Rosa Montero - Bella y oscura

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Bella y oscura es el relato alegórico de lo que poseemos sin haber conquistado: la sabiduría de la infancia. Es la evocación de un tiempo pasado, solitario, fermento necesario de la libertad esperada. Es la belleza que la fantasía extrae de la crueldad y de los inocentes olvidados de la niñez.

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Había en el Barrio una zona asfaltada que acababa en la Plaza Alta, que era un descampado grande con unos cuantos bares alrededor. Más allá las calles eran simples veredas, con casitas bajas, hierba y tierra, como un pueblo. Y aun luego, en el extremo, estaban los desmontes y las Casas Chicas.

– Ya me he enterado de todo -me dijo un día Chico-.

Nuestra zona llega hasta la Plaza Alta. Ir más allá ya es peligroso. Chico poseía conocimientos muy convenientes sobre las reglas del lugar pese a ser mucho más pequeño que yo, apenas un niñito, y a ser él también un recién llegado a la ciudad. Pero él venía de otro Barrio, y todos los Barrios, me decía, eran iguales.

Estábamos sentados en el bordillo, frente a la pensión, y él se sujetaba las piernas con los brazos y apoyaba la cara en sus rodillas picudas. Chico era hijo de Amanda y era igual que ella, pero más: aun más frágil, aun más pálido, aun más desproporcionado entre el volumen de su cara y de su cuerpo. Todo él era de color amarillento, incluyendo su pelo; y sólo sus orejas, despegadas y grandes, ofrecían un delicado dibujo traslúcido y un tono rosado. Esas orejas eran lo único verdaderamente vivo que había en su rostro: parecían las trémulas alas de una mariposa a punto de volar.

– Y dos cosas muy importantes: una, no cuentes nunca nada a los extraños, y otra, si oyes ruidos por las noches no te levantes de la cama… -seguía explicando Chico, acunándose las piernas en el bordillo.

Se le veía feliz, porque sabía más que yo. Eso fue al poco de llegar al Barrio. Chico vino con ellos un día después que nosotras, tal y como había anunciado Amanda. Y ellos eran dos: doña Bárbara y Segundo. Amanda temblaba cuando les encontramos, así que yo aprendí a temerlos antes de conocerlos.

Sucedió así: estábamos aún durmiendo Amanda y yo cuando alguien aporreó la puerta del cuarto. Amanda se puso en pie de un solo brinco y se echó aturulladamente el abrigo azul por encima: las manos le temblaban y el abrigo resbaló dos veces de sus hombros antes de que atinara a abrocharse el botón del cuello. Descorrió los pestillos torpemente, tardando mucho más de lo necesario, mientras los golpes arreciaban en la madera. Yo, medio dormida aún, pensé, no sé por qué, que al otro lado de la puerta había un animal grande y salvaje; y que si lograba penetrar en la habitación nos arrollaría. Pero Amanda ya había terminado con los cerrojos; ahora abría la hoja y se hacía a un lado. Y yo sola y desnuda en esa cama inmensa.

Entró en la habitación como un viento frío. Restalló el aire alrededor: no sé si fue un avión o su mera presencia. El cuarto estaba aún en penumbra; el pasillo, fuertemente iluminado. Al principio lo único que vi fue una silueta formidable y oscura recortada contra un fondo de fuego; y una mano que empuñaba una vara, y el trueno en las alturas. Me tapé la cara con la sábana; creo que chillé, no estoy segura. Sentí, en un instante de terror infinito, que alguien me agarraba de un hombro y me arrastraba fuera del embozo. Adiviné ante mí, en el contraluz, una nariz ganchuda, unos ojos brillantes, un collar de frías perlas siseando entre encajes.

– Basta de tonterías -dijo una boca dura que parecía hecha para dar órdenes-. Aquí no te van a servir todas esas mañas.

Sin embargo había algo en su tono que me calmó un poco: un poder tan absoluto que no necesitaba hacerme daño. La mujer me escudriñó en silencio durante unos instantes y lo que vio pareció complacerle. Entrecerró con placidez los ojos y su mirada quedó sepultada en un pozo de arrugas. Se acarició las perlas: sonaron a mar, a agua entre guijarros.

– Yo soy doña Bárbara. No te acordarás de mí. Yo soy tu abuela. De ahora en adelante estás a mi cargo y tendrás que hacer todo lo que te diga. ¿Me has entendido? Soy quien manda aquí.

Parecía esperar algo, de modo que me apresuré a asentir con la cabeza. Ella volvió a mirarme con atención y algo de mí volvió a gustarle. Eso fue un consuelo. Me levantó la barbilla con la mano, entrecerró aun más los ojos, chascó la lengua.

– Cada día te pareces más a tu padre -dijo.

