Rosa Montero - Bella y oscura
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– No lo sé. A Rita no le gustó. Rita me dijo: «Chico, dile a tu gente que os andan buscando».
– Espera, no se lo cuentes a nadie todavía. Yo avisaré mañana a doña Bárbara -dije, no sé por qué: quizá porque presentía, aún sin conocerla, la relación de Segundo con mi padre.
– Bueno -asintió rápidamente Chico.
No creo que le apeteciera mucho tener que hablar con Segundo. Siempre se refería a su padre así, con el nombre de Segundo, o simplemente decía «él». Nunca decía «mi padre». El niño partió meticulosamente un cordón de regaliz y me dio la mitad. Lo masticamos durante un buen rato en tranquilo silencio hasta que, de pronto, noté que Chico se quedaba extrañamente quieto y que empezaba a adquirir el color de la piedra del portal.
– ¿Qué pasa?
Me volví y les ví bajar hacia nosotros por la calle: tres chicos como de catorce o quince años. Fijándome más, advertí que uno era el Buga. Me levanté y simulé estar sacando algo del destripado y roñoso cajetín de correos. Nunca había tenido un encontronazo con el Buga, pero todo el mundo sabía que era un chulo.
– Eh, troncos, mirad quien está ahí: el mocoso orejudo -dijo el Buga con buen humor.
Y se acercó hacia Chico, sonriente. No me cupo duda de que venían buscándolo, porque para entonces el niño ya tenía el mismo color que la pared y era perfectamente invisible a menos que de verdad quisieras encontrarlo.
– A ver, mocoso piojoso y orejudo: ¿qué tenemos hoy?
Chico, tembloroso, le tendió los dulces que le quedaban. El Buga los inspeccionó abriendo los papeles.
_ ¿Y esto es todo? Pues vaya una mierda… -dijo animadamente, metiéndose un puñado de bolas de menta en la boca-. Hoy te lo has papeado todo, eh, cabroncete…
– No… no he comprado mucho, no… no tenía dinero -tartamudeó el niño.
– ¿Ah, no? Vamos a verlo -dijo el Buga. Agarró a Chico y en un santiamén le puso boca abajo, colgando de los tobillos; le sacudió así unas cuantas veces, el niño chillando y los dos amigos partidos de risa. Yo no lo pude evitar y di un paso hacia ellos. _Déjale ya -dije muy bajito. Y enseguida me arrepentí de haber hablado.
Pero para mi desgracia me habían oído. -¿Qué? ¿Qué dice la piojosa esa? -le preguntó el Buga a uno de sus amigos, como si no pudiera rebajarse a hablar conmigo.
– Que le dejes ya, dice -repitió el otro.
El Buga soltó a Chico, que cayó de cabeza contra el suelo. El golpe retumbó y debió de doler, pero el niño se quedó quieto en el suelo, tal como había caído, sin llorar ni moverse, intentando adquirir la textura y la coloración de las baldosas.
– Pues dejado está. Ya está. Dejado.
Se vino hacia mí y yo noté la presión del muro del portal a mis espaldas. El Buga era bajito y fuerte, con la cara carnosa y los párpados espesos y achinados, casi sin pestañas. El aliento le olía a menta, y los pies, embutidos en unas sucias botas deportivas, a sudor. Me apretó contra la pared y empezó a mascullar irritadamente:
– Y tú de dónde sales, y a ti quién te ha dicho que puedes hablar, puta piojosa, y por qué gritas…
Yo no estaba gritando. A decir verdad creo que no estaba ni respirando. Baba, que no me haga daño.
– Te vas a enterar… Entonces me levantó las faldas y metió su mano debajo de la braga. Sentí sus dedos durante unos instantes, ásperos y calientes, rebuscando por ahí. Un pellizco. Chillé. El Buga sacó la mano.
– Es una mocosa: no tiene ni pelos -dijo con voz cargada de desprecio-. Larguémonos de aquí.
Y se marcharon, no sin antes lanzarle una patada de refilón a Chico, que seguía en el suelo: un puntapié flojo y sin saña, un mero recordatorio de quiénes eran. Me acerqué a Chico y le ayudé a levantarse; le sangraba la nariz y tenía un golpe en la mejilla. Le acaricié la cabeza, satisfecha de haber intervenido.
