Rosa Montero - Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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Estaban abandonadas. Las casas por las que pasábamos ahora estaban abandonadas y ruinosas. Ciegas ventanas con los vidrios rajados. Puertas tapiadas con cartones. Muros desconchados. Negros almacenes con la techumbre rota. El aire olía a orines y dejaba en los labios como un sabor a hierro. Alguien apareció en una esquina. Una sombra gris apoyada en la pared. La mano de Amanda apretó la mía y caminamos un poco más deprisa. La sombra nos sonrió cuando pasamos a su lado: Amanda no miró, pero yo sí. Era una mujer muy grande que parecía un hombre. 0 quizá fuera un hombre y parecía mujer. Pantalones, gabardina y unos hombros tan anchos como un boxeador. Pero el pelo rubio chillón lleno de rizos, la cara muy pintada y una boca mezquina del color de la sangre. Miré hacia atrás: allá al fondo, muy lejos, la gasolinera parecía flotar, como un fantasma, en el resplandor verdoso del neón.

Cruzamos de acera y doblamos por la siguiente esquina: el eco de nuestras pisadas resultaba ensordecedor en el silencio. Empezó a lloviznar. La calle era un túnel oscuro; junto a las escasas y débiles farolas se agitaban las sombras. La noche se extendía sobre el mundo como una telaraña descomunal: en algún rincón acecharía la araña, con las patas peludas, hambrienta y esperándonos. Caminábamos cada vez más deprisa. Amanda iba con la cabeza baja, como pronta a embestir; yo daba pequeñas carreras y jadeaba, y el pecho me pesaba, y el aire húmedo y frío entraba como un dolor en mis pulmones, y en uno de mis costados se hincaba un largo clavo. Las farolas hacían brillar de cuando en cuando el suelo mojado: era un reflejo sombrío, como si las tinieblas, espesas y grasientas, se estuvieran derritiendo sobre el asfalto.

Súbitamente apareció un hombre ante nosotras, salido de la nada y de lo oscuro. Y se acercó con las manazas abiertas y los brazos extendidos, como los monstruos de los malos sueños. Apreté los párpados y pensé: Baba, que se vaya, que desaparezca, Baba, Babita, que no me pase nada… Pero volví a mirar y aún seguía ahí. Vestido con harapos, la barba crecida, los ojos acuosos, como si llorara. Pero sonreía. Amanda dio un tirón, cambió de rumbo, le esquivamos limpiamente como los peces se esquivan en el último momento los unos a los otros en la estrechez de sus peceras; y allá atrás quedó el hombre barbotando palabras que no pude entender, mientras nosotras caminábamos deprisa, muy deprisa, sin correr porque correr hubiera sido rendirse al peligro; sólo caminábamos lo más deprisa que podíamos, con el corazón entre los dientes y perseguidas por el redoble hueco de nuestros propios pasos.

Torcimos por una nueva calle y había luces. Pero no eran luces como las de antes, como el centelleo de la ciudad céntrica y hermosa; eran unos cuantos puñados de bombillas desnudas, agrupadas aquí y allá sobre algunas puertas. De cerca te cegaban y te deslumbraban, pero en cuanto te alejabas cuatro pasos te atrapaban de nuevo las tinieblas: parecían puestas para aturdir, no para iluminar. Subimos por la calle y nos decían cosas. Hombres extraños que había debajo de las bombillas y que nos invitaban a pasar. Y por las puertas entreabiertas salía humo y un resplandor rojizo, un aliento de infierno. Repiqueteaban los tacones de Amanda en las baldosas húmedas, redoblaba mi corazón dentro del pecho; subíamos y subíamos, mirando hacia delante, como si los hombres no existieran, y ellos gritaban, murmuraban, reían, extendían hacia nosotras sus zarpas diablunas. La calle se hacía más y más empinada y las piernas pesaban como piedras; era un vértigo de luces y de sombras y el calor de las bombillas me secaba las lágrimas.

De pronto, cuando menos me lo esperaba, nos metimos en un portal y subimos por una escalera estrecha de madera. Arriba había un mostrador y una señora vieja y muy pintada.

– La dos -dijo Amanda, con una voz ronca y sin aliento.

