Juan Saer - Responso

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En algo más de seis horas, desde la salida de la casa de Concepción cuando empezaba a anochecer hasta el alba del día siguiente, Barrios sentirá que el pasado, aunque reciente, es irrevocable. ¿Cómo habían sucedido las cosas? y, más aún, ¿por qué habían sucedido? El progresivo deterioro del sujeto, el autoritarismo del que es víctima y el peso de la conciencia van delineando a un personaje atravesado por una profunda precariedad: la existencia misma. Todos los núcleos de la escritura de Juan José Saer se anticiparon en esta obra imprescindible de su producción: la Historia del país como telón de fondo para relatar las historias individuales, la inestable relación entre el tiempo y el espacio, la memoria y la obsesiva descripción de lo mínimo hasta extrañar la percepción del lector (un parpadeo, un tintinear de la cuchara revolviendo en la taza de té). Responso, como esos rezos que se hacen por los difuntos, deja oír la lúcida voz narrativa de Saer, autor fundamental en el canon de la literatura argentina.

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– Me vine caminando desde una timba y me agarró el agua -dijo Barrios-. Pegué una patinada y me vine al suelo.

– ¿Y en la cara? -dijo el Colorao.

– Pegué contra un ladrillo al caer -dijo Barrios-. Vino a estar justo donde dio mi cara. Dame una ginebra, Colorao.

El Colorao vaciló. Siempre vacilaba, pero al fin terminaba cediendo. Casi todas las peleas que tenía con su mujer se debían justamente a su falta de carácter. En el pequeño local sucio y malamente iluminado, impregnado de olor a frituras, humo de cocina y vino barato, el Colorao había puesto cinco años atrás todas sus esperanzas de progreso. Pero su clientela no era de las que permiten progresar a los dueños de restaurantes; abierto toda la noche, "El Tropezón" se llenaba de calaveras que ya habían gastado hasta el último centavo antes de llegar allí, o de clientes fijos que comían y tomaban al fiado. El Colorao apenas si podía pegar un ojo cada vez que se acostaba, ocupado en tomar determinaciones para eliminar el crédito de su sistema de ventas, pero cuando a la noche siguiente alguien le pedía fiado el Colorao vacilaba, aunque de antemano estaba seguro de que terminaría cediendo. Era de baja estatura, y andaba alrededor de los treinta y cinco años, pero su pelo rojo y su cara lechosa y llena de pecas lo hacían parecer más joven. Maldiciéndose a sí mismo, fue hacia el mostrador y trajo la botella de ginebra.

– ¿Cómo te fue? -dijo Hermosura, llevándose una cucharada de frutillas con crema a la boca. Había revuelto la frutilla con la crema, y el postre se había convertido en una sustancia viscosa de un color rosado.

– Mal -dijo Barrios.

– ¿Y la máquina?

– La perdí -dijo Barrios-. Dame una cucharada.

Hermosura llenó la cuchara y se la dio a Barrios. Este paladeó el sabor agrio y dulzón de la mezcla y se sirvió otra cucharada antes de haber tragado la primera. Se la llevó a la boca y le devolvió la cuchara a Hermosura.

– Señores. Perdonen, señores -dijo el borracho desde la otra mesa, mirándolos con gravedad. El Colorao se sentó a la mesa, sirviéndose también él un dedito de ginebra.

– Estos clientes me van a echar a perder -dijo seriamente, y se mandó el dedito de ginebra. Se sirvió otro enseguida.

– Perdonen, señores -dijo el borracho. Meditó un momento, trabajosamente, con las cejas reunidas en el arranque de la nariz, y sacudiendo la cabeza, como diciéndose algo a sí mismo, murmuró-: Perdonen. -Volvió a su tarea de acomodarse el sombrero y mirar fijamente el vaso de vino.

Barrios ni siquiera lo miró, ya que aguardaba que el Colorao desocupara la botella de ginebra para servirse él. Cuando tuvo en su poder la botella, llenó su vasito hasta el borde, se lo tomó de un largo trago, sin soltar la botella, y volvió a servirse un vaso lleno. El Colorao lo miraba expectante y desconfiado, como si Barrios hubiese sido capaz de ocasionarle un perjuicio mucho mayor que el de tomarse gratis toda la botella.

– Vino ocho veces seguidas la banca -dijo Barrios, dejando la botella-. El que ganó fue el tipo ese que llevaste en el auto.

– ¿El doctor?

– Sí. Cuando yo me vine iba ganando como cien mil pesos.

El Colorao volvió a silbar. Con esos cien mil pesos él habría podido instalar un restaurante de categoría, y desembarazarse de la clientela actual.

– No erró un solo tiro -dijo Barrios-. Ni uno solo. Yo no pegué ninguno.

– Mala suerte -dijo Hermosura.

Las paredes del restaurante, un recinto cuadrado, estaban llenas de cuadros con fotografías de jockeys y caballos de carrera. Las mesas estaban cubiertas con unos sucios manteles de hule verde, estampado con unas flores blancas.

– ¿Cuánto perdiste? -dijo el Colorao.

Barrios se encogió de hombros, pero no dijo ninguna cantidad. El Colorao se dio por satisfecho. Fue al mostrador y regresó con el diario. Por un momento no se oyó en el local más que el ruido que producía el Colorao al hojear el diario y la silbante respiración nasal de Barrios. De pronto se hizo oír la voz pesada del borracho.

– Con permiso, me voy a retirar -dijo, poniéndose de pie trabajosamente, mientras trataba de abrocharse el saco. Era pálido y delgado y se notaba que llevaba una mala vida.

