Aquella tarde después de nuestras clases llegó Octavio a caballo acompañado de Damián. Entró en la sala y preguntó: «¿Qué tal el día?… tan largo y caluroso… Hay problemas abajo. La tormenta de anoche arrasó la ladera del sur, está muy expuesta…» Pequeñas informaciones que Octavio daba cada día al regresar de sus visitas. Y allí estaba mi madre un poco tiesa, un poco rígida, con la actitud que solía adoptar cuando quería mostrar su descontento. Él se dio cuenta y se interrumpió para decir: «¿Qué ocurre?» Me hizo gracia que la pregunta fuera la misma que ella le hizo a Fulgencio. No contestó a Octavio. Se dirigió a nosotras y nos hizo una seña para que nos fuéramos.
«Jugad un poco ahí fuera o en vuestro cuarto.» Yo no sé lo que le dijo ni cómo planteó su desacuerdo con la expulsión de las mujeres, pero la discusión, si la hubo, debió de durar poco, hasta la hora de la cena que se servía temprano.
El enfrentamiento de mi madre con el capataz de Octavio se repitió en varias ocasiones. Una de ellas fue especialmente grave. Mi madre se enteró por los niños de la verdadera angustia de sus padres: las deudas con la hacienda Guzmán, que nunca lograban liquidar. Con el consentimiento de Octavio, un consentimiento tácito derivado de la inercia que rige las costumbres, el capataz se ocupaba del economato que abastecía a los peones. En el economato todos tenían cuenta y si no pagaban, parte del salario se iba quedando allí. Esto suponía una forma de esclavitud, ya que el endeudado no podía reclamar ni protestar, ni abandonar la hacienda prácticamente de por vida.
Mi madre no estaba de acuerdo con ese planteamiento. Además, decía, una buena parte de estos hombres no saben leer apenas y se les puede engañar fácilmente. Octavio hizo indagaciones y resultó cierta la sospecha. Las cuentas se engrosaban día a día por encima de las compras reales. Octavio montó en cólera y después de una larga conversación despidió al capataz, hijo del que había sido capataz de su padre. «Un hombre bueno», decía Remedios, «un santo varón, no como éste, que es un granuja más picotero que el jején.» A solas con mi madre, le pregunté: «¿Cómo es posible que Octavio no supiera que ese hombre era tan malo?» Mi madre suspiró y me dio como siempre una respuesta clara. Octavio consentía. Como su padre y su abuelo, dejaba en manos del capataz determinadas funciones, sin plantearse que algo podría fallar: «Ese consentimiento es uno de los males que sufren los que trabajan la tierra en este país.»
En invierno hacía frío. No el frío al que estábamos acostumbradas. Pero sí el suficiente para encender la chimenea y abrigarse un poco más. Estábamos sentados en torno a los leños encendidos y yo me sentía feliz. Me alegraba el cambio después del calor excesivo del verano. Entonces dijo Octavio, dirigiéndose a mi madre: «Tengo que ir a Ciudad de México. ¿Quieres venir conmigo?» Yo pensé: «Ojalá no vaya.» Todavía me sentía insegura para afrontar la ausencia de mi madre. Temía que le ocurriera algo, temía perderla y no podía soportar la idea de tener que quedarme a vivir en la hacienda sin ella. Mi madre dijo que sí, que iría, sin dudarlo un momento, sin buscar mi aprobación o mi disgusto. Se fueron y me quedé con la conocida sensación de vacío, el hueco angustioso de las separaciones. Por la noche tuve miedo. Me concentraba en los ruidos y trataba de descifrarlos. Imaginaba el dormitorio vacío de mi madre y Octavio. Su sola presencia en aquel cuarto me daba tranquilidad. Si algo sucedía podía correr hacia ellos, gritar, pedir ayuda. Sólo estuvieron fuera dos noches y al tercer día, cuando oí el ruido del motor del coche, todavía tuve un momento de congoja. ¿Y si venía Octavio solo? ¿Y si mi madre estaba enferma o herida en un hospital o detenida por un contratiempo inesperado? Había oído decir que algunos españoles tenían problemas con los pasaportes… Fue sólo un momento porque enseguida, los dos, felices y contentos, descendieron del coche con muchos paquetes. Me agarré a mi madre y frotaba la cara en su manga mientras el corazón me golpeaba rápido, rápido.