Y dio media vuelta y se marchó del cuarto. En aquella ocasión, en el primer encuentro, ni siquiera advertí la presencia de Segundo. Porque por entonces, antes de que tuviera la cicatriz, Segundo apenas si era visible cuando estaba junto a doña Bárbara. Pero sí vi a Chico, que se coló en la habitación después de que la vieja se fuera y se abrazó a su madre riendo y parloteando felizmente. Me extrañó que Amanda tuviera un hijo, porque no me lo había dicho; y creo que también me extrañó que se hubiera separado de él, que no lo tuviera consigo la noche anterior. Pero del porqué de esa separación no me enteré hasta mucho después; fue una de las muchas cosas que Chico no me supo explicar aquella mañana, cuando estábamos sentados en el bordillo, mientras se abrazaba las piernas flaquitas y me instruía en las reglas del Barrio. Que por lo demás eran sencillas: consistían sobre todo en conocer el lugar que uno ocupaba y en actuar en consecuencia.

Amanda me informó enseguida, nada más aparecer Segundo y doña Bárbara, que todavía faltaba por llegar la enana; y que por eso mi abuela se mostraba algo inquieta. La abuela tenía un gran calendario en la pared, con un dibujo un poco relamido de un mar azul oscuro y un camino de sol pintado sobre las aguas, y tachaba la fecha, todas las mañanas, con trazo impaciente y un grueso lápiz rojo.

Le pregunté a Amanda que quién era la enana y ella no supo o quizá no quiso contestarme.

– Es una persona muy rara, y muy inteligente -se limitó a decir.

Y cuando yo insistía me repetía lo mismo: -Ya lo verás. Ya la conocerás. Una mujer rarísima. Hasta que una de esas primeras noches, cuando ya nos habíamos quedado solos en nuestro cuarto (Chico y yo dormíamos juntos en un cuarto doble), el niño se acercó de puntillas y me propuso un trato:

– Tú me haces mi cama durante un mes y yo te enseño una cosa de la enana.

– ¿Qué es? -Unas hojas escritas. Una cosa muy buena. Es una ganga.

– Está bien. Chico sacó unos papeles de debajo de su colchón.

Luego, cuando estuve haciéndole la cama durante todas esas semanas, pude comprobar que guardaba debajo del colchón un montón de objetos diversos: sus cochecitos metálicos más preciados, una pequeña carpeta azul de gomas llena de papeles, dos o tres hebillas de cinturón, un broche de mujer roto, un puñado de botones brillantes. Pero aquella noche sólo sacó unas cuantas hojas amarillentas de dentro de la carpeta y me las tendió con gesto magnífico. Era una carta, una vieja carta escrita al parecer por la enana a un destinatario desconocido.

– Léela en voz alta -dijo Chico.

Porque él todavía no sabía leer y quería enterarse. De modo que nos sentamos en el suelo y pusimos la lámpara sobre la alfombra, entre nosotros, para que no pudiera verse el resplandor desde el pasillo. Y leí entre susurros esa carta, que fue en realidad la primera historia que supe de Airelai, y que decía así:

Querido mío:

Te echo tanto de menos que vivo con media imaginación, con medio corazón, con la mitad de mis ideas y de mis sentimientos, como el borracho que está a punto de perder la conciencia, a medias entre la vigilia y el desmayo, o como el agonizante con un pie en este mundo y el otro pie metido ya en la nada negra. Quiero decir que sin ti soy media persona, una auténtica pizca, un cachito de carne y de nervios en punta añorando al ser que me completa. Por eso te escribo, aun sabiendo que nunca vas a poder leer estas líneas; las palabras crean mundos, y son capaces de crearme ahora, mientras te estoy escribiendo, la ilusión consoladora de tu presencia.

Una vez conocí a un hombre, no sé si lo sabes, que fue mi maestro en el arte del habla. Esto sucedió hace mucho tiempo, siendo yo muy joven; y en un rincón remoto del Adriático, en la frontera de lo que hoy es Albania. Un tiempo y un lugar más favorables para el misterio, para la credulidad y para la magia, y no como aquí y ahora. Mi maestro era lo que hoy llamarían un charlatán de feria; pero entonces entretenía y enseñaba a las gentes, y las personas confiaban en él. Yo le servía de reclamo: llegábamos a las plazas del mercado y yo hacía unas cuantas cabriolas y daba dos o tres saltos mortales, porque en mi juventud fui una buena acróbata. El espectáculo atraía a los mirones y una vez reunido un buen corro de espectadores mi maestro empezaba con su arte. Era un narrador muy bueno: en cuanto abría la boca todo el mundo se quedaba prendido de sus palabras. Contaba historias dulces de muchachas enamoradas e historias crueles de caballeros ambiciosos; relatos muy antiguos que hombres y mujeres como él habían repetido siglo tras siglo, o cuentos que se inventaba sobre la marcha. Al final, después de las historias, vendía algo. Raspaduras de tiza mezcladas con arena, que él decía que eran polvos de la luna y que, esparcidos por el umbral de la casa, servían para que no entrara la desgracia; o unas bonitas plumas de colores que pertenecían al ave fénix y que había que colocar por las noches debajo de la almohada para evitar los malos sueños. Cuando sucedió lo que ahora te voy a contar estaba vendiendo unas sortijas. Teníamos muchas; se las había hecho un artesano viejo, muy baratas, en una ciudad lejana. Eran unos anillos de bronce, con una piedra en-

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