Todo quedó resuelto con una condición, la separación de niños y niñas. «En eso no podemos hacer nada, Octavio, nada desde que salió la nueva Ley», le dijeron. Esta nueva exigencia llevó a mi madre a transformar su escuela y a darle un nuevo giro. Necesitaba otro local. Un pabellón separado de la casa con dos alas, niños y niñas. La antigua escuela situada en la capilla quedaría para actividades comunes, porque mi madre se negó a aceptar una separación total. Octavio accedió a construir la escuela. Otro problema vino a surgir con la separación: mi madre necesitaba ayuda. A través de Nuria buscó otra persona que quisiera vivir en la hacienda de lunes a viernes.
A medida que mi madre se afincaba más en la hacienda y organizaba su vida de modo definitivo, yo me iba alejando de ella. La adolescencia marcó el principio de mi deseo de separación. Mi madre seguía siendo la persona más importante para mi, pero yo necesitaba respirar por mi cuenta, vivir, experimentar. No podía hablar de esto con nadie. Rosalía seguía con sus sueños de un matrimonio tradicional, su deseo de convertirse en ama de casa sin la más mínima curiosidad por estudiar y viajar. Merceditas era muy niña todavía y esperaba la voz del padre que marcara el camino a seguir.
Oportunamente, vino a entrar en nuestras vidas la persona que yo necesitaba. Se llamaba Soledad y era perfecta, según Nuria, para ayudar a mi madre en la escuela. Había nacido en Veracruz pero vivía en Ciudad de México con un hombre que luego la abandonó. Había hecho una licenciatura en Letras y se interesó por el trabajo porque, según Nuria, quería salir de la ciudad, donde no podía dar un paso sin encontrarse con su antiguo amor, un personaje muy representativo del mundo intelectual. Soledad estaba dispuesta a vivir en la hacienda, no de lunes a viernes sino toda la semana. Cuando entró en nuestra casa por primera vez me quedé sin aliento. Era la mujer más guapa y más interesante que había visto en mi vida. Aceptó las condiciones y se quedó. Poco a poco fuimos descubriendo sus numerosas cualidades. Tocaba el piano, bailaba ballet, hablaba francés, recitaba, cantaba, se movía con gracia y sonreía a todos como diciendo: «Bien, aquí me tenéis, dispuesta a haceros la vida más alegre.» A mí me deslumbró. Mi madre vio enseguida la cantidad de posibilidades nuevas que ofrecía a la escuela la colaboración de Soledad.
Octavio la aceptó con cortesía y una sombra de distanciamiento que marcaba siempre su relación con los demás. Merceditas, como su padre, se mantuvo al principio reservada, pero no tardó mucho en entregarse al encanto de la recién llegada. Fue Remedios quien hizo, como siempre, un análisis original de la situación: «Digo yo, mis niñas, que ¡poco bien que va a estar el señorito Octavio con tanta mujer! Me lo veo ya presidiendo la mesa y ustedes cuatro, alrededor, halagándole…»
Soledad transformó nuestras costumbres sin intentarlo y, desde luego, sin consultárnoslo. En principio el almuerzo se retrasó porque se alargaron las horas de clase. Al final de la mañana, reunía a niños y niñas en la antigua capilla y durante un rato les enseñaba a cantar. Hizo bajar del primer piso el piano que no se usaba y dijo: «Quiero hacer un coro.»
Por otra parte, a primera hora de la mañana sacaba a todos los niños al patio de la parte trasera y hacía gimnasia con ellos, antes de empezar las clases. Luego trabajaba con las niñas mientras mi madre se ocupaba de los niños, cada una en su aula.
Mi madre estaba contenta. Era el tipo de ayuda que necesitaba, una persona joven, llena de entusiasmo y de recursos, y con sus mismas ideas sobre educación. Después de comer, la sobremesa se prolongaba un buen rato sin que nadie pensara en retirarse como hacíamos antes.
Soledad nos mantenía a su lado cautivados por su charla. Hablaba de personas conocidas de todos, personas públicas que tenían un relieve en la vida mexicana. Y de personas desconocidas, amigos suyos de los que contaba anécdotas divertidas o terribles. Ilustraba la conversación con citas literarias o con reflexiones filosóficas.
