– Lo que me parece es que tenemos un semáforo en rojo y un Alfa Romeo verde.
– Bésame, y que el de atrás se mate bocineando cuando se vuelva a poner verde. Bésame hasta que me olvide de que ahora el que maneja eres tú.
– Un Alfa Romeo de tercera mano…
– Bésame idiota, que esto se pone ámbar.
No vimos a nadie, aquellos días, y tuvimos toda la razón del mundo al actuar así, al escondernos superegoístamente. Los amigos comprendían perfectamente bien, además. Aquéllos eran nuestros siete días, nuestra semanita que podía ser para toda la vida, nuestro estar juntos por una vez en el mismo lugar y sabiendo ambos exactamente lo que deseábamos y cómo y cuánto tiempo nos era permitido amarnos, y que, por una vez en la vida que nuestro dichoso Estimated time of arrival había funcionado, lo que ocurría ahora es que todo un mundo nuevo -llamado esposo, hijos, dictaduras, exilios, problemas domésticos, en nuestro caso- había aparecido intempestivamente en los mapas del universo y sus rutas de navegación. En fin, ni más ni menos que Cristóbal Colón navegando contra viento y marea rumbo al Oriente de las especias y topándose con un tremendo asunto llamado América, en el camino.
No, pues, no teníamos tiempo para los amigos, aunque impolutamente Fernanda María los llamó a todos para saludarlos y hacerles saber que se hallaba en París y en mi casa y con mi Juan Manuel Carpio, y ellos, uno por uno, e impolutamente también, hicieron mutis por el foro, tras prometer una brevísima visita de mentira, para tomarse una copa de tinto también de mentira. Y el resto fueron tres salidas a restaurantes en los que Fernanda María había soñado comer conmigo y una visita muy seria, muy formal, sumamente protocolar y con su ramito de flores y todo, al semáforo del diablo que selló nuestro destino con un nada que hacer llenecito de las cosas que estábamos haciendo y soñábamos con seguir viviendo, un destino sin destino fijo, podríamos decir, pero en todo caso ahí estaba el semáforo ese, verde y rojo y otra vez verde y rojo, inamovible en esa esquina, eternamente en París, aunque un día de primavera lindo, eso sí, esta vez, pero bueno, mejor era que le dejáramos el ramillete de flores y volviéramos a mi departamento, a mi música nueva, a algún precioso cuento infantil que Mía deseaba leerme, a unos buenos quesos y un tinto muy correcto, mejor era que volviéramos, sí, ya estuvo bueno eso del soldado que regresa siempre al lugar de la guerra y la batalla precisa en que fue tan gravemente herido y con tremendas secuelas.
Nunca hubo una pareja que se separara en un aeropuerto con una fe tan grande en el futuro, con tantas ilusiones compartidas y tantos proyectos comunes, como Fernanda y yo. ¿Fue simple buen gusto, simple deseo de que acabara con besos y sonrisas esa semanita que terminó por convertirse en un sueño realmente vivido y compartido? Ahora que muchos de esos intensos deseos pertenecen al pasado, ahora que nada nos salió del todo mal ni tampoco bien, ahora que sólo quedan un montón de cartas de Mía, alguno que otro trozo escrito por mí y también algunas de mis cartas posteriores al robo de Oakland, muchísimo cariño y amistad, y la misma confianza y complicidad de siempre, tal vez lo único que podríamos decir Fernanda y yo es que hay despertares sumamente inesperados y que, incluso, a veces, en nuestro afán de no causarle daño alguno a terceros, terminamos convertidos nosotros en esos terceros. Y bien dañaditos, la verdad.
– Chau, Mía… Y ya verás cómo todo se arregla a nuestro favor, algún día.
– Algún día no, sino muy pronto, Juan Manuel Carpio, ya tú verás que algo nos sale por ahí. Porque de niña me llamaban Fernanda Mía y tú me has llamado así, siempre seré Fernanda Tuya, mi amor. Y chau… De Londres te escribo, no bien llegue…
16 de abril de 1979
Juan Manuel Carpio, mi amor,
Cansada y con poca gana he caminado por las calles. Un músico ciego tocaba eso de A kiss is just a kiss. El sol quiso salir un poco. Y sobre todo las calles se sienten tristes. Me hace una enorme falta tu presencia cariñosa, cuidadosa, paciente. Por eso he entrado a un café para estar contigo, como siempre has estado, como nunca has estado, como estás y estarás.
