– No es todo, Frufrú. Cuenta cómo era el hotel donde nací.
– Ya sabes tú de sobra cómo era el hotel Cosmos. No vale la pena de que gaste saliva contándolo otra vez.
Pero en la voz de Frufrú se advertía su gran satisfacción de narradora.
– Se llamaba hotel Universo, Frufrú.
– Eso dice Corsi, pero tiene menos memoria que yo. Se llame como se llame es un hotel magnífico, hecho por fuera como de troncos de árboles y dentro de él encuentras todo el lujo imaginable. Una calefacción que da gusto, chimeneas estupendas donde arden leños más gordos que yo, grandes sillones y pieles de animales por los suelos. Lo único malo para mí era despertarme por las noches y sentir que se movía toda la casa como un árbol que cediese al viento. Ah, sí. Todo eso sucede en Tierra de Fuego, la tierra de Anita. Así es tan mala esa demoña. Ella nació al cabo de un mes de nuestra terrible llegada a Punta Arenas. Nosotros no vivíamos en ese hotel, sino la mayoría del tiempo en la Estancia, rodeados de ovejas. Pero hicimos un viaje a Punta Arenas y tuvimos tanta suerte que esta niña nació allí una de aquellas noches de nieve y de viento en que el hotel se movía.
– Cuéntale a Martín cómo era yo de recién nacida.
– Eras muy gorda. Igual que ahora, pero muy gorda y de tamaño pequeño… No sé por qué esas carcajadas.
No creas que eras bonita. Carlos era guapísimo desde que nació, pero tú no lo eras. Siempre has tenido la misma nariz de patata. A pesar de todo, Corsi se volvió loco contigo, hija. Sí, fue una gran sorpresa descubrir que Corsi tenía sentido paternal. Nunca lo demostró con los gemelos de Peggy, aunque no puede dudarse de que son hijos suyos ya que se le parecen como dos gotas de agua, aunque no son guapos esos ñiños. Tú tampoco eres guapa y ya ves… Mari Pepa se puso tan oronda con el entusiasmo de Corsi que nos hizo la faena de traer otro niño al año justo. Entonces Corsi se puso serio y dijo que no quería convertirse en un patriarca. Pero no te pongas triste, Carlos, sabes muy bien que a ti te quiere tanto como a esta demoña de tu hermana. Corsi pasa por hombre interesado y, sin embargo, bien se ve que no lo es, ya que los gemelos de Peggy tienen mucho dinero y nunca les ha hecho caso y a vosotros, que no dais más que disgustos, Corsi os quiere como a las ñiñas de sus ojos. ¿Qué pasa, Martín? ¿Qué pasa, ñiño? ¿Quieres preguntarme algo?
– No se atreve -Carlos se levantó, estirándose entre la luz azul del atardecer-. Martín piensa que mis padres no se casaron nunca y no se atreve a preguntarlo.
– No pienso eso.
– Sería una gran tontería pensarlo. Se casaron poco antes de nacer Carlos. Antes de nacer Anita no fue posible porque aún estaba pendiente el divorcio de Corsi con Peggy. ¿Comprendes, Martín? El matrimonio de Peggy era sólo civil. Peggy quería su divorcio y nos pagó a Corsi y a mí para que huyésemos juntos de su casa… Pero esto es otra historia… La cosa es que hasta poco antes de nacer Carlos, Corsi y Mari Pepa no pudieron casarse porque Corsi quería también matrimonio civil, aunque Mari Pepa se hubiese conformado sólo con el matrimonio católico.
– Pero luego nos abandonó, ¿verdad Frufrú?
Carlos dijo esto con una falsa indiferencia que hizo que Martín le mirase. Anita también miró a su hermano con el ceño fruncido.
– ¿Has visto Frufrú, lo que dice este idiota?
Frufrú levantó sus manos haciendo ademán de espantarlos como a las gallinas.
– Carlos, ya sabes que Corsi me tiene prohibido hablar de muertes. Trae mala suerte eso. Mari Pepa murió y debes creerlo. Si viviese yo te lo diría… Ahora marchaos -batió palmas para espabilarlos y, como no se movían suspiró-. Anda, anda… Os prometo que otro día os contaré una cosa que estuve pensando esta mañana. Una historia espeluznante de cómo en esta misma finca hubo un hombre terrible escondido en la torre. Ya veréis qué historia… ¿Por qué tanta risa? Bueno, así me gusta.