A Remedios la volvía loca. «Remedios, cuando quieras te enseño a hacer crochet… Remedios, te cortaré el vestido después de cenar… Remedios, tienes que hacerme las papas con dulce y frutas que se te dan tan bien…» Se dirigía a todos con soltura. Tuteaba, abrazaba, besaba. Un día, al poco tiempo de estar Soledad instalada en nuestra casa, vino doña Adela a comer. «Yo creo que vino a observar», nos dijo Remedios aquella noche, mientras la ayudábamos a recoger la ropa planchada. «Venía a ver qué pasa con la señorita Soledad. Que estoy segura de que no le gusta porque habla mucho y nos trata a todos con el tú…»
Abandonamos a Remedios enseguida y volvimos al comedor, donde aún seguían hablando los mayores. Sobre todo Soledad. «Frida Kahlo es una mujer impresionante», decía. «Además de ser una gran artista, ese amor tan grande con Diego Rivera, sólo imaginarlo se me pone la carne de gallina…» Echaba hacia atrás su melena negra. Miraba a lo alto unos segundos y regresaba a tiempo para fijarse en nosotras, que habíamos entrado en silencio y nos quedábamos de pie esperando para pedir, en alguna pausa, «un ratito más, por favor».
El óvalo del rostro de Soledad era perfecto. Los brazos largos, las manos finas. Su cuerpo se movía en un baile permanente pero natural. Como se mueven los pájaros cuando vuelan o los peces cuando nadan. También como el gato de Remedios, cuando se deslizaba por la tapia del patio con su balanceo mesurado, observando.
Al paso de los años, cuando rememoro aquellos hechos y evoco a las personas que fueron sus protagonistas, me pregunto: ¿Cómo es posible que conviviéramos tan estrechamente con Soledad y supiéramos tan pocas cosas de ella? Porque Soledad, que hablaba tanto de otras gentes, apenas aludía a sí misma; rara vez dejaba traslucir algún dato que permitiese identificarla. Sólo algunas noticias escuetas: un padre muerto, una madre y un hermano que vivían en Veracruz, sus estudios universitarios. Nada más. Ninguna anécdota que añadiera calor biográfico a su pasado. Ninguna confidencia espontánea que pudiera permitirnos imaginarla en su vida anterior. Encerrados en la hacienda, con tan pocas oportunidades de salir de nosotros mismos, Soledad nunca tuvo un momento de desánimo que la impulsara a un desahogo emocional.
Los días pasaban y la brillante personalidad de Soledad seguía ejerciendo su fascinación sobre nuestra familia. Es verdad que doña Adela, a raíz de su visita, había dado muestras de desagrado. «Me han dicho que es demasiado libre, Gabriela. ¿Tú crees que es natural que ella viviese en Ciudad de México con ese hombre tan famoso, sin casarse, claro, porque él ya está casado…? No sé si es buena cosa tenerla tan a mano de las niñas. ¿No crees que las puede influir mal, dar mal ejemplo?» Mi madre se reía. «La estrechez moral de tu hermana», le decía a Octavio, «es asombrosa.»
Soledad escribía muchas cartas. Se las daba a Damián para que las echara al correo en Puebla. Yo tenía verdadera curiosidad por esas cartas. ¿Para quién eran? Pude echar alguna ojeada a los sobres. Iban dirigidos a personas desconocidas en Madrid, en Barcelona, en París. También a asociaciones misteriosas, o así me lo parecían porque no podía entender el significado de las siglas.
Ella también recibía cartas. Se las daba Nuria a Damián metidas en un sobre grande cuando reunía tres o cuatro. ¿Por qué no las mandaban directamente a la hacienda? Yo misma me di la respuesta: Tardarán menos en llegar a la casa de Nuria en Puebla. No aparecía pista alguna que diera luz sobre Soledad. Tampoco la buscábamos. Nos limitábamos a aceptar la lluvia de sugerencias que ella derramaba sobre nuestra existencia. Fuegos artificiales que encendía sin esfuerzo y que nos mantenían absortos en su espectacularidad.
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