Juan Saer - Responso

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En algo más de seis horas, desde la salida de la casa de Concepción cuando empezaba a anochecer hasta el alba del día siguiente, Barrios sentirá que el pasado, aunque reciente, es irrevocable. ¿Cómo habían sucedido las cosas? y, más aún, ¿por qué habían sucedido? El progresivo deterioro del sujeto, el autoritarismo del que es víctima y el peso de la conciencia van delineando a un personaje atravesado por una profunda precariedad: la existencia misma. Todos los núcleos de la escritura de Juan José Saer se anticiparon en esta obra imprescindible de su producción: la Historia del país como telón de fondo para relatar las historias individuales, la inestable relación entre el tiempo y el espacio, la memoria y la obsesiva descripción de lo mínimo hasta extrañar la percepción del lector (un parpadeo, un tintinear de la cuchara revolviendo en la taza de té). Responso, como esos rezos que se hacen por los difuntos, deja oír la lúcida voz narrativa de Saer, autor fundamental en el canon de la literatura argentina.

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EL CAMIONCITO

Mucho antes de lo que hubiera podido esperarse, paró el agua y salió la luna. Pero Barrios había reiniciado el camino antes de que la calma completa, esas nubes desgarradas y grises con los contornos iluminados, arrastradas y despedazadas por el alto viento del sur, prevaleciera sobre el violento temporal. Caminó diez minutos bajo una cortina de agua fina, antes de ver por un resquicio abierto entre las nubes pizarra la cálida luna amarilla de diciembre. Después el agua cesó, y el fuego del cielo retrocedió hasta el horizonte, produciendo con intermitencias unos débiles resplandores rojizos, como un rescoldo inveterado. Barrios avanzaba otra vez por el firme suelo de tierra arenosa afirmado por el agua. Tenía los pantalones y las solapas del saco totalmente embarrados y estaba todo mojado. Pero alrededor de la luna, a medida que el viento del sur alto y fresco despedazaba las nubes, iban apareciendo las duras estrellas inmortales, verdes, rojizas y amarillas. El aire, lavado por la lluvia, podía respirarse ahora más fácilmente que en las horas pasadas.

Habían doblado solamente una vez al venir en el taxi con Hermosura y el doctor, y no habría podido equivocarse de ningún modo, porque era la calle misma la que doblaba formando un codo pronunciado hacia el camino de asfalto. Apenas dobló comenzó a distinguir unos ranchos dispersos, algunos de los cuales se hallaban iluminados por tenues faroles de querosene, y el camino mismo, puesto en evidencia por los faros de los automóviles que se desplazaban velozmente en dirección a la ciudad. Los últimos doscientos metros los recorrió casi a la carrera, tropezando a veces con una mata de pasto crecida en medio del sendero arenoso, o saltando torpemente sobre los charcos que reflejaban la luna amarilla. Cuando pisó el asfalto el camino estaba desierto, de modo que avanzó en dirección a la ciudad.

Ni el primer automóvil que pasó velozmente a su lado, ni el segundo, ni un pesado camión con acoplado que hacía vibrar la tierra al desplazarse y que lo encandiló con sus faros de luz poderosa, se detuvieron cuando les hizo señas, agitando los brazos y moviendo el cuerpo exageradamente para ser visto. Recién se detuvo el cuarto vehículo, un camioncito viejo y destartalado, que avanzaba lentamente, rateando, cargado de zapallos. Se detuvo, no después, sino antes del sitio donde Barrios se hallaba parado haciéndole señas y saltando cómicamente. Barrios se acercó a la ventanilla. En la cabina, aparte del conductor, iba un muchacho, en el medio, y un hombre con sombrero de paja junto a la ventanilla opuesta. Barrios le pidió que lo llevara a la ciudad.

– Adelante no tengo lugar -dijo el hombre-. Atrás, si quiere.

– Sí -dijo Barrios-. Es lo mismo.

– Suba, entonces -dijo el hombre.

Barrios subió trabajosamente, apoyándose en la rueda. El camión crujió ruidosamente durante el momento en que Barrios estuvo colgado de los travesaños de la caja, con un pie apoyado sobre la rueda, antes de tomar envión y caer sobre las calabazas y los zapallos, mojados y relucientes.

– ¿Listo? -preguntó el conductor.

