Dos días completos, con sus correspondientes paradas para comer y dormir, nos costó el viaje. Desde Oaxaca -«ya vendremos otra vez, Juana. La ciudad más hermosa de México»- salimos a una carretera con muchas curvas y cuestas. Apenas encontramos coches, sólo alguna camioneta renqueante cargada de madera. Y campesinos en sus burros. Parecían dormidos; avanzaban despacio con la cabeza gacha, oculta por el amplio sombrero atravesando, como nosotros, la Sierra Madre del Sur. Desde los áridos riscos, descendimos después a un territorio verde, llano y frondoso. En un punto de la carretera, pasada una ermita en ruinas cubierta de vegetación, una flecha, toscamente pintada, indicaba «A la hacienda Durán». Era el comienzo de un camino estrecho, lo justo para que pasara el automóvil. Las copas de los árboles formaban un túnel que ocultaba la luz. Al cabo de un buen rato entramos en un espacio despejado. Al fondo, una cerca blanqueada marcaba el comienzo de la finca. Por un paseo de palmeras llegamos hasta la casa, rosada, con dos escalinatas curvas que confluían en el porche principal. La puerta se abrió y allí estaba el señor Tomás sonriente, con el sombrero en la mano, esperándonos.
Desde el primer momento me sentí atrapada por el mundo que acababa de descubrir. Recuerdo la primera noche que pasé allí. Las aspas del ventilador giraban en el techo de mi cuarto. La gasa finísima del mosquitero se movía leve, al paso del aire. Me envolvían las sombras y un murmullo de vida nocturna se diluía en el vaho vegetal, casi líquido, que penetraba por la malla de las ventanas. Una mariposa, que había quedado encerrada en la habitación, golpeó aturdida el mosquitero. Era grande y pude ver sus manchas brillantes a la luz de una luna aparecida entre jirones de neblina. Me hubiera gustado moverme, abrir la ventana, liberar a la mariposa extraviada. No me decidí. No tenía miedo; era una deliciosa laxitud que me embargaba. El cansancio del día y el zumbido del ventilador me fueron sumergiendo en un sueño profundo.
El amanecer fue deslumbrante. Durante la noche había llovido y el sol lucía en un cielo limpio. No lejos de la casa, se extendía la selva. «El capataz las lleva a dar un paseíto», dijo el señor Tomás… «No tiene trabajo urgente, no. Su mejor trabajo es complacerlas.» Desayunamos ensalada de frutas y café con leche y bollos, y nos subieron a una camioneta cubierta de lona. «Las llevaré hasta el poblado Durán, que está cerquita», dijo el capataz, un mulato grande, muy complaciente. Se dirigía siempre a Rosalía: «Ha crecido usted mucho, señorita. ¿Recordaba la hacienda?» Por el camino atravesamos puentes sobre ríos secos o inexistentes. Entre los árboles se veían chozas de palma trenzada con hamacas colgadas a la entrada. En un bosque de palmeras abrazadas y asfixiadas por otros árboles, había una explanada: el comienzo del poblado Durán. A la puerta de una choza un viejo tallaba un tronco retorcido. Tenía algunas figuras terminadas, colocadas ordenadamente en el suelo: una paloma, un diablo, un pescado con forma de dragón. «Los pinta con colores que saca de las plantas», nos explicó el capataz. El viejo nos regaló limones y nos enseñó sus obras cuidadosamente.
Al día siguiente nos llevaron a la laguna, la parte ensanchada de un río que se pierde en la selva. En el centro de la laguna había una pequeña isla. La rodeamos en una barca de remos. La pájaros, águilas, garzas, pelícanos huían ante nuestra proximidad. Los arbustos, enormes, entraban en el agua, y sus raíces se enredaban unas con otras formando una verdadera red. En los árboles, ceibos y cedros, se veían las bolsas negras de los hormigueros gigantes. Al regresar por un camino diferente, vimos nuevos poblados. Los niños convivían en absoluta libertad con los cerdos, los pavos y los cabritos. El sol quemaba y las moscas se detenían sobre los restos de un animal muerto al lado del camino.
Cuando llegamos a la casa, doña Adela, don Ramón y Tomás tomaban café en la sala. Parecían satisfechos. La palabra la tenía Tomás y don Ramón asentía: «… y vean ustedes, pues, cómo es prudente el cambio cuando el cambio se ve necesario, y si no queremos guerra habrá que buscar paz…, que ya recuerdan que el indio de estas zonas anda rebelde de años y años…, que el mulato y el negro se adaptan a esta tierra pero que muy rebién.»