De Ciudad de México, aparte de regalos y material para la escuela, trajeron noticias. De los amigos, de cómo les habían obsequiado, de una obra de teatro que habían visto, de los españoles exiliados. Lo comentaban entre ellos, reían, discutían. Me tranquilizaba comprobar el cambio de mi madre. Su matrimonio la había transformado en una mujer diferente. La veía alegre, habladora, animada. Y mucho más guapa. Le chispeaban los ojos, la piel se le había vuelto sonrosada y sus movimientos eran sueltos y libres. Yo me daba cuenta de que ese cambio se lo debía a Octavio. Octavio era un hombre inteligente, fuerte, bueno. Un hombre que la eligió contra toda previsión, porque ¿no podía encontrar él otra mujer más joven, sin hijos, sin tristezas si quería volver a casarse? Octavio nos había proporcionado una vida cómoda y un porvenir seguro. De no ser por él viviríamos sometidas a la inseguridad material y a los bandazos emocionales de los exiliados, siempre a vueltas con la neurosis del regreso.
La relación entre nosotros cuatro fue un acierto desde el primer momento. Merceditas mostraba a mi madre la misma confiada actitud que a mí me inspiraba Octavio. Eran Gabriela y Octavio para nosotras. Octavio no era mi padre y mi madre no era la mamá de Merceditas. La ausencia de los muertos era irremediable. Al casarse nuestros padres se había creado una nueva estructura familiar, pero los antiguos núcleos seguían existiendo. Era ahí, en esas ligazones previas, donde estaba la raíz del distanciamiento y también del respeto que garantizaba nuestra convivencia. Mi madre y yo adquirimos la costumbre de pasar algún tiempo solas, en la salita de mi madre o en el patio recién regado, y el balanceo de las mecedoras que Remedios nos colocaba en el lugar más fresco, marcaba el ritmo de nuestra cercanía. Merceditas aceptaba estos momentos. Jamás vino a buscarme para jugar o hacer deberes si me veía con mi madre en actitud de confidencia. La mayoría de las veces no había revelaciones concretas. Era más bien un abandono, una tranquilidad, la calma de una intimidad compartida. Yo sabía que también Merceditas tenía esos arrebatos de comunicación intensa con su padre. A su manera los dos establecían una familiaridad inexpugnable. Como nosotras, compartían un pasado y los secretos de ese pasado. Por otra parte mi madre y Octavio parecían felices. Su unión mostraba todas las señales de la armonía y su equilibrio creaba a nuestro alrededor un clima de bienestar. Y entre nosotras, las niñas, las nuevas hermanas, había nacido un vínculo singular. Los dos años que yo llevaba a Merceditas me situaban en un plano de superioridad que no hice valer en ningún momento. Al contrario, la niña despertaba en mí ternura, deseos de protección, todos los sentimientos que produce un ser más débil que nosotros. Por lo demás, el carácter pacífico y complaciente de Merceditas, su sensibilidad para captar los estados de ánimo de los demás, y su ausencia de susceptibilidad me invitaron a quererla sin reservas y a compartir con ella periodos luminosos y otros sombríos de nuestras vidas.
«De un tirón, imposible. Haremos noche en el camino», dijo doña Adela. «Además, Ramón no está acostumbrado a conducir tantos kilómetros seguidos. Y si va Manolito, no cabemos…»
Era abril, hacía poco que había sido mi doce cumpleaños y el tercer aniversario del casamiento de mi madre con Octavio. Unos rumores, la apreciación de un viajero visitante de la hacienda Durán, la hacienda del padre de Rosalía, habían sembrado la inquietud entre los familiares de Octavio. «Se acabó el algodón, dicen que ya no plantan algodón…» «Andan mal por allá abajo. Han despedido a los peones más fieles…» «El señor Tomás ha metido allí a una mujer que lo maneja todo. La tiene en una choza cerca de la casa, pero ella pone y dispone, y quita lo que quiere…» El administrador seguía enviando con regularidad las cuentas claras, detalladas. Si algo iba mal, nadie sabía exactamente qué. Octavio dijo: «Deberías ir.» Se lo dijo a don Ramón, que miró a su hermana desolado. Doña Adela replicó: «Deberíamos ir los dos, él y yo.» Primero fue escribir y anunciar la inminente llegada de los señores. Después la respuesta del señor Tomás: «Qué bueno, tanto tiempo sin verles, que ya les estaban preparando las recámaras.» Después fue la intervención de Rosalía: «¿Y por qué no voy yo? ¿Y por qué no vienen las primas que tanto les va a gustar conocer aquello?» Insospechadamente, Octavio y mi madre accedieron al capricho de Rosalía. «Pues, bueno, que vayan, ya no son tan pequeñas…», dijo Octavio. Mi madre objetó débilmente acerca de la salud y de los peligros, pero doña Adela no la dejó continuar. «No es tan salvaje la hacienda, Gabriela, que mi niña y yo vivimos en ella mucho tiempo, que la de México no es la selva amazónica…» Y así fuimos llegando a la última decisión: «Haremos noche por el camino. De un tirón, imposible…»
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