Entramos en el salón y nos llegó el rumor de una conversación que se interrumpió bruscamente. Los dos hombres se levantaron de sus butacas. «Octavio Guzmán», dijo el padre de Amelia, señalando al viudo con su mano extendida. Y luego cogió una mano de mi madre y la estrechó efusivamente entre las suyas al tiempo que decía: «Bienvenida, Gabriela.» El viudo inclinó la cabeza con un reverencioso saludo. La luz del jardín entraba por la ventana del fondo y dibujó el perfil de los dos, mi madre y el viudo que permanecían de pie uno frente a otro. Los dos enlutados y rodeados de un halo luminoso que destacaba aún más la negra envoltura de sus trajes.
Mi madre dijo: «Es la segunda vez que me caso en una iglesia, yo que no creo en nada…»
Estaba guapa. El traje era negro y recuerdo que pensé: es la segunda vez que se casa de negro. Me hubiera gustado un traje más vistoso. Por ejemplo, un traje rosa o azul brillante. Pero eso no era para mi madre. «Eso que dices no es para nadie. Eso es un traje de noche, de fiesta», me dijo Rosalía, la sobrina de Octavio. Había venido a la boda desde Puebla, junto con su madre doña Adela, que era viuda, y el otro hermano de Octavio, soltero, don Ramón.
No puedo decir que yo estuviera triste y tampoco alegre. Desde el momento en que salimos de España en el descapotable rojo -ellos dos delante y Merceditas y yo detrás, tal como había fantaseado la primera vez que vi al viudo- no había pensado en posibilidades novelescas. En aquel viaje no se hablaba más que de los detalles de la huida, porque para nosotras era una huida. La guerra mundial cada vez se extendía más y Octavio decidió regresar a México con la niña. Ése fue el momento, la ocasión que aprovechó mi madre según me contó luego. Octavio ya le había hablado de lo bien que recibían en su país a los republicanos, del fervor de la gente, de la generosidad del presidente Cárdenas, de los barcos llenos de exiliados que salían de Francia. Un día dijo: «¿Por qué, Gabriela, no intentamos que se vengan ustedes para allá? Serán felices, ya lo verá. Dejarán atrás esta tristeza y esta angustia de la guerra y sus consecuencias…» Dice mi madre que se encontró con la propuesta así de repente, pero la verdad es que ella llevaba mucho tiempo dándole vueltas a lo de marcharse lejos. Me lo había dicho más de una vez: «Nos iremos…» Ella siempre tuvo ese deseo de escapar. Y más entonces con la guerra perdida y el porvenir tan negro. Porque ya no podía soñar con que le devolvieran la escuela ni con trabajar por su cuenta, como había hecho los años de la guerra. Cuando conseguimos, mejor dicho, consiguió Octavio los permisos y los pasajes echando mano de los amigos de sus amigos en Lisboa, creo que todos respiramos tranquilos. Dos días antes de embarcar, Octavio vendió a un amigo el descapotable rojo.
Ya en el barco, mirando la tierra que quedaba atrás, me dijo mi madre: «Así arranqué un día de Cádiz para irme a Guinea. Entonces no escapaba de nada y además iba sola…» Me cogió de la barbilla, ella que no era muy dada a los gestos cariñosos, pero no sonrió. Yo aproveché para decirle: «¿De qué huimos? ¿Tienes miedo por aquel amigo de mi padre?» Y ella contestó: «No. Tengo miedo de no poder vivir en una cárcel, porque ya todo es una cárcel…» No lo entendí muy bien, aunque ahora sí lo entiendo después de un tiempo viviendo aquí, con tantos españoles refugiados y tanta noticia triste que nos llega de España. Pero volviendo a la boda, durante el mes que tuvimos que esperar en Lisboa nadie habló de boda ni cosa parecida. A veces nos tomaban por una familia y decían tu papá o tu mamá a Merceditas y a mí. Pero ellos nada, más bien callados, preocupados por las dificultades que estaban surgiendo y las que poco a poco podían aparecer. Ocupándose de nosotras y llevándonos de paseo a la orilla del mar, al Acuario, a la estufa fría. Me gustaba Lisboa y me gustaba la gente: me gustaba aquel acento dulce y arrastrado. «¿Por qué no nos quedamos en Lisboa?», pregunté una vez. «Está muy cerca de España, no hace falta barco para volver.» Mi madre no contestó. Contestó Octavio: «Aquí ustedes no pueden vivir y en México sí.» En el barco seguí haciendo preguntas: «¿Tenemos dinero bastante?» Porque sospechaba que el dinero que nos dieron por la casa de la abuela no iba a durar siempre.