No me gusta comenzar esta correspondencia, porque la correspondencia es distancia y las palabras son unas desgraciadas que en cualquier descuido se apoderan de la situación. Prepotentes de mierda, que nos envuelven. Cuánto más quisiera que me envuelva tu linda y dulce presencia de amor. Dentro de la sencillez y la torpeza de una taza de café al amanecer.
Te quiero, te extraño, me siento mal, te abrazo, te adoro,
Tu Fernanda
18 de abril de 1979
Juan Manuel, mi amor,
Voy en el avión. Asustada de llegar. Alegre de llegar y ver a los niños. Y extrañando tus manos que me acarician y me dan alegría cuando me tocas. Chiquito, mi amor, con derecho a opinar, a pedirme lo que quieras.
He estado acordándome de tantos momentos, siempre juntos nosotros, sin decirlo, sin pensarlo. Yo sentada a tu lado, o a tus pies, en la rue Colombe. Tú triste, Luisa siempre ausente, ahí entre nosotros.
Estoy feliz de que al fin un día el mundo dio sus locas vueltas para favorecernos de alguna manera. Y pudimos estar juntos ya sabiéndolo, hablándolo, viviéndolo. Par de idiotas. En cambio hoy es difícil. Los dos más llenos de responsabilidades y de cansancios. Y hasta de manías, como la de las hierbas esas torturándole a una las muelas en el restaurante que más le gusta.
Espero que todo, un día, esté bien. Me gustaría saber que te vas a cuidar mucho. Que yo también seré muy fuerte y buena y acertada. Y que un día mis hijos podrán reír con nosotros.
Para mientras podamos tener estas responsabilidades, agradezco haber podido abrazarte, al fin.
Te quiero,
Fernanda Tuya
San Salvador, 26 de abril de 1979
Juan Manuel Carpio, amor,
En la horrible confusión en que han pasado estos días, no te he escrito esta carta, que sé que tú esperas, dándote noticias de mi llegada.
Pues llegué. Hecha un nudo de nervios y tristeza. Fatal. Y, por consiguiente, todo lo demás se puso desastroso también. Como tú bien pensaste, Enrique está en la mejor disposición de hacer lo mejor de todo, de quererme más que nunca. Aunque también las dificultades que ha tenido aquí para sacar adelante su trabajo lo están agobiando demasiado. El resultado es que mi estómago hace más ruido que nunca. Y ahora, última novedad, ¡Enrique vomita! No entiende qué me pasa, pero sabe que algo me pasa. Y está bastante desesperado, tanto con la situación de su obra y de su vida propia, como por la distancia que siente en mí. Como ves, nos acompañamos de la manera más completa, tres tristísimos tigres. Pienso que tú por tu lado estarás igual, aunque tengo la esperanza que por no tener tanto conflicto podrás estar más tranquilo, to transform histerical misery into common unhappiness.
Yo estoy que me muero. Todas las yerbas de todos los pastos torturando mis muelas y todo lo demás. No quiero, no puedo, no debo herir a nadie a muerte. Ni a Enrique, ni a ti, ni a mí. Vamos a tratar de ser muy buenos.
La última noche que estuve en Londres cené con Adolfo Beltrán, gran amigo y más que amigo de Enrique, que me contó que, contra viento y marea, piensa regresar a Chile en julio próximo y hacer una exposición. Y tiene unas grandes esperanzas de que Enrique logre algún tipo de permiso para esas mismas fechas y hacer una exposición conjunta de sus fotos. O paralela, o simultánea, o como sea. De manera que Enrique escribiría la introducción a la exposición de Adolfo, y Adolfo la de Enrique, y juntos podrían caminar las calles de Santiago y Viña del Mar, tomar sus vinos de nuevo juntos en los viejos rincones. Ésta es una posibilidad al fin alegre. Enrique ha desistido de un viaje de trabajo a Guatemala, y va a dedicar estos dos meses a preparar obra para llevar a Chile. Espero poder sosegarme y dejar de joder tanto, para que sean meses tranquilos de buen trabajo. Y tal vez así el viaje de Enrique en julio sea más positivo y se puedan aclarar las cosas. Yo quiero estar clara y alegre de nuevo, mi amor, y no sentirme tan revuelta como ahora.
Читать дальше