Augusto Bastos - Contravida

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– ¿De dónde es ella? -preguntó el viejo.

– Eran del pueblo de Tava'í -contó la mujer-. Las guerrillas del 14 de Mayo anduvieron por allá hace dos años. Arrasaron el pueblo. Mataron a los hombres, violaron a las mujeres. Menos mal que las tropas del general Colman fundieron a los guerrilleros. No quedó ni uno para remedio. Pero ya el daño estaba hecho. Bersabé perdió el oído. Perdió la familia. Perdió todo. Quedó sola. No me tiene más que a mí. Éstos son los resultados de la acción de esos subversivos que quieren salvar la patria, ndayé.

Sus pequeños ojos marrones me escrutaron. Esperaba sin duda que la contradijera.

5

El rostro inflamado de ampollas daba a la muchacha dormida un aspecto espectral.

Detrás de su sueño, la muchacha parecía despierta.

Supe que me miraba. Su aparente indiferencia escondía el desprecio, el odio, el miedo. No un miedo cerval, sino la paralización de sus sentimientos más íntimos. Sólo el temblor de su cuerpo, acurrucado bajo la cobija, delataba la intensidad de su desdicha, de su inconsciente condenación.

Para esa muchacha, si la mujer no mentía, violada por los soldados junto a los cadáveres de sus padres, la vida se había cerrado sobre ella, como su mudez.

Bersabé estaba muerta como mujer. No tenía más esperanza que su odio. La soplona la utilizaba como sirvienta. Luego la haría trabajar como prostituta. La vendería a vil precio a sus clientes viciosos o la regalaría a algún oficialito a cambio de pequeños favores.

6

– Y usted, ¿de dónde es, don? -me preguntó la mujer, observando el paisaje.

Oí sus palabras lejanas en el entresueño de la modorra.

– De dónde es usted -repitió como tomando mis medidas.

– De Encarnación.

– Yo también soy de Encarnación. No lo suelo ver por allá.

– Hace mucho que falto…

Volví a cerrar los ojos acogiéndome al disimulo del sueño.

– Yo voy para desobligar a mi hija que va a tener familia. Soy comadrona también. No hay cosa que no sepa hacer. Una tiene que estar preparada para todo.

Se acomodó el cigarro en la comisura y empezó a echar humo. Ahora se le calentaban las palabras en la boca de querer largarlas todas juntas.

Iba a mudarme a otro asiento. Me retuvo con un gesto.

– Le oí soñar en voz alta hace un rato. Le oí decir cosas… -murmuró probando terreno-. Usted anda también por allá lejos, si no me equivoco.

– Sí -admití sin la menor convicción.

– Le han maltratado mucho, parece.

– Tuve una caída. Salí ayer del hospital.

– ¿Cuánto hace que falta del país?

– Desde el 47.

– Ah… desde la revolución de los pynandí. Una vida entera en el destierro… -cloqueó la mujer-. Es corto el tiempo y la desdicha es larga. En un descuido se sube encima de uno la tierra y se acabó el cuento. Lo peor es cuando se le cae encima a uno la tierra ajena.

7

Con la mayor indiferencia que podía aparentar, le pregunté a mi vez:

– Esos señores que venían en el tren, ¿se bajaron ya?

– ¿Qué señores? -fingió sorpresa, inquiriendo con las cejas fruncidas el sentido de mi pregunta

– Esos señores que venían de Asunción Eran tres Estaban ahí cuando el mono hizo sus chafarrinadas

– No sé de qué me habla, don -se desentendió del asunto con tranquila inocencia

Me recosté contra el duro respaldo y volqué el ala del sombrero sobre los ojos, dispuesto a no dejarme envolver por la cloqueante y húmeda charla

– ¿Y a dónde va, si se puede saber?

Ante mi silencio, insistió

– ¿A dónde va?

– A Encarnación

– ¿Y qué piensa hacer allá? Digo, si se puede saber No quiero ser curiosa ni que usted se amoleste

– Vengo a buscar trabajo -tardé en responder

– La querencia tira, ¿ayepa?

