Fernando Vallejo - El Desbarrancadero

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Galardonada con el Premio Rómulo Gallegos en su XIIIª edición (2003).
Narrada casi en su totalidad en primera persona, por un personaje fácilmente identificable con el propio autor, la novela nos cuenta la decadencia y desintegración de una familia de Medellín. Fernando, el narrador y mayor de nueve hermanos, regresa al hogar, después de años de vivir en México, para asistir a su hermano Darío quien está muriendo de Sida, y a su padre también enfermo. De poco sirven sus esfuerzos y sus conocimientos de medicina, pues los dos mueren tras penosas agonías, pero el reencuentro al menos le permite recuperar, a través de largas conversaciones, los buenos momentos vividos con ambos: la infancia al lado del padre y las aventuras de juventud con Darío, en las que los hermanos (los dos homosexuales) incurrían en excesos de todo tipo.
Fernando culpa de todos los problemas y desgracias familiares a su propia madre, a la que denomina ` la Loca `: `con sus manos de caos, con su espíritu anárquico, con su genio endemoniado, la Loca boicoteaba todo intento de orden de parte nuestra`. Nunca trabajó y obligó a su esposo a mantener una familia demasiado numerosa (los niños dormían en habitaciones improvisadas) y complacerla en todos sus caprichos. Las diatribas de Fernando están dirigidas también contra el menor de los hermanos (el ambicioso `Cristoloco`), los políticos colombianos casi sin excepción y, especialmente, contra el Papa Juan Pablo II: `Juana Pabla Segunda la travesti duerme bien, come bien, coge bien… Alí Agcka, hijueputa, ¿por qué no le apuntaste bien``
Otro aspecto polémico de El desbarrancadero es su carácter autobiográfico. El Fernando del libro es el propio autor (quien también ha publicado una extensa autobiografía titulada El río del tiempo), así como Darío es el nombre de su verdadero hermano muerto de Sida hace cinco años, en circunstancias similares a las aquí narradas. `Para mí ficción es sinónimo de mentira, y yo odio la mentira`, ha declarado ante las aclaraciones y desmentidos hechos por su madre de 80 años de edad. Aclaraciones innecesarias, pues los lectores pueden darse cuenta que la narrativa de Vallejo se inscribe dentro de esa tradición literaria que va del Satiricón hasta El otoño del patriarca, en la que el humor y las exageraciones se convierten en las más certeras críticas ante problemas verdaderos.

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A riesgo de convertirme en una estatua de sal miré hacía atrás y vi arriba en la escalera a la Loca mirándome, viéndome ir. Salí, cerré tras de mí la puerta, y en ese instante afuera un sol sombrío surgió de las montañas y se detuvo ante mi ex casa el taxi: traía el radio prendido. Subí con la maleta y el taxi arrancó.

– Señor -le pedí al chofer-, apague el radio y le pago el doble de lo que cueste el viaje.

El asesino lo apagó.

Cuando iniciábamos la subida por la carretera de Rionegro se soltó a llover: una lluvia densa, cerrada, que ocultaba el paisaje. Así que la última vez que vi a Antioquia fue unas semanas atrás, bajando a Medellín del aeropuerto, a mi llegada. ¡Quién iba a decirlo, quién iba a saber!

Lo último que me pidió Darío fue que hiciera las paces con Cristoloco y la Loca, que les perdonara lo que les tuviera que perdonar. ¿Pero cómo? me pregunté estupefacto. ¿Los muertos decidiendo por los vivos? ¿Está eso en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre? ¡Que se mueran los que se van a morir y no jodan! ¿O es que alguna vez el que se moría me hizo caso a mi? Ni una, que yo recuerde.

– ¡No! -le contesté con un no más rotundo que el planeta Tierra.

Y mientras el taxi avanzaba por la carretera de Rionegro alejándome de él, volví a verlo como lo vi a mi regreso bajo su tienda de sábanas, esperando a que el horror de la Muerte viniera a librarlo del horror de la vida. Volví a verlo turbiamente, en mi recuerdo encharcado.

