Rosalía, la sobrina de Octavio, vino a buscarnos a Merceditas y a mí y nos advirtió: «Sus padres se van, niñas, vengan a despedirse.»
Yo sabía que se iban a la hacienda para preparar nuestra llegada, y también, pensé después, para acostumbrarse a estar juntos. El caso es que se fueron, serios y tranquilos. Desde la puerta volvieron la cabeza y nos dijeron otra vez adiós. Los invitados españoles se habían ido colocando juntos y cantaban canciones que todos conocían y coreaban con entusiasmo.
El día de la boda nos llevaron a dormir a la casa de los tíos de Octavio, donde habían estado instalados él y Merceditas, desde nuestra llegada de España. Era una casa grande, de dos pisos, en Coyoacán. Tenía un jardín alrededor y al fondo una casa pequeña, como de juguete, que habían construido para sus hijas cuando eran niñas. Los tíos eran mayores. Sonreían siempre y me trataron con mucho cariño. Me instalaron en el cuarto de Merceditas, que tenía dos camas de madera con un baldaquino del que colgaban cortinas blancas, tiesas de almidón. «¡Ay qué alegría tener otra vez niñas en la casa!», decía la tía. Acariciaba a Merceditas, y a mí me daba golpecitos en la cara: «Mírala, la española, tan seria y tan mayor.»
Aquella noche dormí mal. Estaba nerviosa y la extrañeza del cuarto excitaba mi imaginación. El calor me agobiaba, me asomé a la ventana y contemplé el jardín. La casa de los juegos estaba en sombras. De pronto me pareció que una luz temblorosa brillaba tras los cristales de la casa, como si alguien se moviese dentro con una vela en la mano. ¿Era el reflejo de la calle? ¿El fantasma de las niñas lejanas? El corazón me latía con fuerza. Miré hacia la cama de Merceditas, que aparentemente dormía. Cerré la ventana y volví a la cama sin hacer ruido. Tardé en dormirme y no me desperté hasta que Merceditas vino a buscarme y me sacudió suavemente diciendo: «Que nos vamos ya, que el coche nos espera…»
Después de desayunar, salimos hacia Puebla para pasar unos días con doña Adela. Luego nos vendrían a recoger nuestros padres para llevarnos a la hacienda.
Puebla es una ciudad grande. Está en un valle rodeado de montañas muy altas. Tiene una plaza con muchos árboles y una fuente preciosa en el medio. Allí está la catedral. Pero hay iglesias por todas partes. Iglesias con altares de oro, iglesias con altares pintados de muchos colores, torres altas, cúpulas, campanarios. Cuando suenan las campanas parece que ha empezado una gran fiesta que se transmite de unas a otras y se prolonga hasta el último rincón. Rosalía, la prima, nos acompañó a dar un paseo hasta la iglesia de Santo Domingo que tiene una capilla, la del Rosario, muy alegre, con una virgen llena de adornos. «Aquí me bautizaron», dijo, «a ver si me caso aquí.» Eso fue el sábado. El domingo nos llevaron a misa a la catedral. No se parecía nada a la de mi ciudad, pero me gustó ir. Me gustó la ceremonia, la música, las casullas de los curas, el parpadeo de los cirios, el olor del incienso. Por la tarde nos dieron chocolate con dulces muy ricos. El chocolate lo hicieron en una chocolatera dorada, removiendo lentamente con el molinillo. Como en España. El tercer día, que era lunes, fuimos con doña Adela al mercado. Los puestos eran maravillosos. Todo lo que vendían tenía muchos colores: las frutas, las especias, las telas… También las flores de papel y los juguetes de latón. El mercado era lo más alegre de Puebla. Doña Adela nos compró chucherías y a mí me regaló un traje de poblana muy bordado con los colores de la bandera. El martes llegaron mi madre y Octavio. Mi madre llevaba un vestido blanco y estaba muy guapa. También Octavio llevaba un traje claro y un sombrero de paja fina.