Sus risas les volvían niños otra vez. Las risas de Carlos, las de Anita y las del mismo Martín. Le parecía a Martín que tenía los mismos recuerdos que sus amigos. Se preguntó si Carlos y Anita habrían llegado a conocer alguna vez, de verdad, a aquella Peggy, la mujer primera de su padre, que por alguna misteriosa razón siempre mandaba dinero. «Sí no llega el dinero de Peggy…» «Cuando llegó el dinero de Peggy…» «Peggy nos dio dinero…» Martín había oído hablar de Peggy centenares de veces en aquellos tres veranos. Peggy en los relatos de Frufrú aparecía lo mismo montando a caballo que conduciendo un automóvil. En Estados Unidos, en Venezuela, en Argentina -países a un tiempo tan desconocidos y tan fáciles de imaginar en escenas de películas-, Peggy también en la finca del inglés, allí al lado de ellos, en cualquier conversación. ¿Cómo entenderían estas historias Eugenio y Adela si él, Martín, se las explicase? No las entenderían de ninguna manera. Y al señor Corsi ¿lo entenderían si él les contara que de niño había conocido en un circo a Frufrú y de mayor había partido a Frufrú en varios pedazos a la vista del público en un escenario? Todo le parecía a Martín que lo había visto él con sus propios ojos. Y aquel mar casi del polo con trozos de hielo, en Tierra de Fuego. Todo. Aquellos paisajes, aquellas vidas, aquellas personas eran también la vida del verano, como las lagartijas y los lagartos y las chicharras y los grillos y la calina brillante que comía los colores del día y convertía en humo los gestos.
Martín se olvidó de su importancia. De su latín, de su pintura. Se volvió a olvidar de él mismo y hasta de la extraña turbación que le producía Benigna.
El domingo Anita se empeñó en ir a las dos sesiones de cine que este año había en Beniteca los días de fiesta. A la primera sesión acudieron los tres amigos bajo el sol de la carretera, calzados con alpargatas, y se mezclaron a la larga cola formada delante de la taquilla por lo que llamaba Anita en broma «gentecillas de tres al cuarto como nosotros».
Una vez dentro del local, un olor a desinfectante barato y a botas de soldado se metía en la nariz. Se oía un rumor como de caldera hirviente debajo del techo agujereado por el que se filtraban rayos de sol. Escucharon de pie los himnos patrióticos y vieron luego una vieja película del Oeste, muy cortada y jaleada por silbidos, pateos y aplausos del público. No se vio un solo beso en esta película, pero cuando llegaban los momentos en que el público imaginaba que iba a producirse el corte salvador para ocultar ese instante terrible del beso, un gran rugido, silbidos y hasta llantos de niño se producían en la sala, coreados entusiásticamente por los Corsi y por Martín. Anita y Carlos llegaron hasta llorar de risa, y Martín tuvo una imagen fugaz de Anita, fea y despeinada, con la nariz roja por el sol, olvidando por completo sus coqueterías.
Volvieron a la finca del inglés siempre bajo el sol de justicia de aquel día canicular, y Martín pasó aviso a su casa de que no cenaría allí y de que iría al cine otra vez, con los Corsi.
Anita se vistió con un traje blanco aquella noche y se puso unos tacones altos de aquellos corridos, según la moda del momento. Frufrú se vistió con su blusa verde brillante y un asombroso boa de plumas rojas colgándole de los hombros como si fuera un chal. Anita y Frufrú olían al mismo perfume cuando subieron a la tartana que fue a buscarlos hasta la misma explanada de la finca del inglés. Era un perfume como a maderas orientales, muy propio de Frufrú, pero no de Anita, según pensó Martín.
Perico, el tartanero, que según dijo tenía mucho quehacer, vino a buscarles muy pronto y Anita le pidió que les dejase a todos en el café del casino para esperar allí la sesión de la noche.
Читать дальше