– Ñiña -gritó Frufrú, asustada-, ese café es para los socios.
– No digas disparates, preciosa.
La cara morena de Anita y sus desnudos y delgados brazos destacaban mucho en el blanco de su vestido. Se movía con soltura sobre sus altos zapatos entre las mesas del café y eligió la que le pareció mejor situada sin hacer caso de las miradas de algunos hombres que jugaban a las cartas y dejaban el juego para mirarlos. Carlos corrió una silla para Frufrú mientras ésta, como un pequeño papagayo asustado, revolvía sus ojitos de un lado a otro. Martín quiso ayudar a Anita a su vez, galantemente, y recibió un pellizco en la mano que apartaba la silla para la muchacha y una mirada brillante y burlona.
En cuanto llegó el camarero, Martín comprendió en seguida cuánto respeto inspiraba la voz y el gesto exigente de Anita. El mismo camarero que les había despedido la noche de San Juan les atendió ahora, sin atreverse siquiera a echar una ojeada a Frufrú, ni a sus collares, ni a su cresta de cabellos teñidos. Y hasta saludó a Martín a quien esta vez quiso reconocer.
La sesión de cine de la noche estaba concurrida por el público más elegante del pueblo. Entre tanta elegancia Frufrú se sentía muy excitada y ponía silencio a los comentarios cáusticos de Anita sobre la gente que les rodeaba y les miraba. La película era tan vieja como la de la otra sesión aunque no del Oeste americano. Cuando llegaron los momentos tiernos en que se prevén los besos, la mano del operador apareció en la pantalla tapando todo, y entonces el mismo rugido de la sesión de la tarde se levantó en el cine. Y silbidos. Carlos volvió a meter los dedos en la boca para silbar. Martín no lo hizo entonces porque sabía que su padre y Adela estaban en el cine. Anita reía y pateaba, y Frufrú se tapaba los oídos, compungida.
En la noche del lunes salieron los tres a la playa. Aunque la luna no estaba en su plenitud aún, su claridad hacía relucir la arena. A Martín le entró un extraño miedo de aquella luna, pero rechazó la sensación y siguió a Carlos y Anita que corrían como locos por la orilla del agua y se perseguían. Terminaron los tres jadeantes tirados sobre la arena seca de las dunas. Anita, al tranquilizarse, se fue quedando pensativa.
– Quisiera que tuviésemos todos treinta años -dijo de pronto-. Quisiera que corriese el tiempo y que viviésemos de verdad.
– Estamos viviendo de verdad -dijo Carlos.
Martín empezó a notar la vida en todo su cuerpo. Palpó la musculatura de sus brazos magros. Bajo sus dedos notó en la cara la aspereza del vello de su barba.
– Tengo ganas de que seáis hombres vosotros y de ser yo una mujer de verdad.
– Para eso no hace falta tener treinta años.
– Oswaldo tiene treinta años y se nota mucho su experiencia. Yo le envidio. No es que me crea idiota, pero a su lado algunas veces me encuentro tonta… Quizá me case con Oswaldo. No lo sé. Él ha pedido su divorcio.
Carlos se sentó en la arena. Cogió a su hermana por los hombros, sacudiéndola.
– ¿Con un hombre como ése vas a casarte tú? ¿Tú?
– Oswaldo es muy rico y muy inteligente.
– ¿Piensas dejar a la familia porque ese gordo sea rico?
Martín escuchó las carcajadas de Anita y le pareció que en ellas sonaba una nota falsa.
– Oswaldo vendrá con nosotros, tonto mío. Ésa será la única diferencia. Martín también vendrá con nosotros, ¿verdad Martin? ¿Verdad que cuando se conoce a nuestra familia no se la deja nunca?
Martín sintió una extraña opresión al respirar. Necesitó de pronto ponerse en pie y dijo:
– Mi padre ha pedido traslado. Posiblemente no volveré a Beniteca el verano que viene.
Le costó mucho decirlo, pero los otros no le oyeron. Carlos y Anita peleaban ahora. Anita acabó jurando, entre risas, que no se casaría con nadie y le hizo jurar a Carlos que él tampoco se casaría.
