Alfredo Echenique - La amigdalitis de Tarzán
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La verdad, es increíble lo bien que logra uno ponerse en el pellejo del ser amado, desde y para siempre, y lo demócrata y tolerante y comprensivo y buen anfitrión que es uno también con las razones del corazón de su huésped tan esperado, aunque Mía nuevamente esté llegando con un pésimo Estimated time of arrival y aunque ello lo obligue a uno a sobreponerse al Hamlet que todos llevamos dentro, es decir a un To be or not to be, but at the airport, en este caso preciso, o sea un poderosísimo y hasta muy comprensible Ir o no ir, pero a recibir a Fernanda al aeropuerto, ¿y si tomara las de Villadiego?, ¿y si me las picara?, en habla nacional, imposible, imposible porque en este instante te adoro, Mía, en este instante, y aunque sea sólo por un instante, todas mis razones del corazón han confluido en que realmente te quiero, mi amor, y en que el pobrecito tarantulado qué culpa tiene y tampoco la linda Mariana, en este instante que se alarga los astros se han puesto todititos de tu parte, Mía, o sea que Espérame en el cielo, Flor a Secas-corazón, Lucho Gatica bis, y tú y tu prole en el aeropuerto, Fernanda Mía, espérenme que voy muy rápido, que llego fierro a fondo, volando, antes de que otras razones y tentaciones del corazón, que, estoy más que seguro, tu razón sí entiende, salvadoreña pelirroja de mi alma…
La decisión estaba tomada, como comprenderán, sobre todo ahora que huésped y anfitrión habían logrado, en bifurcados monólogos interiores, ponerse tan razonablemente en el corazón del otro, aunque muy a regañadientes y hasta te mataría, a veces. La decisión estaba tomada, también, porque mientras yo viva ninguna mujer amada pisará los jardines donde Flor a Secas, día a día, fue dejando su amor por mí en cada planta, en cada colorida enredadera, en la limeña buganvilia que le pedí plantar para mí, y aquí también me encantarían unos jazmines, muda de mierda, flor sin retoño…
Y la decisión estaba tomada, y cómo, porque el asco aquel de la familia de Flor a Secas se negó rotundamente a regalarme o siquiera venderme la pequeña urna con su cuerpo incinerado, y eso que les rogué y les rogué, que me maté insistiendo y rogándoles, pero no hubo modo, la querían tan poco, la despreciaban tanto a esa muchacha cuyo padre era tan callado y cuya madre era tan triste, como escribió algún día mi compatriota Abraham Valdelomar, que la alegría nadie se la supo enseñar, y así, ni siquiera le permitieron que descansara por fin en florida paz en el «Canseco» donde la amé y donde el olvido se había hecho imposible, por largo, y por lo traumado que quedé con su muerte absurda y atroz.
Y la decisión última, el fallo inapelable, la sentencia de aquel concienzudo jurado sentimental y tolerante fue que alquilaría un departamento bastante grande y cómodo en Cala Galdana, primera línea de mar y todo, en fin lo justo, y lo más equitable y equilibrado, también, para que ahí nadie se ensimismara o se pusiera mustio, ni quisiera matar a nadie, tampoco, en las felices y ansiadas aunque delicadas semanas que íbamos a estar juntos, y para que la linda Mariana se pasara íntegro el tiempo sonriente y cariñosísima, como era ella, y para que tanta vacación ante tanta agua del mar Mediterráneo, o sea todo lo contrario de las feroces costas pacíficas de sus océanos natales y habituales, obrara el milagro de que el pobrecito tarantulado parara de una vez de rascarse y dejara vivir en paz a su madre en mis brazos.
