Los dientes desportillados se los debo a un vaso en que me estaba tomando un jugo y a la patada que Darío le dio: la patada quebró el vaso y el vaso mis pobres dientes. ¡Qué carajos! Dondequiera que estés, hermano, en el circulo de los irascibles o en el que te hayan asignado en los infiernos, desde aquí te perdono.
Todos los días, tres veces al día, me acuerdo de ti: cuando como, sin que mis dificultades para masticar disminuyan un ápice el amor que te tengo. ¡Para eso están las licuadoras! Además en un tratado de teología de la magnitud de éste no voy a armar un escándalo por tres dientes. ¡Ni que fueran dos ojos!
Para cerrar con broche de oro su faena reproductora, la Virgen María alumbró a Cristoloco y le salió un engendro: el Gran Güevón tantas veces aquí mencionado, el genio del sideroespacio. ¡Por qué, insensata, cuando lo viste no se lo vendiste a un circo, chambona! Ahí mismo has debido actuar, sin dilaciones. ¡Pero qué! La Loca, que no era gente de razón y que el poco juicio que tenía, si tenía, lo tenía descentrado, pecaba por partida doble, por obra y por omisión. Las mujeres además tienen tendencia a conservar lo que les sale por la vagina. Y abajo España, país de cagatintas, masa cerril, arrodillada, que fuiste capaz de gritar un día: «¡Vivan las cadenas!».
La Muerte, extinguidora de odios y de amores, un año antes de venir por Darío vino por papi, y en un mes se lo llevó. Un mes anduvo rondándolo con su cauda gallinácea, su cortejo de curas, de médicos y zopilotes que yo le ahuyentaba.
– ¡Qué! -le increpaba-. ¿No puedes vivir sola y tienes que andar siempre acompañada, con esa corte de sabandijas? Estás como mi amigo Manolo Dueñas que adonde va, va con séquito, o como el cura Papa. Aprende de mí, güevona, que me basto solo.
Y solo, sin amanuenses ni computadora ni Internet, no bien termine esta obrita de teología me voy a levantar el imponente «Inventario Detallado de los Muertos», los míos, completos, que presides tú, por supuesto, la siempreviva, la compasiva, la artera, mi señora Muerte, cabrona. Bienvenida seas a esta casa, mi casa, tu casa, en el barrio de Laureles, ciudad de Medellín, departamento de Antioquia, país Colombia, que es el cielo pero en infierno, y cuya puerta te abrió de par en par un día, o mejor dicho una noche, mi hermano Silvio: la noche en que se voló de un tiro la cabeza. Después fuimos siguiendo todos, uno por uno, como dicen que van cayendo las ovejas al desbarrancadero, aunque yo, la verdad, con tanto que he andado, vivido y visto aún no las he visto caer.
Veinticinco años tenía Silvio, mi tercer hermano, cuando se mató. ¿Por qué se mató? Hombre, yo no sé, yo no estaba en ese instante, como Zola, leyéndole la cabeza. Yo soy novelista de primera persona, y además andaba afuera, lo más lejos posible de Colombia, de ese cielo que dejé hace siglos, desde que abandoné el paraíso. Se mató porque sí, porque no, porque estaba vivo, sin razón. Nunca más lo volvimos a mencionar, y si ahora se lo nombro yo, doctor, es arrastrado por el «elán» del verbo. Yo aquí tendido en su diván hablando y usted oyendo, cobrándome con taxímetro. Yo soy el que hablo y usted el que cobra: me cobra por oírme curar solo. Oiga pues entonces lo que le voy a contar y cobre: mientras papi en su cuarto agonizaba, la Loca despatarrada en un sillón plegadizo de la biblioteca frente a un televisor veía telenovelas. Contando los cinco años que fueron novios, sesenta vivieron juntos, de los cuales los últimos veinte cuando menos mi padre fue su sirvienta: ni un vaso de agua le llevó doña Loca durante ese mes interminable en que yo lo vi agonizar.