Al entrar por primera vez en la hacienda de Octavio confirmé lo que ya sabía: que Octavio era rico. El viaje a la hacienda lo hicimos en coche, un Ford grande, cargado de equipaje. Desde Puebla no había muchos kilómetros, pero la carretera era mala, llena de cuestas y curvas porque había que atravesar una parte de montaña. Al doblar un recodo, de pronto apareció una explanada y una tapia no muy alta, en cuyo centro destacaba una puerta de hierro forjado con un arco superior en el que decía con letras muy recargadas: «Hacienda Guzmán.» La verja estaba abierta y el coche avanzó por un paseo ancho, limitado por árboles a ambos lados. Al final del paseo estaba la casa, una espléndida construcción española, de la época colonial, me explicó mi madre, con una fachada blanca que se prolongaba hasta lo alto en curvas airosas rematadas por un campanario. Tenía muchos salones y habitaciones que allí les dicen recámaras, pasillos, galerías y un patio central, rodeado de buganvillas moradas que subían hasta el primer piso. En el centro se erguía una palmera con un tronco grueso por el que trepaba una glicina color naranja. Bancos de hierro muy trabajados ocupaban las cuatro esquinas del patio y arriba, en lugar de techo, resplandecía un rectángulo de cielo azul.
La finca era enorme. Kilómetros de cultivos, maíz, trigo, fríjoles, se extendían por las estribaciones de la montaña y descendían a un amplio valle para volver a subir por las laderas lejanas. «Ya iremos recorriéndolo todo», dijo Octavio. «Del otro lado, más hacia el sur, están las mejores tierras de la hacienda. Ésas son las que cedió mi padre cuando la reforma de Carranza.» Se dirigió a mi madre: «Te advierto que están medio abandonadas. No tenían quien supiera dirigir y organizar el trabajo, y los indios, ellos solos, han acabado por arruinarlas. Lo mismo ha ocurrido con muchos ejidos.» Mi madre sonrió y dijo: «No sabían cultivarlas. No sabían organizarse. Porque nadie les enseñó…»
En la casa teníamos criados y en el campo peones. Éstos en realidad eran familias de indios que vivían diseminados por el territorio de la hacienda. Vivían en casas de adobe encaladas, con una parra sobre la puerta o arbustos a su alrededor. Trabajaban de sol a sol y parecían contentos porque el amo no era «cruel y abusón como otros», decía Remedios, la gobernanta que había visto nacer a Merceditas y había cuidado a su madre hasta el final. Remedios hablaba mucho. Sería por la confianza que le había dado la familia o por los muchos años que llevaba en la casa o porque tenía sangre española. Como ella decía, «mi Fernández es de allá, de ustedes, no como otros que no sé de dónde sacan el apellido».
Los demás criados apenas hablaban. Iban de un lado a otro haciendo sus trabajos, un poco aturdidos por nuestra presencia. Ésos eran los que tenían sus obligaciones en la vivienda principal. Los otros, los que trabajaban en el campo, no aparecían por la casa y apenas los conocíamos. Pero sí conocíamos a sus hijos. Había niños por todas partes. Enseguida observamos que se movían libremente, los utilizaban en las tareas más variadas y aparentemente no iban a la escuela. Los niños y su absoluto abandono fue la causa de una discusión que presencié entre mi madre y Octavio. «No se puede con ellos», dijo Octavio, «el pueblo está lejos y no tienen interés en ir a la escuela. Con cualquier disculpa abandonan.» Por ahí empezó la discusión. Octavio era un hombre abierto a todas las transformaciones y partidario de las reformas que pudieran beneficiar a su país. Como mi madre, él creía que sólo la educación cambiaría las cosas. «Pero ¿qué haces para que cambien?», preguntó mi madre aquel día, cuando llevábamos unos quince viviendo en la hacienda. «Sé cómo piensas y estamos de acuerdo en las ideas, pero la conducta no siempre coincide con esas ideas. No es suficiente votar y opinar, cada uno debe hacer lo que mejor pueda para mejorar las cosas.» «Las acciones individuales son granos de arena en el desierto», dijo Octavio.
«Yo creo en los granos de arena», replicó mi madre. «Es fundamental que los niños de tus peones vayan a la escuela.» Así nació la idea de hacer una escuela en la hacienda para que mi madre la organizara y enseñara a leer y escribir a los inditos.
Читать дальше