Augusto Bastos - Contravida
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El estilo de padre era el de san Agustín, ciertamente, pero moderado por el sobrio latín de su conversor san Ambrosio.
27
En aquella carta mi padre hacía también el conmovedor retrato de su hermana Raymunda, mi tía, mi segunda madre, sostén material y espiritual del obispo.
Esta santa mujer hizo nacer en mí el sentimiento de lo sagrado, la vocación de entrega a los demás, que no supe cumplir hasta sus últimas consecuencias, como ella me lo enseñara.
En aquella carta de mi padre se inspiró uno de mis primeros relatos, El viejo señor obispo. Lo que me convertía en plagiario de mi padre.
Mi único mérito consistió en copiar, casi literalmente, aquella carta; en robar su palabra para rendir homenaje a estos dos seres de venerada memoria.
El obispo de los pobres apacentaba la grey de mendigos que venían en busca de pan y de consuelo. En el relato sustituí esos mendigos por los sobrinos que eran doblemente mendicantes y orgullosos. Esa plaga de parásitos infestaba la casa del viejo señor obispo.
Me cuento entre aquellos falsos mendigos.
28
El traqueteo de las ruedas del tren penetra por momentos en mi conciencia. Me recuerda mi condición de proscripto, de prófugo, de espectro errante.
No es esta huida sin esperanza, sin duda, lo que mi tío el obispo y mi segunda madre Raymunda habrían deseado para mí como última etapa de mi vida.
Me acompañan en el tren. Veo sus rostros en el espejo de polvo que llena el vagón. Escribo para ellos este envío.
Las palabras del alma no se pierden, decía mi tía Raymunda, y su rostro moreno se iluminaba con el resplandor del más allá.
«Estad seguros, seres muy queridos, veneradas sombras, desde aquí os digo en la seguridad de que la muerte ya cercana no me desdecirá, que este final extravío de mi vida no es sino la consumación de un voluntario sacrificio que me he impuesto como la única, como la última forma de expiación que me estaba destinada. Perdón y adiós…»
Cuarta parte
1
Cuando refloté del sopor, me encontré solo en el vagón, sin más compañía que la de la gorda chipera.
Me costó despegarme de aquellos sueños que un día habían sido realidad. La mujer hizo un comentario irónico sobre mi capacidad de dormir.
– El que mucho duerme sueña cosas feas…
Recordé en ese momento haber sorprendido un gesto de inteligencia entre la mujer y los torturadores durante el vodevil del mono.
Caí algo tardíamente en la cuenta de que la gorda chipera era una soplona. Hacía su trabajo en el tren. Ella misma había dicho que viajaba en forma permanente de Asunción a Encarnación, ida y vuelta. «No bajo casi del tren…», le había oído decir.
Las canastas de chipá, el anzuelo del mono salaz, no eran sino sus trebejos de atracción de feria para entrar en contacto con los pasajeros y encalabrinar sus simples entendimientos. Se me hizo evidente de pronto que la mujer albergaba sospechas contra mí y que me tenía discretamente en su mira.
La sagacidad de estas soplonas suele superar todo lo que su burdo talante hace esperar de ellas.
En un descuido, mientras echaba humo por la ventanilla, comprobé que en sus canastas no había ningún chipá, ninguna baratija que vender. Su mercancía era de naturaleza más sutil y más peligrosa. Su oficio, más fácil que luchar en los andenes de las estaciones con las competidoras, y estaba mejor remunerado.
– Busca algo, don… -preguntó de repente, volviéndose, al pillarme de reojo cuando escudriñaba sus alforjas-. Esta vida tiene sus mañas. Tiene sus vueltas. Todo puede suceder… -agregó irónicamente.
2
Mi mutismo se me complicó con una náusea de desprecio que me resultaba difícil ocultar.
Por alguna pequeña rajadura de mi disfraz espectral, el instinto de la soplona estaba empezando a sospechar qué podría esconder la naturaleza verdadera del pynandí que viajaba delante de ella, encerrado en hosco silencio, inconcebible en un genuino pynandípoi lo común jovial y dicharachero.