Es muy fácil, doctor, estar loco y que los demás se jodan. Y si no véame a mí aquí ahora, hablando, desbarrando, abusando y usted oyendo. Es que yo creo en el poder liberador de la palabra. Pero también creo en su poder de destrucción pues así como hay palabras liberadoras también las hay destructoras, palabras que yo llamaría irremediables porque aunque parezca que se las lleva el viento, una vez pronunciadas ya no hay remedio, como no lo hay cuando le pegan a uno una puñalada en el corazón buscándole el centro del alma. ¿Como por ejemplo cuál? Como por ejemplo, doctor, ese «hijueputa» que nos regalaba la Loca, tan maternal, tan dulce, tan tierno que usted no tiene ni idea ya que las palabras, aunque poderosas, a veces se empantanan en su semántica como el lodo en un charco, y no pueden expresar los múltiples matices del paisaje ni apresar los ¡res y venires del viento. Y no le mando, doctor, de paciente a la Loca del bumerang porque lo enloquece como enloqueció al doctor Botero. No hay alienista que la resista. Se impacientan, pierden el equilibrio mental, caen al suelo, se suben al diván a hablar y los papeles se truecan. Al doctor Pedro Justo Botero Restrepo Restrepo Botero, un antioqueño a carta cabal, sólido como un roble al cuadrado, discípulo de un discípulo de Freud y de la mujer de Jung, y especialista en traumas de la Segunda Guerra Mundial y de la Primera Guerra Colombiana del Narcotráfico (curtido como quien dice en mil combates contra mil pacientes), yo lo vi, lo vi con estos ojos, arrancarse a mechones los pelos de la cabeza y descolgar el diploma de la pared por culpa de la Loca. ¿Salud mental frente a la Loca? Permítame, doctor, que me ría. ¡Jua! El hierro con ser tan hierro también tiene su punto de fusión y los continentes se mueven.
Andando el tiempo no quedó médico en Medellín que le pasara al teléfono. Los llamaba a las doce de la noche a la casa para preguntarles:
– Doctor: el Modiuretic me dice usted que me lo tome con agua antes de las comidas. ¿No me lo podría tomar después con un juguito de naranja?
Tenía obsesión por las naranjas desde que papi compró La Cascada, una finca que sólo producía esas frutas odiosas, y a la cuerda se le metió entonces en la cabeza que teníamos que ser autosuficientes y «economizar» desayunando, almorzando y cenando naranjas.
– Las naranjas no tienen colesterol -decía, y punto, palabra de Dios.
Bultos y bultos de naranjas traían de La Cascada a Medellín, a podrirse en la parte de atrás de mi casa.
– ¿Y por qué no las vendían?
– ¡Ay doctor, no sea ingenuo, a quién! En ese país nadie compra: todos roban. Y para que un pobre le acepte a uno unas naranjas regaladas, uno se las tiene que llevar a su casa. Mientras se las baja uno del carro, otro pobre del tugurio le roba a uno el carro. Dejemos mejor la cosa así. ¡Y que se pudran las hijueputas naranjas!
Hoy yo concibo al infierno como una dieta monocorde de ese cítrico infame, sin melodía, sin armonía, sin colorido orquestal, sosa como un oboe predicando en el desierto con un balido de oveja. Y el cielo me lo imagino como unos chicharrones de manteca de cerdo, fritos en si mismos, crepitando de rabia y cargados de colesterol que me forme un trombo que me obstruya las arterias y me paralice el corazón.
– ¿Y si ella estaba tan enferma y su papá tan sano, por qué el sano murió y la enferma sobrevivió.
– Es que a estas malditas viejas de Antioquia, doctor, les dio a todas por enterrar al marido. A papi la suya lo enterró en vida. De economía en economía lo fue minando hasta que por fin acabó de matar al cadáver. ¿Sabe de qué vivía al final de su vida el faquir? Del humo del cigarrillo Pielroja que ella también le quería quitar. Que el cigarrillo provocaba cáncer del pulmón, decía. ¡Mentira! Papi murió con los pulmones limpios, yo vi las radiografías. Tan limpios como su alma.
«Economizar» era el verbo favorito de la Loca porque esta mujer, pródiga en hijos, en lo demás era avara, de una avaricia Rendón. Por eso como no fuera su marido no le duraba sirvienta.
– Apague el fogón m'hija -les gritaba desde arriba-, y en el calor residual de la parrilla me calienta un café.
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