A la entrada del cementerio de San Pedro, en Medellín, Colombia, se alza el Ángel del Silencio sobre un pedestal de mármol: con el índice sobre la boca nos indica que hay que callar.

– A callar, súbditos de la Muerte, que acabáis de entrar en su oscuro reino.

¿La Muerte? ¡Cuál Muerte, ángel pendejo! La Muerte, si te digo la verdad, a mí siempre me hizo en vida los mandados. En cuanto a mi entierro en tan ilustre camposanto donde se han podrido tantos de mis amados paisanos, imposible porque ya en México me cremaron: costó una fortuna en mordidas a los del Ministerio Público el permiso para mi cremación.

Las llantas del taxi surcaban los charcos abriendo a su paso abanicos de agua. Ya sabía yo que nunca más iba a volver, que ése había sido mi último regreso.

Como un perro que orina para indicar que por ahí pasó, la Loca se pasó la vida pariendo hijos: le iban saliendo de las entrañas, de sus profundidades oscuras como el infierno con los imborrables genes Rendón. Imborrables, digo, porque hasta donde yo sepa, con todo y los progresos que dizque ha hecho la humanidad, aún no ha inventado el borrador de genes. Por lo pronto, de mi álbum de fotos, de daguerrotipos, la voy cortando con unas tijeras de donde aparece: está en los bautizos, en las primeras comuniones, en las bodas, en los entierros, ubicua como Dios Padre o como Balzac. En los bautizos quería ser la bautizada; en las primeras comuniones, la comulgante; en las bodas, la novia; y en los entierros, ¡la muerta! Me ha quedado un álbum de fotos mutiladas, una verdadera masacre de recuerdos tijereteados.

Arroyos enloquecidos bajaban de la montaña volcándose sobre la carretera, y un viento rugiente nos mentaba la madre y nos aventaba la lluvia en ráfagas de abalorios.

– Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac -iban diciendo con apremio las plumillas del parabrisas rebasadas por el agua.

¿Qué pasó en últimas con el capo vaticano, el farsante Wojtyla, el tartufo, el beato, el travesti polaco, que no lo veo cantando en estas alturas azules entre los angelitos de Dios? ¿Finalmente murió? Si murió ha de estar entonces en la oscuridad de los profundos infiernos.

No se veía a un palmo. De una curva a la otra nos encontramos ascendiendo a contracorriente de un río. Como un miserere doliente llovía la lluvia sobre la capota del taxi. ¿La «capota»? así llamábamos de niños al techo del carro de papi. Todo cambia, todo pasa, todo se acaba, los idiomas y las palabras también. De tantas que se le han muerto a éste acabó por morirse el santo.

– ¡Qué bueno que descansó! -comentaba la Loca cuando se enteraba de la muerte de alguno.

¿Y para qué trajo entonces semejante chorro de hijos a este mundo sacándolos de la paz del otro, de la imperturbabilidad del notiempo, también llamado eternidad? ¿Para que giraran con el planeta estúpido trescientos sesenta y cinco días al año durante años y años hasta que, gastada a más no poder la máquina, cansada, harta, volvieran humildemente al punto de partida, comidos por los gusanos o las llamas? Los hubiera dejado donde estaban. Lo que sobra sobra.

Entramos a una explanada. ¿Llano Grande? Las llantas del taxi seguían surcando los charcos, y la lluvia doliente cantando su salmodia. Sonó el teléfono y contesté: era Carlos para darme la noticia de que acababa de morir Darío. En ese instante entendí que se acababan de cortar mis últimos vínculos con los vivos. El taxi se iba alejando, alejando, alejando, dejándolo atrás todo, un pasado perdido, una vida gastada, un país en pedazos, un mundo loco, sin que se pudiera ver adelante nada, ni a los lados nada, ni atrás nada y yendo hacía nada, hacía el sin sentido, y sobre el paisaje invisible y lo que se llama el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas la lluvia.

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