«Cuando lleguemos, trabajaré como hacen todos», dijo mi madre. Octavio la puso en contacto con los españoles exiliados. Primero le encargaron trabajos de oficina, largas listas de nombres y domicilios de españoles para poder dar información si preguntaban por ellos. Después trabajó en un economato donde se recibían donativos para los refugiados, ropas, muebles, mantas. Así estuvimos unos meses y durante ese tiempo Octavio se quedó en Ciudad de México con la niña. «Hasta que ustedes se acomoden», nos dijo. A mí no me chocó porque pensaba yo: «Si pudo estar una temporada tan larga en Europa también podrá quedarse algún tiempo más en la ciudad.» Para entonces ya sabíamos muchas cosas de Octavio. Que no tenía padres. Que cuando se quedaba en Ciudad de México vivía en la casa de unos tíos suyos a los que quería mucho porque le habían cuidado cuando murió, muy joven, su madre. Que sus dos hermanos mayores vivían en Puebla. Que él administraba una hacienda familiar con mucha tierra y muchos cultivos. Que alguna vez teníamos que ir a visitarles y quedarnos unos días…
Allí en la boda había españoles, conocidos en nuestra corta estancia entre ellos, y también mexicanos, amigos de Octavio. Los mexicanos parecían contentos con mi madre. «Doña Gabrielita», le decían, «qué alegría que usted se case aquí en nuestra tierra y con un mexicano.»
El mexicano estaba serio. También vestía de negro y al verlos juntos se me vino a la memoria el día que se conocieron. Que por cierto, aquélla fue la única vez que tuve una especie de corazonada al verlos a los dos tan de luto, tan iguales, tan viudos y solitarios. Merceditas y yo estábamos juntas, en el primer banco de la iglesia. Ella con un traje blanco. Yo con un vestido rojo. Los zapatos eran de charol negro y me hacían daño. Por la noche, cuando me los quité, tenía una ampolla en el talón y lloré de dolor, aunque yo creo que también lloraba por los nervios y las emociones del día y por la boda de mi madre, que me alegraba y me entristecía a la vez. Merceditas parecía tranquila. No se movió durante la ceremonia, que fue corta, ni después en la fiesta que se sirvió en un restaurante precioso lleno de flores y luces de colores, con muchas cosas para comer y beber y cantos de los amigos de Octavio. Cantos tristes unos, de penas y desengaños, y otros alegres con una música que daba ganas de correr y saltar. Merceditas se portó muy bien. Era una niña dócil. Hacía siempre lo que su padre le mandaba. Se veía que le quería muchísimo y no se separaba de él ni un minuto. Por eso me decía yo que no le haría mucha gracia lo de la boda, aunque lo aceptara sin rechistar como todo lo que su padre hacía. Muchas veces después he pensado que fue raro aquel día que pasamos juntas las dos y sin embargo tan separadas, cada una pensando en sus cosas sin decirnos nada, casi ni nos mirábamos. Venían los invitados y decían: «Ay, mira las hermanitas, qué bueno, dos hermanitas tan igualitas, juntas así de golpe…»
Pues ya digo, en el viaje de barco, que fue largo y no sé cuántos días duró pero fueron muchos, no vi yo en la pareja síntomas de amoríos o cariños. Se portaban como buenos amigos, pero un poco lejanos; cada uno pasaba mucho rato con su hija aunque luego comíamos y cenábamos juntos los cuatro, pero eso era todo. Mi madre y yo salíamos con frecuencia a cubierta. Si hacía bueno nos sentábamos en una sillas que estaban atadas unas a otras para que no se cayeran con el viento. Allí nos tropezamos con muchos españoles. Había bastantes en situación parecida a la nuestra, aunque decían que la mayoría embarcaban en Francia, sobre todo una vez que empezó la guerra y se vio que allí poco porvenir tenían. Iban todos con esperanzas de una nueva vida, pero también tristes y llorosos por lo que dejaban atrás. Jugábamos con los otros niños al parchís en un salón sombrío donde los mayores tomaban café al vaivén de las olas. El viudo y su hija aparecían de tarde en tarde. Él se inclinaba a saludar a mi madre y preguntaba: «¿Todo bien, Gabriela?» Y mi madre le sonreía, como apagada, como sin ganas.
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