Porque valgan verdades, no bien Mía me llamó para decirme qué día, a qué hora, y en qué vuelo aterrizaban en Mahón, y no bien le hube contado lo de un departamento frente al mar y con muchas habitaciones con vistas para que el pobrecito de Rodrigo y los pobrecitos de nosotros, etcétera, ya no pude dormir más en «Canseco», por culpa de Flor a Secas, ni tampoco en el hotel en que alquilé un cuarto para dormir algo, siquiera, aunque esta vez por culpa de que se me hacían eternos los días que faltaban para volver a abrazar a Mía, así como después fueron eternas las horas y sucesivamente fueron eternos los minutos y los segundos, y eterno el aterrizaje del avión, y la recogida de equipajes, más la aduana, eternas ambas porque finalmente llegaban en un vuelo internacional, y así, tras haber vivido una suerte de De aquí a la eternidad, y, en absoluto «presa de mil contradicciones», por primera vez en mucho mucho tiempo, no bien vi aparecer a mi flaca pelirroja esbelta pecosita y elegantísimamente narigudita Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, no bien la vi mirar buscándome ansiosa, verme y sonreírme exacta a ella misma desde siempre, la convertí en la pelirroja Deborah Kerr del beso más largo de la historia del cine y el borde del mar, en De aquí a la eternidad, y empecé a besarla eternamente al borde del mar en Cala Galdana, y la besé y la besé tal como la besé también los días y sus noches siguientes, o sea hasta convertirme yo en el Burt Lancaster de aquella película que marcó mi adolescencia, con lo cual ya se pueden imaginar ustedes cómo y cuánto nos besamos Mía y yo, al borde del mar y no, porque ella de blanquinosa y bonita y pelirroja y distinguida, pues tanto y hasta mucho más que Deborah Kerr, pensándolo bien, pero lo que es yo, de Burt, esto sí que ya es bastante más difícil, debido a que mis abuelos paternos inmigraron a Lima de Andahuaylas y hablando aún más quechua que castellano, y también mis abuelos maternos inmigraron así, pero de Puno, y de ahí el tipo tan aindiado que me caracteriza en la funda de mis discos y la tapa de mis cassettes, sobre todo de perfil, que es el lado que más explota mi agente. O sea, pues, que lo de ser Burt Lancaster y además espigadísimo y además atlético y en truza, al borde de un mar norteamericano, incluso, di-fi-ci-lí-si-mo, si no im-po-si-ble. Y, sin embargo, nuestros besos lo lograron. Al borde del mar, y no, con olas, y no, en la playa, y no, en la arena, y no, de aquí a la eternidad, y no, y en nuestras tiernas noches de amor y de búsqueda del tiempo perdido, y sí. Y qué alegre, qué alegre, qué alegre y qué alegre, fue el comentario que más le escuché decir a Mía, en público y en privado, mientras Mariana y Rodrigo se perdían por unas alejadas rocas, rascándose cada vez menos, él, disfrutando cada vez más de aquel verano, ella, y sólo reaparecían a las horas de las comidas, disfrutando como nunca de una vacación, Mariana, con sus nueve añitos ya, y rascándose cada vez menos él, con sus ya, pues sí, ya tiene sus doce añitos, caray, parece mentira, Juan Manuel…
– ¿Qué parece mentira, Mía? ¿Que haya cumplido los doce años o que se rasque cada vez menos por minuto?
– Las dos cosas, Juan Manuel Carpio, qué alegre.
Nos traían erizos para el almuerzo y la comida, los hermanitos, y los preparaban a la chilena, o así decían ellos, celebrando, probablemente sin darse cuenta, siquiera, par de angelitos, la única contribución que hizo jamás su padre a su educación y cultura. Y alegremente los comíamos y alegremente los digeríamos y alegremente el postre y la sobremesa con mi guitarra arrulladora, también, pero un día amaneció en que, excepcionalmente, aunque debo confesar que la vida es así porque aquella excepción se repitió luego más de una vez, Fernanda no dijo qué alegre al despertar la mañana conmigo a su lado, aunque sí me sonrió y me deseó amable los buenos días con beso en la frente, y me agradeció por enésima vez la invitación a primera línea de mar con tal cantidad de vistas, en fin, lo nunca visto, Juan Manuel Carpio. Pero la muy desgraciada y siempre adorada, hasta hoy no me ha contado por qué varias veces no dijo, matinal, desnudita y soñadora, qué alegre es abrir los ojos a tu lado con vista al mar, mi amor, aunque yo siempre he sospechado que fue porque, de golpe y porrazo, debí dejar de parecerme eternamente a Burt Lancaster, y, tras haber soñado con Flor a Secas, en voz alta, recuperé íntegro lo aindiado y poco esbelto de frente y de perfil que le debo a los seres que me trajeron al mundo, en Lima, ya en segunda generación urbana, por más que luego lograran darme íntegra una educación blanca y costeña, y tan occidental y cristiana como la que ya había recibido mi padre, que hasta vocal de la Corte Superior de Justicia llegó a ser, cuando en el Perú esto significaba algo, además. Y, como mi padre en el campo de las leyes, también yo destaqué muchísimo, pero en la facultad de Letras, especialidad de literatura, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la más antigua de América y mi eterna alma máter, y hasta gané dos juegos florales seguidos, siendo además declarado poeta joven del año, por unanimidad, poco antes de zarpar rumbo a Europa, aunque el poeta y alumno Carpio más bien canta y no declama, un poco como Brassens en Francia, aunque, valgan verdades, Carpio toca todavía mejor la guitarra, y la música que compone, señores miembros del jurado, autodidactamente, además, tiene…, tiene…, sí, tiene algo de Atahualpa Yupanqui y hasta de Edith Piaf, me atrevería a decir, si me fuerzan un poquito…
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