Desde la ventana de mi cuarto contemplé el atardecer. El sol iba desapareciendo más allá de la llanura poblada de verdes. Cuando el disco rojo se fue ocultando, el cielo se volvió rosa, asalmonado, vainilla.
Rosalía me recordaba mucho a Olvido. Siempre hablaba de novios y de bodas. El matrimonio era una obsesión. «Cuanto antes mejor. Así tienes hijos joven», decía. Y, misteriosa, me susurraba al oído: «Una amiga mía se ha casado con dieciséis cumplidos. Ya sabes…», insinuaba pícara. Yo no sabía pero ella trataba de explicarme, mimaba el embarazo con gestos cómicos. Luego aclaraba con palabras: «De tres meses, mujer…»
Mi grado de inocencia era exagerado. Pero ya Rosalía, como Olvido en su día, trataba de iniciarme en los secretos a voces de la vida. Fue a Rosalía a quien tuve que acudir para contarle a medias asustada, excitada a medias, que allí, en la hacienda de su padre, había llegado el momento de confirmar mi feminidad. El segundo día amanecí con las sábanas manchadas de sangre. Rosalía y su madre me consolaron y me dieron consejos risueños salpicados de interpretaciones jocosas: «Que ya te visitó el caballero de la casaca roja…, que ya está la tierra lista para la siembra.» Con esa información previa, a mi madre le costó poco trabajo aleccionarme de forma científica sobre lo mismo.
El día que Rosalía cumplió quince años, pocos meses después de nuestra excursión, se celebró una gran fiesta. Era, me explicó mi madre, una costumbre en ciertos ambientes para presentar en sociedad a las jóvenes. A partir de esa «fiesta de quince», los pretendientes, incluso los novios, eran aceptados.
«Tú vendrás a mi fiesta», dijo Rosalía. «Merceditas es muy pequeña pero tú ya vas siendo grande.» Al final fuimos las dos y permanecimos sentadas con los mayores, observando el ir y venir de Rosalía. Llevaba un traje blanco de organdí, con la falda muy hueca, flores en el pelo, un collar de perlas, sortijas y pulseras. Las amigas también vestían trajes de fiesta, azules, rosas, beige. Ellos iban de oscuro, muy peinados, muy puestos. Hubo uno, sólo uno, que vino a buscarme con una copa de ponche en la mano: «¿Quieres?» Yo moví la cabeza, rechazándolo. Y él continuó: «¿Tú eres la española?» Roja de vergüenza, asentí con otro movimiento de cabeza. Se sentó a mi lado, en la silla que una señora había dejado momentáneamente vacía, y trató de conversar: «A España pienso ir un poquito más adelante. A Sevilla, a Granada, y a Madrid a los toros.» En voz baja murmuré: «Ahora, con esa guerra…» Él se echó a reír: «Claro que ahora no. Pero algún día terminará la guerra. Además ahora estoy arriba con los gringos estudiando en un internado…» Enseguida se acercó una muchacha y le cogió de la mano: «Ande, vamos a bailar.» Me dijo adiós y se incorporó al grupo de danzantes. Giraban todos enloquecidos al son de una música rápida, que brotaba del gramófono colocado en una esquina del salón.
«Tiene quince también», me explicó Rosalía días después. Es hijo de un petrolero pero la familia de la madre es de aquí. Mucha plata, mucha…», repitió admirativa. Y luego pasó a sus chanzas habituales. «Mírala ella, tan modosita, y viene a quitarnos novios a las mayorzotas…»
Durante muchos días pensé en él. Una nueva sensación de dulzura y alegría me invadía. Tardaba en dormirme por la noche y pensaba en aquel chico cuya fugaz aparición me había trastornado. ¿Le volveré a ver?, me decía. ¿Me dejará mi madre dar una fiesta de quince años? Hablaré con Rosalía para que le invite… Sólo faltaban dos años y medio para que llegara ese momento. Miré hacia atrás y pensé que otro tanto hacía que estábamos en México. Habían pasado casi tres años en los que no podía quejarme de nada. Nuestra vida se deslizaba suavemente, acolchada y sin estridencias. El día de nuestra llegada estaba ya lejos. Y también España había quedado atrás, quizás para siempre.
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