Augusto Bastos - Contravida
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1
Las inundaciones eran el vicio de Manorá.
En la estación de las lluvias, el río se hinchaba en su hondo cauce. Enloquecía de remolinos. Desbordaba sobre campos y valles. Podían subir las aguas un metro y más en una noche.
Sólo quedaba fuera de las aguas el islote de la loma alta, Acä-roysä, en el que está situado el cementerio. En noches de luna la cabeza fría de la loma brillaba como un jardín fantasmal velando desde lo alto el sueño de los vivos.
Las aguas arrastraban islas flotantes de camalotes, vacas muertas, ranchos descuajados de las barrancas. También sabandijas de toda especie. Víboras, zorros, lobos-pé, hasta algún tigre a veces, venían embarcados en los islotes de ninfeas. Había que andar con la escopeta al hombro. Mi padre mató un onza que quedó agarrado al portón. Permaneció allí pudriéndose lentamente hasta la bajante del verano.
El portón estaba harto de sostener en sus lanzas la carroña de la fiera. Era parco para hablar de sus dificultades, pero se le notaba el fastidio que le producía el abuso del onza muerto.
– ¡Fuerza, portoncito color de esperanza! -le decía para animarlo-. No hay mal que dure cien años…
– Dile a tu padre que venga a sacarme de encima este incordio que apesta a culo de vieja.
2
Las canoas y los cachiveos labrados en troncos de cedro o de tatarétenían forma de cajas mortuorias. Cuando no se utilizaban para escapar de las crecidas y rescatar a los ahogados, se usaban como ataúdes para el último servicio.
Los velorios de los ahogados se hacían en pontones flotantes amarrados a los horcones de los corredores.
En cada casa había una o varias cajas recostadas en los rincones. Hacían ahí provisoriamente de alacenas para el queso y las longanizas.
Junto a las canoas se hallaban los remos y botadores, las cuerdas de salvamento, los candelabros de arcilla con sus velas de sebo para los velorios.
Hasta los viejos bogaban en sus cachiveos.
Yo tenía mi canoita de dos remos. Papá y mamá, una canoa grande de dos plazas, que era su cama de matrimonio.
Mi padre fabricó un ingenioso sistema de poleas y cuerdas que izaba la cama-canoa hasta el techo durante las inundaciones.
A mí me gustaba dormir en mi canoíta flotando en el cuarto. Soñaba a veces que iba remando a contracorriente del río hasta sus nacientes en el lago Ypoá, donde crecen las victorias regias y las flores de trigridia, grandes, rojas, tumefactas como cabezas de decapitados. El lago inmenso como mar donde vive el monstruo, mitad pez, mitad león, a mil metros de profundidad. El monstruo que nunca nadie había podido ver.
De allí también, a cada invierno, venía la gran víbora de las lluvias que traía las inundaciones. Era un viborón inmenso que volaba entre los rayos y los relámpagos y sus mugidos eran más fuertes que los truenos de las tormentas.
3
En el sueño, esa distancia poblada de fieras, serpientes y saurios de los más bravos, es una mierdita. Pero en la realidad, eso está muy lejos, lejísimos. El lugar de donde no se puede volver.
El sitio de la ilusión donde sólo es posible desaparecer.
Yo soñaba sin embargo, cuando tuviera la edad de los jóvenes héroes, en salir a luchar contra esos dos monstruos y liberar a Iturbe de sus terribles enemigos.
Por las mañanas, papá y mamá bajaban por una escalerilla y se metían a trajinar por los cuartos y la cocina, con el agua hasta la cintura.
Yo salía a recoger los gallos, pollos y gallinas que se habían salvado en los palos altos del corral. Me seguían alegres la pata y su cría. Los patitos semejaban pimpollos amarillos con patitas doradas entre las flores albas y azules de las ninfeáceas.
Hasta las desgracias tienen sus primores.