Se le habían escapado unos cuantos mechones de debajo de la gorra de punto y los tenía pegados a la sofocada cara, no sé si por la lluvia o por el sudor. No tenía buen aspecto, pero la vieja repintada nos miró sin ningún interés y le tendió la llave con gesto aburrido. Amanda tiró de mí pasillo adelante. Se detuvo junto a una puerta, dejó la maleta en el suelo, abrió, entramos, erró, echó los dos pestillos y se apoyó contra la hoja dando un hondo suspiro. Estaba temblando.

Me soltó la mano y entonces me di cuenta de que la tenía mojada y muy caliente. Me la sequé en la falda con disimulo mientras contemplaba la habitación. Era un cuarto pequeño con dos camas grandes que no dejaban mucho sitio. Las paredes estaban empapeladas con unas flores pardas y en el suelo había una alfombra bastante sucia de color anaranjado y pelo largo. Detrás de la puerta, un lavabo pequeño que parecía nuevo. Al lado, una cómoda desvencijada con unos agujeros redondos allí donde hubieran debido estar los tiradores. Súbitamente algo rugió y restalló en el aire sobre nuestras cabezas, y el cristal de la ventana tintineó.

– No te preocupes, es un avión. Estamos al lado del aeropuerto -explicó la mujer.

Nos mantuvimos en silencio mientras escuchábamos, cada vez más lejano, el retumbar del cielo.

– Ahora que lo pienso, ¿tienes hambre? Allí hay queso y un poco de pan, y después, ¡mira lo que tengo! ¡Chocolate! -dijo Amanda con una animación que sonaba a falsa y sacándose una barrita del bolsillo.

Cogí el chocolate, sobre todo porque ella quería que lo cogiera. Amanda sonrió complacida. Se quitó la gorra de punto y después el abrigo; llevaba unos pantalones negros y un jersey azul y estaba delgadísima. Con su cara redonda y sus mejillas blandas parecía prometer un cuerpo más lleno; pero era muy frágil, huesuda, rectilínea, los hombros estrechos, las muñecas muy finas. Se secó el cabello húmedo con el forro del abrigo y luego se dejó caer sobre la cama con un resoplido:

– Estoy agotada…

Yo hubiera querido preguntarle qué hacíamos allí, a quién esperábamos, cómo iba a ser mi vida. Pero en vez de hacer eso, me acerqué a la ventana y aparté el visillo.

– No sé, lo siento, creí que tardaríamos menos en llegar, me perdí, me asusté… Yo tampoco conozco la ciudad… -musitó.

No abrí la boca. Entonces Amanda se sentó en la cama y me miró muy fijo:

– ¿Sabes qué? Todos los viajes terminan convirtiéndose, antes o después, en una pesadilla… -dijo con lentitud.

Miré por la ventana. La calle estaba oscura, el asfalto mojado. Y al fondo, las bombillas, los hombres, la enormidad del mundo.

En unos cuantos días me aprendí las reglas del Barrio. A la luz del sol el Barrio tenía niños, y ancianos vestidos de negro que caminaban arrastrando los pies, y pequeños comercios abarrotados de latas de conservas y tambores de detergente, y bares de esquina con mesas de formica y gatos cojos. Y por encima zumbaban los aviones como los moscardones en agosto: aparecían y desaparecían entre las nubes, plateados, relucientes, tripudos, hincando las narices en los cielos o dejándose caer sobre la tierra, casi encima de nosotros, tan próximos a veces que se les veía el tren de aterrizaje y eran una gran sombra retumbante que corría por encima de las calles.

Pero al llegar la noche se encendían las bombillas y se abrían esas puertas misteriosas que habían permanecido cerradas durante todo el día; y el Barrio era mucho más grande, un vertiginoso laberinto de sombras y esquinas. Por la noche, me dijeron, no era bueno andar sola; y mucho menos por las Casas Chicas, que estaban ya en las lindes, donde todo acababa. Había además una calle que me estaba prohibida: yo la llamaba la calle Violeta, porque, por las noches, salía de sus ventanas un extraño y sepulcral fulgor morado. Entreví ese resplandor un atardecer desde una esquina; Amanda, que iba detrás de mí, me agarró de la mano y me dijo: «No mires». Pero desde la esquina no había nada que ver: sólo la calle en cuesta y esa luz enfermiza.

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