Alfredo Echenique - La amigdalitis de Tarzán

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Juan Manuel Carpio, cantautor peruano probando suerte en París y María de la Trinidad del Monte Montes, joven aristócrata salvadoreña, narran la historia de su relación a través de cartas en La amigdalitis de Tarzán. Ella fracasará en su intento de llevar una vida plena en el matrimonio con un fotógrafo chileno. Él tendrá aspavientos internacionales a través de sus canciones. Pero ninguno imaginará lo indispensable que se tornará para cada cual la lectura del cariño del otro en las misivas, las cartas, que protagonizan La amigdalitis de Tarzán.

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El lobo estuvo listo el día en que, gracias a la ayuda de don Julián d'Octeville, Enrique logró que un comité de solidaridad Francia-América Latina le comprase en bloque una buena tonelada de estupendas fotografías que serían expuestas y vendidas poco a poco, pagándole por el lote entero con tres billetes de ida para su destino laboral en Caracas. Por supuesto que Fernanda María comentó que lo ideal habría sido que nos pagaran con cuatro billetes y por supuesto que no sólo Enrique estuvo de acuerdo con eso sino que hasta el propio Rodrigo soltó un pedito favorable a mi partida, según me explicó Fernanda, con tremendo nudo en la garganta, pero lo cierto es que los billetes eran tres y que ahí el único que tenía un trabajo en Caracas era Enrique y que además yo, aunque era para ellos mucho más que un hermano y esas cosas, no formaba parte ni de la familia, ni del exilio chileno, ni de nada.

O sea que me tocó exiliarme del exilio, quedarme en esa tierra de nadie que son los aeropuertos, y titubear burradas como bueno, por lo menos a ustedes no les ha tocado partir un día 13 ni en un vuelo chárter número 1313, como a Fernanda, aquella vez, perdón, como a la gorda Luisa, esta vez, perdón…

– Maldición eterna a su cachetadón -metió aún más la pata Fernanda María, en el instante de su embarque en el vuelo de Air France con destino a Caracas, Venezuela, pero por ahí oímos un pedito de Rodrigo, y Caupolicán, rey de los araucanos sensibles, como que quiso compartir su boya en aquella extraña mezcla de despedida y naufragio:

It's all right with me -dijo, y entonces sí que ya pudimos salir airosos todos y sentir, por lo menos, que aquélla no era la última despedida de nuestras… Bueno, que aquélla podía ser la primera de muchas despedidas o algo así, pero que bueno, que futuro había y eso deja siempre alguna puerta abierta a sabe Dios qué, aunque un sabe Dios qué sonriente, eso sí, y chau, nos vemos, mi hermano, toda la suerte del mundo y otra vez mi corazón y un millón de gracias en nombre de los cuatro, chau mi hermano lindo…

II. Correspondidos por correspondencia

Nunca me acostumbré a los Alfa Romeo verdes del mismo año y modelo que el de Fernanda y, aunque el tiempo pasa automovilísticamente también, y el carro de mi tristeza más grande iba siendo reemplazado por otros Alfa más modernos y muy distintos, siempre aparecía alguno por ahí, en el momento menos pensado, obligándome a partir la carrera detrás, si es que algún semáforo aparecía en el panorama, con la esperanza de detenerme jadeante, al llegar a su altura, y observar por algunos momentos al conductor de ese vehículo. Muy de vez en cuando era una mujer, y entonces yo cerraba ipso facto los ojos y cruzaba los dedos con toda mi alma, para que cuando los volviera a abrir el Alfa Romeo fuese verde y no blanco, por ejemplo, y la mujer que iba al timón no fuese esta vieja del diablo sino pelirroja y muy joven, e inmediatamente después ya fuese Mía en otro abrir y cerrar de ojos y dedos, con toda mi alma.

Mi sistema nunca funcionó, por supuesto, Pero debo decir que, en cierto modo, fue prácticamente la única comunicación que mantuve con Fernanda, mientras a ella las cosas empezaban a descomponérsele bastante en Caracas, y por eso seguro no me escribía, no quería preocuparme, no quería contarme más pormenores acerca de Enrique y la bebida, y la bebida de Enrique y la violencia, y la violencia de tan buen hombre y el insoportable exilio y la culpa, la maldita culpa del destino que todo había venido a joderlo, con hijo y esposa que mantener y ahora resulta que esperando otro hijo, y nada sale bien y todo es fracaso, puro fracaso, todos exponen menos yo, todos venden menos yo, y unas clases de mierda en una universidad de mierda, y más vino y más violencia y muchísima más culpa y hasta atisbos de odios irracionales, dónde estamos, a qué hemos llegado, qué carajo hago yo en Caracas, y un portazo, la noche, la calle, otro bar.