– Es suyo -dijo Hermosura.

– Gracias -dijo el borracho, oscilando. Se alejó sorteando cuidadosamente las mesas vacías. Al llegar a la puerta se volvió gritando: Buenas noches, señores.

– Buenas noches -dijo Hermosura.

El hombre salió. El Colorao continuó leyendo el diario. Barrios terminó su segunda ginebra y se sirvió la tercera.

– Aquí dice que el líder va a volver, así que habrá que prepararse -dijo el Colorao.

– Qué va a volver -dijo Barrios, pensando en otra cosa, mirando fijamente el vacío.

– De veras, dice que va a volver -dijo el Colorao-. Dice que le van a dar permiso, siempre que no se meta en política. Pero si viene se va a meter, seguro.

– Ése no vuelve más -dijo Barrios, sin dejar de mirar el vacío.

– Me acuerdo de las manifestaciones que se hacían en la Plaza Mayo -dijo el Colorao-. Millones de trabajadores iban. Ahora ya no es como antes, viejo, no hay nada que hacerle. Si vuelve no va a encontrar a nadie. Para qué va a volver. Si todos lo han abandonado. Se pelean por el queso, ahora.

– Él es el que los ha abandonado -dijo Hermosura-. Cuando las papas quemaban, se las tomó.

– Me acuerdo de esos Primero de Mayo -dijo el Colorao-. Una vez fletaron un tren gratis y nos fuimos a Buenos Aires. Millones y millones de trabajadores había. Nos pasamos la tarde entera gritando y cantando, y volvimos roncos de la garganta.

El Colorao dejó el diario, invadido por su recuerdo.

– Dame una frutilla con crema, Colorao -dijo Barrios.

El Colorao vaciló.

– ¿Tenes miedo de que no te pague? Ya te voy a pagar, viejo -dijo Barrios. Meditó un momento y después agregó-: Ahora me salió un laburo fenómeno en " La Nación ".

– Yo no te dije nada -dijo el Colorao.

– Hay un olor a aceite podrido aquí adentro -dijo Barrios, mirando fastidiosamente a su alrededor.

Hermosura no respondió; dormitaba. El Colorao regresó con la alta copa de frutilla con crema. Barrios comenzó a mezclarlas. En su pómulo izquierdo, una mancha negra se extendía peligrosamente hacia el ojo, y el labio inferior aparecía partido, manchado de sangre seca. Miraba fijamente la copa, con expresión malhumorada.

– Yo pago siempre mis deudas -murmuró entre dientes.

El Colorao lo miró, pero no dijo nada.

LA VIDA ES UN SUEÑO

Barrios recorrió en puntas de pie el pasillo y el comedor de la pensión, completamente a oscuras. Abrió con precaución, tratando de no hacer ruido, la puerta de la galería, de metal y vidrios granulados de color rojo, y al cerrarla detrás suyo comprobó que la galería y el amplio patio de mosaicos se hallaban iluminados por la luz de la luna que brillaba tranquila en un cielo completamente limpio. Eran alrededor de las cinco de la mañana. Barrios entró oscilando levemente, respirando jadeante y exhalando un aliento impregnado de alcohol. A pesar de todo, tenía la boca reseca. Hubiese ido a la cocina a hurguetear la heladera donde la dueña de la pensión, una viuda con la que flirteaba ocasionalmente, sabía guardar sus botellitas de vino blanco. Pero si bien el flirteo le permitía estirar en forma desmedida el pago de la pensión, a la larga resultaba sumamente molesto, debido al control estricto que la viuda ejercía sobre sus horarios de llegada, especialmente a la madrugada. A pesar de sus ciento veinticinco kilos, Barrios había adquirido una pericia extraordinaria para entrar a cualquier hora sin producir el menor ruido. Su habitación era la última de la galería; la menos favorecida, era verdad, pero la irregularidad de sus pagos no podía verse mejor compensada. Las vagas esperanzas que había despertado en la señora Estela (que en realidad ignoraba que era casado y que lo creía un hombre de talento perseguido por la mala suerte) le permitían por un momento darse el lujo de un techo. Pasó frente a la cocina haciendo una mueca amarga; esa maldita puerta de la heladera era capaz de despertar a toda la casa al abrirse, y a toda la ciudad al cerrarse. Además, la señora Estela cerraba generalmente con llave la puerta de la cocina, no tanto por Barrios (a quien consideraba un hombre fino, de buena cuna y excelentes modales y lleno de cultura) como por el resto de los pensionistas: dos o tres estudiantes de derecho que volvían con apetito o con sed cuando iban a tocar la guitarra y a cantar folklore al Club Universitario, dos bailarinas de cabaret que tenían orden estricta de la señora de no salir de la habitación durante el día, y que debido a la estrecha vida en común que hacían dentro del cuarto los estudiantes de derecho habían hecho sospechosas del cargo de lesbianas, y un empleado municipal, calvo y silencioso, que tomaba agua durante las comidas y se acostaba, en invierno y en verano, a las nueve de la noche para levantarse invariablemente a las cinco de la mañana. Barrios se resignó pensando que quizá tenía algún vaso de agua del día anterior en la habitación. Debería tener que buscarlo a oscuras, porque cuando llegaba a una hora tan avanzada no se atrevía ni siquiera a encender la luz, por miedo de contrariar a la señora Estela. Recorrió el resto de la galería en puntas de pie y penetró en su habitación.

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