda escuela si alguno entre todos esos extraños hubiese conseguido asomarse a sus cartas de amor? Pig se pensaba incapaz de concebir pensamientos impunes: todo lo que se le ocurría, o casi, era mal visto por Mamita, o las muchachas, o la maestra, o los compañeros. Pig escribía historias y en ellas anotaba todo lo que ante nadie podía decir. Para los otros, su cuaderno era el símbolo de la soledad y el tedio; para él, era como cargar dinamita en la mochila.

Otros hacían equipos, disputaban trofeos, se colgaban medallas. Pig hacia eso y más, pero siempre dentro de esas historias cojas, deformes o patizambas donde los principios parecían finales, y los finales casi nunca llegaban. De manera que cada historia era un fracaso asegurado, pero en tanto duraba-esto es, a lo ancho de las horas, días o semanas que le bailaba en la cabeza- era más divertida que todos los trofeos concebibles. Era como robar, sólo que sin testigos, ni castigos, ni limites. Era ser cada día un embustero artificioso, y a veces hasta un asesino sin cadáver ni cuerpo del delito, cuyas únicas huellas resultaban apenas menos que ilegibles: hojas y hojas de una caligrafía tan pudibunda que se empeñaba en no decir lo que decía. Escribir para nadie y para nada: fue así como aprendió a hacerse invisible.

Hay un desprendimiento liberador en el acto de romper las hojas que uno ha escrito, acaso por haber notado en ellas la desnudez obscena de un par de sentimientos. Existe una soberbia mojigata remojada en pudores melancólicos detrás de la sospecha de que cuanto escribimos hace pocas semanas nos hace ver como unos cursis infumables: pornógrafos del sentimiento. Y la idea es en tal medida insoportable que esa sola vergüenza engendra cualquier día al narrador despiadado, súbitamente experto en demoliciones. Al llegar a esa etapa, ya con los pies bien puestos en una adolescencia trémula y rabiosa, Pig descubrió que le quedaba un mundo por demoler, y se dio a la tarea con el celo propio de un sepulturero de la propia vergüenza. O mejor todavía, de sí mismo.

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