– Listo -respondió Barrios, sacudiendo las manos. El camión arrancó con gran esfuerzo, rateando, y avanzó hacia la ciudad. La brisa, intensificada por el desplazamiento del vehículo, acariciaba el rostro de Barrios sentado sobre las calabazas, bajo los nubarrones y la luna amarilla rodeada de estrellas. La porción de cielo visible era tensa y azul, casi fría. Desde la cima del montón de zapallos y calabazas, Barrios dominaba el campo oscuro, mojado y lavado por el agua del cielo. Jadeando todavía por el esfuerzo de la caminata, volvió la cabeza, ya que se hallaba sentado en sentido opuesto a la dirección que llevaba el camioncito: al frente las luces de la avenida costanera formaban una pareja línea de puntos luminosos y más atrás, a mayor altura, los semáforos del ferrocarril, unas luces rojas y verdes, se encendían y apagaban, horadando la penumbra. Se volvió y continuó contemplando el camino que dejaban atrás; mojada por la lluvia, la cinta de asfalto emitía unos reflejos apagados bajo la luna. Un perfume frío impregnaba la atmósfera. El olor áspero producido por el fuego del cielo se había extinguido, borrado por la lluvia. En la lejanía alcanzó a percibir el resplandor de los faros de un vehículo. Lo vio aproximarse gradualmente, hasta que el destello amorfo se dividió en dos focos circulares, costosa y lentamente como un organismo vivo, atravesando la penumbra húmeda con dos rayos de claridad blanca que proyectaron a un costado del camino la sombra del camioncito, y la propia sombra de Barrios, sentado con las piernas abiertas sobre el montón de duras calabazas; el coche se aproximó, se puso detrás del camioncito, cuya sombra iba moviéndose lentamente a cada cambio de posición del automóvil y por fin, con una maniobra limpia y silenciosa, acompañada de dos o tres rápidos cambios de luces, pasó a su lado, produciendo un tumulto confuso de luces y sombras, y se perdió en el camino hacia la ciudad. Barrios se volvió para mirarlo, hasta que los dos puntos rojos de las luces traseras fueron devorados por la noche.

Barrios se palpó la ropa, mojada y endurecida por una costra de barro. El día siguiente iba a tener que pasárselo encerrado en su casa, hasta que el traje estuviera limpio y seco. Su expresión se hizo amarga. ¡Y pensar que Concepción le había limpiado las manchas de la solapa! Nunca más vería el rostro de Concepción, estaba seguro. Cada vez que estuviera a punto de encontrarse con ella en la calle, iba a tener que cruzarse de vereda. El camioncito recorrió trabajosamente, sin dejar de ratear, durante cinco o seis kilómetros, la cinta de asfalto, hasta que penetró en el puente colgante; el río estaba turbulento y oscuro. En la ciudad, las fachadas de los edificios y las calles aparecían manchadas por el agua. Estaba silenciosa y quieta, apenas iluminada. Después de avanzar dos cuadras desde el puente colgante, el camioncito se detuvo. El conductor bajó y miró a Barrios.

– ¿Para dónde va usted? -dijo.

– Al "Tropezón". ¿No lo conoce? -dijo Barrios.

– Sí -dijo el hombre-. Paso por ahí. Nosotros vamos al mercado de abasto.

– Perfecto -dijo Barrios.

Así que bajó en la puerta misma del restaurante. Otra vez el camioncito crujió peligrosamente en el momento en que Barrios permaneció suspendido entre la rueda y el travesaño de la caja, y se estabilizó, con un crujido final, cuando Barrios se largó torpemente al suelo. Se aproximó a la cabina.

– ¿Cuánto le debo, amigo? -dijo.

– Nada -dijo el hombre.

– Bueno. Muchas gracias. Quedo a sus órdenes. Y buena suerte -dijo Barrios.

– Gracias -dijo el hombre. Tenía la cara quemada por el sol, y al hablar se le aflojaba la dentadura postiza. Arrancó cuidadosamente, y el camioncito se alejó rateando por la calle oscura. Barrios se volvió sacudiéndose las manos y tratando vanamente de limpiarse la ropa, y penetró en el.

RESTAURANTE "EL TROPEZÓN"

Hermosura soltó la cucharita, que cayó tintineando sobre el plato que sostenía la alta copa de frutillas con crema, y se puso de pie con la boca abierta.

– ¿Qué te pasó? -preguntó.

– Me caí -dijo Barrios, llegando junto a él.

Excepción hecha de un borracho que miraba su copa de vino tinto y se acomodaba sin cesar el sombrero sobre la cabeza, Hermosura era el único cliente que había en el pequeño restaurante. Detrás del mostrador estaba el Colorao, dueño, mozo, cocinero y lavacopas al mismo tiempo. Leía el diario. Al oír a Hermosura miró a Barrios y silbó con asombro.

– ¿Qué te pasó? -gritó desde detrás del mostrador.

Dejó el diario y se aproximó a la mesa. El borracho seguía acomodándose el sombrero; lo tomaba del vértice de la copa con dos dedos, se lo sacaba y volvía a calárselo cuidadosamente, arqueando el ala, sin dejar de mirar con seriedad, casi con solemnidad, su copa de vino. El Colorao miró a Barrios de arriba a abajo, con expresión asustada.

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