La mujer escupió hacia afuera La lloviznita volvió a entrar por la ventanilla

Me pasé la mano por la cara para enjugar el rocío que apestaba a tabaco

No dijo nada más Juntó las manos y se puso a musitar un rezo inaudible que le hacía temblar todos sus bloques de carne blanda Iba a agregar algo Quedó callada Sabía algo, pero no lo quería soltar

La miré hondamente, como si de esa tosca mole humana pudiera venir una revelación

La revelación vino, pero bastante después

Creí que se había quedado dormida Me estaba estudiando con los ojos cerrados

Quinta parte

1

El tren estaba repechando las lomadas de Paraguarí.

Bajé para desentumecer las piernas. Sobre todo para escapar del acoso de la soplona. Caminé pegado a los flancos de la máquina saltando sobre los carcomidos, resonantes, aletargados durmientes.

Me adelanté a la locomotora.

Vi el escudo engarzado en la nariz de la máquina.

El escudo originario estaba ahí sobre el óvalo de oro. El león parado se erguía asido a una lanza. El gorro frigio y la estrella coronaban el ramo de palma y olivo.

El escudo de la nación era ese huevo negro y chato que refulgía en los bordes. Semirroído y ennegrecido por los cálidos humores silvestres, por el hollín y los vientos de cien años, mostraba, bastante empañado, el orgullo de los viejos tiempos.

Solamente en los bordes el oro bruñido brillaba a los rayos del sol. Irrisorio vestigio de la grandeza pasada.

El huevo de la patria, desovado por una gran gallina negra, estaba allí, aplastado contra la nariz de la locomotora legendaria.

Una patria ecuestre de huevos enormes como los caballos de bronce.

El escudo de oro del patriarca don Carlos custodiaba la locomotora de 1857.

Nadie había osado desmontarlo, robarlo, de ahí. Ni siquiera el caudillo José Gil que tenía empedrada la boca con dientes de oro fundidos con el oro de los lingotes robados al Banco de la República.

El lampo de oro de esa boca fanatizaba a las multitudes hambrientas. Las arrastraba a las feroces batallas por la libertad.

No había necesidad de discursos ni de proclamas. Bastaban los gritos inarticulados, el tableteo de las ametralladoras, el trueno del cañón. El rayo. El relámpago de oro en la boca de los caudillos.

En ese escudo había material al menos para otras veinte jetas colmilludas.

En la inscripción ennegrecida se leía la siguiente leyenda:

Locomotora Paraguay - 1857

Presidente Don Carlos Antonio López

Una fábula de la historia patria. No importaba eso demasiado ahora.

La locomotora rodaba con nosotros como negación de todo lo posible.

2

Cuando empezó a funcionar regularmente, una especie de locura colectiva se abatió de improviso como una peste sobre la colonia de ingenieros y técnicos ingleses instalada en torno a los altos hornos de Ybycuí.

La pequeña ciudad iba creciendo con aires de aldea inglesa, en la que el estilo tudor se mezclaba con el barroco hispano-guaraní.

Los matrimonios convivían en aparente armonía, dados a sus fiestas familiares, fieles a sus costumbres, a su religión anglicana, a su té a la inglesa El Times de Londres les llegaba con dos meses de atraso. Todo iba a pedir de boca.

Un buen día el ingeniero jefe apuñaló a su esposa.

A intervalos regulares, los asesinatos continuaron. No sólo de las esposas. Se les sumaron suicidios y muertes súbitas.

La epidemia se extendió rápidamente.

Era algo semejante a una ceremonia de sacrificio colectivo. Alguien había comenzado a comer hongos alucinógenos, o algo por el estilo. El apetito mortal se extendió.

3

Gente inteligente y refinada, pareció atacada de súbito por la peste de una locura desconocida. Caballeros irreprochables sacrificaban a los suyos a puñal, veneno o cuerda.

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