Sólo una larga carta de Mía me habló de este espanto, de algo que empezó rapidísimo, casi desde que llegaron a Venezuela y Enrique como que se enfrentó por primera vez con la conciencia del exilio, o lo que es prácticamente lo mismo, con la cotidianidad pasmosa y aplastante del exilio. Fernanda María, a la que uno habría imaginado eternamente protegida por ese hombrón de crin azabache , piel autóctona, y manos feroces, de pronto se vio teniendo que ocuparse de todo y de todos, y hasta escribiendo preciosos relatos infantiles ilustrados con unas fotos de Enrique que ella misma había tomado, porque él ni se ocupó del asunto, pero luego enfureció, eso sí, porque tú has embarrado mi nombre con unas fotos de mierda, y poco tiempo después enloqueció una noche, se olvidó hasta de su apellido y casi la mata de un botellazo en la cabeza.

Una sola y larga carta de Fernanda me puso al corriente de todo este horror, aunque como siempre mi tan maravillosa Maía se las arregló para terminar contándome noticias de nuestros amigos comunes, de Rafael Dulanto o de Charlie Boston, por ejemplo, con los que siempre mantenía algún contacto salvadoreño, y luego, además, agregó anécdotas divertidas, sucesos extraordinarios, llenos de frescura, radiantes de vida, porque ella tenía esa gracia con que se viene al mundo de salir impoluta de las más sucias y abismales situaciones, de ver el aspecto no culpable y el pespunte mal zurcidito que ironiza hasta la mano que aferra y le lanza a uno un botellazo, y encarnar a fondo estas palabras de Hemingway que a mí tanto me conmovieron, la tarde en que las leí, porque fue de golpe como si un Alfa Romeo verde con Mía al timón hubiese pegado un frenazo a mi lado y hubiese gritado mi nombre, sí, también mi adorada Fernanda María de la Trinidad Experimentó la angustia y el dolor, pero jamás estuvo triste una mañana.

Y esto es lo que dejaban translucir sus cartas, sus frases a veces breves, casi siempre burbujeantes, sus palabras dotadas de una frescura cristalina, como guijarros recién sacados de un arroyuelo curvilíneo y juguetón, por la mañanita, en primavera, con un sol sumamente alegre y nada perturbador. A veces, leyendo alguna carta de Fernanda María, tuve la sensación de encontrarme ante la prosa ágil y aparentemente parca del mejor Hemingway, esa capacidad de sugerir e inventar una realidad muy superior a la que pueden ver nuestros ojos cotidianizados, esa extensísima concisión de decirnos las cosas sin nombrarlas siquiera, ese truco alegre y prestidigitador de la brevedad y lo lacónico. O sea algo así como un Hemingway pero en castellano y escrito además por una mujer sumamente femenina. Que poco a poco se estaba convirtiendo en un hemingwayano Tarzán, eso sí, o también, por qué no, en ciudadela árabe: piedra y muralla por fuera, jardín por dentro.

El timbre sonó en mi departamento, en el momento en que yo estaba subrayando las palabras de Hemingway sobre Mía y pensando en el tiempo tan largo que había pasado sin recibir una sola línea suya. Insistí en escribirle y escribirle, pero una tarde un Alfa Romeo verde, aunque de un modelo mucho más moderno y ya nada que ver con el nuestro, sólo la marca y el color, me hizo saber que Fernanda prefería que yo no insistiese, que le incomodaban mis cartas, que podía resultarle muy doloroso, por ejemplo, que yo le contara que los Alfa Romeo como el verdecito nuestro olían total y proustianamente distinto de los actuales, debido a que ya hoy prácticamente no los fabrican con aquellos asientos de cuero que a ti te encantaban, ¿te acuerdas, Fernanda? Era mejor, pues, un tiempo de silencio, en vista de que cariño y confianza sobraban entre nosotros, y en vista también del mal rato que ella estaba pasando allá, seguro. Esto era lo que ocurría, a esto se debía aquel vacío postal, claro, qué tonto soy yo a veces… Y, puesto que Fernanda María jamás estuvo triste una mañana, atendí muy amablemente y con propina al cartero que tocó la puerta para entregarme una carta certificada y urgente, aquella tarde.

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