4
Todo manoreño se sentía un animal anfibio. Cada uno llevaba apretada en la mano la ilusión de ser alguna vez gente de tierra solamente.
En los velorios se veía a los muertos con un poco de tierra guardada en los puños duros como pedruscos. Querían llevar esa ilusión hasta los entresuelos del camposanto.
Mientras viví en Manorá, la idea de la muerte estuvo ligada para mí a las inundaciones. Las canoas-ataúdes esperando en un rincón para llevarnos hasta la orilla de donde no se vuelve.
Esos muertos transportados en canoa hasta la loma del cementerio, era algo que divertía mi mente de niño y borraba el temor a la muerte.
Lo mismo ocurría cuando íbamos a pescar los cadáveres de los troperos de ganado que se caían, borrachos, de la balsa de Solano Rojas, y se ahogaban en el paso del río donde la correntada es muy fuerte y donde los remansos son muy profundos.
Las veces que podía escapar, yo iba a escondidas.
Sudores, clamores y castigos me costaba esa pesca de troperos enredados entre las plantas acuáticas, en el fondo del canal, hinchados y resbaladizos como peces gordos.
Había dos grupos rivales: el capitaneado por Leandro Santos, que era el más fuerte, y el de los mellizos Goiburú, malvados hasta las uñas de los pies.
La guerra de pandillas estuvo a punto de costarme la vida. Los mellizos Goiburú intentaron ahogarme en lo más hondo del río.
Nunca vi un odio igual en muchachos que no contaban más de doce años. Cuando estos pelafustanes sean grandes no podrán ser menos que asesinos, pensé.
Por desgracia, el pronóstico se ha cumplido.
5
Para engañar a mis padres yo traía la canoa llena de orquídeas silvestres recogidas en los riachos y las regalaba a mi madre como recuerdo de mis excursiones náuticas.
No siempre el recurso era eficaz y el castigo venía igual, debido a las moneditas que nos daba el pasero. Mi padre las encontraba infaliblemente en el bolsillo de mi pantalón. Los cinturonazos hacían volar las monedas y me dejaban ardiendo el trasero.
– ¡El gran buceador dedicado a la industria del cadáver! -vociferaba mi padre redoblando los golpes.
6
Muchas jóvenes y hasta las ancianas de entonces se llamaban Ninfas o Nenúfares.
Se parecían a las plantas.
Yo tenía una prometida de mi misma edad, que se llamaba Nenúfar. La llevaron las aguas.
El cura Orrego dijo que era un pecado de gentiles poner nombres de plantas a las recién nacidas en lugar de los nombres del santoral. Por eso Dios las castiga y la creciente las lleva en sus tolondrones, que a saber adonde van a parar.
Terminó la moda de los nombres acuáticos. Entonces comenzó la moda de los nombres del santoral, que se imponían a los niños de ambos sexos en la pila del bautismo.
Los manoreños empezaron a llamarse como los santos mártires, como los emperadores romanos y las Santas Vírgenes, como los Santos Apóstoles y la caterva de sanbiquichos del almanaque Brístol.
Cada uno cargaba de por vida el nombre del santo del día de su nacimiento.
Algunos había muy pesados y molestos de oír.
7
Toda mi vida odié el nombre que me pusieron.
Decidí no tener ningún nombre. Me hubiera gustado llamarme Juan Evangelista. Escribir como él, algún día, el libro de la Revelación, llamado también el Apocalipsis.
Yo lo leía una y otra vez, sin cansarme, porque era como ver el pasado convertido en futuro.
8
Quería escribir la historia más hermosa del mundo. No la historia del fin del mundo, sino la última historia escrita antes del fin del mundo por un sobreviviente, que ya nadie podría leer ni contar.
Escribir esa historia fue mi obsesión durante mucho tiempo.
Le decía a mi madre en voz baja, para que padre no nos oyera: «No quisiera morirme sin haber escrito esa historia de fin de mundo…»
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