– Pobrecito, cómo lo siento. Menos mal que yo estaba contigo.
El niño me miró cejijunto y sombrío, mientras se restañaba la nariz con el pico del jersey.
– ¿Menos mal? Fue todo por tu culpa… -gruñó. -¿Ah, sí? -me irrité-. Pues descuida, que no te volveré a ayudar nunca más.
– ¡No me has ayudado! ¡No quiero que me ayudes! ¡Tú no sabes nada! Eres una chica.
Me quedé sin palabras. -Las cosas son así, ¿es que no lo entiendes? -siguió Chico-. Ellos vienen y se burlan un poco; pero si yo les obedezco, no hacen daño.
– ¿Ah, no? Mírate la cara.
– ¡Porque tú te equivocaste, todo es culpa tuya, no conoces el Barrio!
– Pero, entonces, ¿a ti te da lo mismo que te pongan de cabeza y que te insulten?
Chico se encogió de hombros. -Cuando vienen les dejo que se coman los caramelos y que me empujen. A éstos y a otros. A los que son más fuertes. Las cosas son así. Y está bien, no me importa. Tampoco me gustaría ser como ellos, ¿sabes? Ellos, los fuertes, se tienen que estar pegando todo el rato los unos con los otros. Pegando de verdad, con navajas y eso. Pero yo sólo tengo que aguantar algún empujoncito. No está mal. Es tranquilo.
Se apartó el jersey de la nariz: ya no sangraba. -Y los insultos no me importan, y ya sé que mis orejas son feísimas… -titubeó Chico, y la cara se le ensombreció un instante, y casi pareció que iba a hacer un puchero. Pero enseguida se repuso y continuó-. Y que se coman los caramelos, me da igual, que se los coman todos, que les dé un dolor horrible de barriga. Yo ganaré más dinero y compraré muchos más.
Y, diciendo esto, Chico se volvió a sentar en el peldaño del portal, los brazos cruzados, la espalda muy recta, como un digno y orejudo comerciante a la espera de la llegada de la clientela.
El cuarto de los gatos estaba de verdad lleno de gatos. Gatos negros, y grises, y pardos, y atigrados, con las patas blancas, con las patas rotas, enclenques algunos, barrigones otros; gatas finas y coquetas, gatitos impúberes, grandes gatazos llenos de cicatrices de sus peleas con los otros machos. La ventana permanecía siempre abierta para que los animales pudieran entrar y salir a conveniencia, pero aun así el ambiente era fétido y dulzón. La abuela Bárbara cuidaba de los gatos y Amanda cuidaba de la abuela, de Segundo, de Chico, de mí y de la casa.
A veces los felinos no venían solos, esto es, al regresar alguno de sus correrías nocturnas se traía un amigo. Pero a la mayoría los había recogido doña Bárbara de la calle en las pocas ocasiones que salía: en general, sólo dos veces al mes, el primer y el tercer sábado. Se arreglaba la abuela mucho en esos días, se lavaba y cepillaba con esmero el largo y escaso pelo blanco, sacaba todos sus trajes y los extendía por el cuarto antes de decidirse por alguno y se lustraba ella misma las recias botas de botones, que en sus pies, enormes, parecían un calzado militar. Y al final, cuando ya estaba arreglada del todo, metía una ramita de canela en un pañuelo pequeño y muy fino, y el pañuelo se lo metía en el escote.
– ¿Estoy bien? -decía entonces-. ¿Voy bastante abrigada? ¿0 pasaré calor?
Amanda corría a la ventana, sacaba un brazo para tentar el aire, contemplaba el cielo; pero, como era insegura y dubitativa, nunca era capaz de responder adecuadamente a las preguntas de doña Bárbara. La abuela gruñía insatisfecha, se quitaba la chaqueta, se la volvía a poner, daba unas cuantas vueltas por la habitación mientras Amanda se ponía cada vez más nerviosa e iba creciendo en intensidad el momento de la partida. Y al cabo, ni antes ni después sino en el instante justo, como si hubiera sonado una salva de cañones honorífica (a veces restallaba un avión en las alturas y parecía a propósito), doña Bárbara abría al fin la puerta y desatracaba lentamente de su cuarto como un majestuoso trasatlántico camino de los mares remotos.
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