Carmen Laforet - La Llamada

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La literatura evocadora y mágica de la recientemente desaparecida Carmen Laforet. Cuatro relatos que comparten el mismo fondo de la posguerra española, donde la miseria afecta a todos por igual. Esta narraciones transmiten al lector una realidad cruda y desgarrada, escrita en un estilo magistral y sugerente.

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Después, doña Eloísa se vio envuelta en la única aventura de su vida que mereciera este nombre. Entró por un barrio de callejas sucias que no conocía. Subió a un extraño piso, antiguo, oscuro, donde, en una habitación pequeñísima, la recibió una mujer monstruosa.

Ella sola podía llenar el cuarto con sus carnes, pero había además una cama con las ropas grises, un armario con espejo y una especie de tocador cargado de cosas. Desde unas medias arrugadas, pasando por barras de labios, una caja de rimmel, una polvera monstruosa y la fotografía de un bailarín, hasta un bocadillo a medio comer.

La mujer pareció comprimirse un poco para que cupiesen allí doña Eloísa y Mercedes. En seguida se puso a charlar y a disculparse de la pobreza de su habitación.

– No siempre he vivido así… Me pasa como a esta niña… Es el azar, el destino. Unos tienen mucho, otros tienen poco. Para unos la vida es fácil, para otros difícil.

Doña Eloísa no despegó los labios. Sólo sonreía. Estaba pensando que la vida, la verdad, no era muy fácil para nadie. Que a Lolita, por ejemplo, le sería más fácil y más barato tener la casa sucia y descuidada, y dejar que los niños fuesen rotos y con los mocos colgando, y si Luis se enfadaba, acostarse en la cama y pensar en la muerte, como había hecho esta estúpida de Mercedes durante años…

La sonrisa de la abuelita se volvió dura. Sí, Mercedes era una estúpida y ella otra. Estaba muy arrepentida de haber venido. Y ni siquiera se atrevía a decirlo.

– La vida es injusta, injusta -seguía diciendo la gorda-; si Dios existiera, no consentiría esto.

Entonces la abuelita se indignó. Estaba tan poco acostumbrada a indignarse que sólo le salió una vocecilla temblona.

– Yo sé una cosa… Que Dios existe, y que la miseria puede llevarse de muchas formas. En casa hemos pasado hambre durante la guerra, pero no hubo suciedad ni abandono, porque mi nieta es una mujer heroica; ella tiene su pago en su conciencia limpia, en el respeto de su marido, y como ella tantas mujeres, tantos hombres que se sacrifican… ¿Es esto injusto?… No todo depende del dinero ni siquiera de la juventud ni de la salud. Yo he vivido mucho y lo sé.

– Con usted no me meto, señora, usted es muy buena, no hay más que verlo; pero le aseguro que yo tampoco soy mala… Pregúntele a esta niña quién la ha acogido en esta ciudad, si su nieta o yo…

Doña Eloísa no sabía por dónde salir. Se sentía como en una pesadilla.

– Vamos, anímese. Le voy a dar una copita.

Doña Eloísa tomó la copita y se sintió, en efecto, más animada. Cuando llegaron al local del "debut", hasta le gustó. Había orquesta, mucha geste bien vestida en aquellas mesas… Y mal vestida también. Todo era extraordinario. Sobre una tarima subían los artistas. Casi todos cantaban. Les aplaudían mucho. Doña Eloísa hasta empezó a comprender que aquellos aplausos les enviciaran.

Cuando subió Mercedes al estrado, empezó a palpitarle locamente el corazón.

Estaba horrible. Era horrible su traje. Horrible su cabello quemado a trozos, con las raíces oscuras. Horribles aquellos abalorios que se había puesto… Sin embargo, la aplaudieron antes de empezar. Ella saludó. Abrió los brazos y echó la cabeza hacia atrás. Luego empezó. Doña Eloísa cerró los ojos para no verla, para oír su voz solamente. Y su voz era agradable, llena. Y recitaba algo muy sentimental, algo que doña Eloísa conocía y le gustaba.

"¡Ah, Dios mío; tiene talento!"

Esta exclamación íntima de doña Eloísa se vio cortada por varias carcajadas incontenibles que estallaban en las mesas. La anciana abrió, asombrada, los ojos.