Mi rápido espionaje, en lugar de caerle como un agravio, la alegró. Confirmaba sus sospechas.
La lucha estaba entablada ahora entre ella y yo.
Pronto comenzaría sin duda a atacar, a picotear, a echarme arena en los ojos. En realidad ya había comenzado a tender sus fintas con frases y gestos ambiguos y equívocos.
Mi defensa quedaba librada a mi sola, cautelosa, simulada pasividad, muy inferior a los poderes de taimada marrullería de la exuberante mujer.
Se me hizo evidente que, en cualquier momento y ante el menor indicio de que sus sospechas eran fundadas, podía alertar por los medios más increíbles a los matones policíacos que seguramente se hallaban aún en el tren.
Debía ocultarme mejor. Debía hacerme invisible.
3
– Vea usted lo sin más pena que son -dijo la mujer observando hacia afuera el remolino de gente gritando y trotando alegremente en las trochas haciendo como que iban empujando el tren.
Las caras y las ropas tiznadas de carbonilla en un carnaval de improvisada locura. Los ritos y las máscaras salen de cualquier parte, en cualquier momento.
Seguí haciéndome el dormido, meditando cómo podría a mi vez neutralizar y embaucar a mi expansiva compañera de viaje.
El mono logró zafarse de su jaula y estuvo en un tris de saltar por la ventanilla para reunirse con los procesioneros.
– ¡Véngase aquí, Guido, mi piticau, che corazól ¿Adonde va a ir usted, mi rey, con esos tavyrai partida? Quédese con su mamá… -le tendió una confitura y le puso una correa al collar.
El mirikiná se hundió, mimoso, en el vasto regazo.
Las manos gordezuelas, increíblemente pequeñas, frotaban las orejas y la cola del mono, que masticaba la confitura con las encías violetas, arremangadas, los ojillos girando en todas direcciones, mientras escupía las cáscaras del maní como proyectiles.
4
Hubo una llamarada hacia el exterior.
Una enagua de fibra estaba ardiendo sobre el cuerpo de una mujer joven. La muchacha trató de liberarse de los andrajos ardientes. Se los arrancó a manotazos y quedó en cueros en medio del campo, sólo quejándose un poco para sus adentros.
Echaban humo la cara y el cuerpo ampollados de quemaduras. Ardía el sol sobre el cuerpo desnudo que se doblaba con los brazos entrelazados sobre los muslos.
Los ojos machunos se quedaron contemplándola con viscosa curiosidad.
– ¡Bersabé… tapate na la vergüenza, che ama! -le gritó la mujer arrojándole un manto encima como quien apaga una vela.
Desde la ventanilla la chipera la insultó en guaraní.
La muchacha corrió para alcanzar el tren. Se subió y se acurrucó junto a su canasta, de seguro también vacía de mercancías.
Se quedó dormida. Se quejaba en sueños. Me acerqué a observarla. Los rostros dormidos son impenetrables.
La gorda mujer protestó, como desde la repentina acidez de un cólico moral.
– ¡Ya no tienen vergüenza las muchachas de ahora!
– Las chispas del tren le quemaron la ropa -la defendió el viejo-. Ella no tuvo la culpa.
La mujer continuó sin oírlo:
– En nuestro tiempo la vergüenza era una prenda que una llevaba cosida bajo la ropa. Y yo, señor, le diría que la teníamos zurcida en la piel. No hay mejor remiendo que la tela del mismo paño.
– ¿Es su hija? -le preguntó el viejo.
– Casi. Bersabé es huérfana de padre y madre.
La cara de la muchacha, ulcerada por las quemaduras, le daba un aire fantasmal. Estrellas inflamadas le supuraban en la cara.
– La estoy criando yo. Es sorda. No habla -dijo la mujer echando humo de su cigarro despachurrado-. Pero los mudos y los sordos, cuánto hacen hablar.
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