– Yo creo que deberíamos bañarnos -dijo Anita al fin, abanicándose la cara.
– Sí -dijo Carlos-. Será un baño magnífico con esta luna.
Martín lanzó un gran grito, un grito de tarzán de los monos, y echó a correr detrás de Anita cuando -un rato más tarde- iban hacia el agua. No tenía ya miedo a la luna, no estaba turbado por ningún recuerdo ni por ningún presentimiento. Si Anita era capaz de recordar -pensaba en Oswaldo, al fin y al cabo-, él se sintió de pronto tan olvidadizo como un mono. Exactamente igual que lo que él creía que eran los Corsi. Un mono, un ser elemental, vivo en la noche, feliz y a un tiempo torpe e inocente. Corría detrás de Anita, y Carlos corría ahora detrás de él. No había complicaciones en el mundo. La tierra, ese planeta, giraba lentamente bañando de sol y de luna y de negrura, alternativamente, las distintas partes de su vientre. Desde los espacios nadie podría suponer la efervescencia de aquellos momentos, ni las muertes que estaban ocurriendo, ni las vidas que llegaban nuevas, ni las floraciones periódicas, ni las nieves y hielos. Ni las injusticias ni los odios, ni los simples amores de las criaturas humanas. Ni la sencilla felicidad de sentirse vivos que tenían aquellos tres muchachos. Nadie más que el ojo de Dios podría traspasar todo este vasto panorama aquella noche.
Martín y sus amigos fueron sólo unas risas, un chapoteo en el agua templada. Tres sensaciones de vida, con el círculo brillante del verano -brillante de día, brillante de noche- envolviéndoles.
El martes el equilibrio entre las relaciones de los tres amigos parecía asentado. Martín comprendió que la felicidad es resultado de una serie de concesiones entre los que se quieren.
Martín había rendido, nuevamente, su actitud. Decidió no hostigar a su amigo llamando la atención de Anita sobre su persona. Carlos volvía a tener su expresión de chico grande, contento de vivir al unirse a su hermana. Y Martín, sintiéndose un poco superior por este renunciamiento, se conformó con el papel secundario de acompañante de los Corsi que siempre le había tocado en suerte, o quizá que él había elegido.
– Este pescador nuestro… -dijo Carlos, magnánimamente aquella tarde al bajar del Faro entre la luz baja de gradaciones ya en el crepúsculo. Echó el brazo por el hombro a Martín sin notar la oscura emoción de éste.
– Este esclavo nuestro -continuó Anita- nos distrae. Yo no puedo vivir más que rodeada de esclavos. Tú tampoco, ¿verdad, Carlos?
Se detuvieron junto a las peñas del camino y Anita se sentó en tierra tomando sobre su falda a Titi. Carlos ofreció a su hermana y a Martín un cigarrillo. Martín pudo advertir tanta felicidad en la expresión de su amigo que una áspera sensación de ternura le impidió replicar a aquellas bromas de los otros. Jugaban ahora a que el tiempo se había detenido en el primer verano, en la infantilidad y la dicha salvaje que tuvieron en el primer verano de Beniteca y este juego emocionaba más a Carlos que todas sus correrías anteriores en compañía de Martín, que la caza del lagarto y sus preocupaciones compartidas. Martín aspiró el humo del cigarrillo empezando a encontrar agrado en su sabor, en su seca calidez amarga dentro de la boca y en la garganta. No rompió con una sola palabra el encanto de aquellos momentos. Sólo observaba a Carlos: la línea de los hombros de Carlos, sus largas piernas dobladas, sentado ahora en tierra junto a su hermana, como protegiéndola con su fuerza. Anita estaba fumando y acariciando al mismo tiempo a Tití, salvaje, despeinada como una chiquilla; la cara quemada por el sol, los brillantes ojos entrecerrados como llenos de pensamientos y de ideas. Tenía las manos pálidas, pequeñas, delgadas como garras. En la mano derecha, una de las uñas que ahora Anita dejaba crecer según la moda y esmaltaba de rosa, estaba rota. Carlos miraba a su hermana con insistencia.
Читать дальше