Mercedes, casi en trance, sin darse cuenta de nada, seguía…

Las risas se hicieron fuertes, descaradas. Un chico joven, en traje de etiqueta, se apretaba el estómago, como si se pusiese enfermo de tanto reír.

Mercedes, espantada, dejó de recitar. Las risas bajaron de tono. Se oyeron voces.

– ¡Que siga! ¡Que siga!

Mercedes siguió, con la voz un poco temblorosa. Pero ya no estaba segura de sí misma, miraba hacia los lados, se equivocaba…

Aquello, aquella agonía que doña Eloísa estaba viendo, parecía ser de una gran comicidad.

Pero entre las risas se oían abucheos, silbidos. Alguien gritó una procacidad.

Mercedes se detuvo. Se plantó en jarras y lanzó un insulto al público. Los abucheos ensordecían.

Mercedes bajó del estrado. Se pisó el traje. Estuvo a punto de caer. Al llegar a la mesa donde la esperaban la abuelita y la amiga, se echó a llorar desesperada.

Doña Eloísa temblaba. Miraba a su alrededor. Ya la atención del público se dirigía a un nuevo artista. Nadie les hacía caso.

La amiga de Mercedes procuraba calmarla.

– Has sido muy tonta. No debiste de ponerte nerviosa. Lo has estropeado todo. Vaya, no llores. Afortunadamente eres joven…

– Escríbale a mi marido, doña Eloísa… Me vuelvo…

La anciana tendió en silencio su pañuelo a aquella pobre mujer llorosa. Luego le habló: – Hija… Eso es una tontería… No tienes ahora más motivos para volverte a tu casa que hace un rato… Esta gente grosera no entiende tu arte, eso es lo que pasa, y nada más… No debes desesperarte.

Mercedes escuchaba… Aquella viejecita era bien extraña.

– ¿A usted le gustó?

– Mucho, hija mía… Tienes mucho talento.

No cabía duda de que doña Eloísa hablaba en serio. Ella no mentía nunca; Mercedes sabía que doña Eloísa no estaba mintiendo… Además hablaba contra ella misma. Un rato antes estuvo haciendo de catequista, y ahora le decía que no debía desanimarse, que era una artista… Desgraciadamente doña Eloísa le parecía a Mercedes muy poco inteligente en esta materia.

– Ahora tranquilízate, toma tu poquito de coñac, y a la cama…Mercedes, de codos sobre la mesa, se tapó la cara con las manos; aquella cariñosa invitación al descanso la llenó de desolación y le recordó que ella no tenía cama, como no fuese un jergón alquilado en un dormitorio compartido con viejas mendigas. La amiga pareció adivinar sus pensamientos.

– Esta noche te vienes a mi cuarto, chiquita; necesitas descansar… Pero antes vamos a acompañar a esta señora, que seguramente no sabrá volver sola a casita.

CAPITULO V

EL padre Jiménez tranquilizó mucho más a Luís y a Lolita que el médico. El médico había sido llamado al día siguiente de la escapada nocturna de la anciana, y dijo que sólo tenía un fuerte catarro y algo de depresión. Preguntado acerca del funcionamiento de las facultades mentales de la señora se mostró muy extrañado. Dijo que le parecía una persona totalmente en sus cabales. Pero Lolita y Luís quedaron igualmente preocupados. Una extraña vergüenza les impedía contar al doctor que la señora había llegado a casa a las dos de la mañana, negándose, además, a contar dónde había estado.

– Sólo lo diré a mi confesor, y si él me lo manda, a vosotros también, si no… Solamente os pido perdón por el susto que os he dado.

La abuelita no salió de casa en ocho días, y en este tiempo toda su familia estuvo pendiente de la vuelta a su convento del padre Jiménez. Al fin llegó, y al fin vino a ver a doña Eloísa, y después de estar encerrado con ella un buen rato, salió sonriente, bailándole en los ojos unas chispitas de ironía.

– Nada, nada, tranquilidad… Doña Eloísa está tan bien de la cabeza como ustedes o como yo… No estoy autorizado a contarles dónde estuvo aquella noche, pero sí puedo decirles que tuvo unas razones altruistas para estar fuera de casa… Hizo una obra de caridad…

Quizá mal entendida… Quizás inútil. Pero una obra de caridad al fin. Yo les ruego que no se muestren tan inquietos y que la dejen hacer su vida de siempre… El caso no se repetirá…

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