– ¿Y si nos acercásemos?
Carlos, a pesar de su atrevimiento para todo, temía los sofiones de Anita. En todos aquellos días no había hecho otra cosa que rondar por los alrededores de su hermana. Anita toleraba esta escolta, pero había amenazado a Carlos con no quedarse en Beniteca si la molestaba mucho.
– Lo mejor es que nos vayamos al solarium. Sabes perfectamente que si Anita nos ve ir hacia allá viene detrás de nosotros.
– No. No la conoces. Está empeñada en demostrarme que no me necesita. Con eso de ser persona mayor se ha vuelto una lata apestosa. Eso es lo que es.
– Pues vamonos.
– No, vamos a esperar un poco. Anda, cuéntame todo lo que quieras, pescador. Dices que tienes vocación de cura, ¿no?
Se reía, y Martín, a la fuerza, sonrió también. Volvieron a sentarse en la arena. Martín tenia la impresión de que si no hablaba ahora de todo lo que había pensado en aquellas tardes en que Carlos con Anita, el señor Corsi y el perrito Tití se iban de paseo en el coche con Oswaldo y en todo el largo día anterior; si no lo decía ahora no lo diría nunca. Y ni siquiera sabía cómo empezar. Una de las cosas que habría querido darles a entender a los dos hermanos era su convicción de que tanto Carlos como Anita, a pesar de su hechizo, eran enormemente inferiores a él en inteligencia. Sentado este punto -y no sabía cómo sentarlo-, lo demás era fácil. Era necesario hacerles ver que él, Martín, había llegado a ver la amistad de los Corsi como algo sin importancia al compararla con toda aquella vida que se le presentó delante del espíritu. Aquella vida que había estallado como una ola dentro de su pecho.
– Fuera bromas ya con eso de cura… Tengo una vocación de pintor como una catedral. ¿Por qué no lo vas a saber tú? Pensar que hace dos años, cuando llegué a Beniteca, quería ser militar. ¡Qué absurdo! Mi abuela, que es una mujer muy sencilla, pero fina, lista, ¿comprendes?, adivinó que yo sería pintor. Y un médico amigo de mi familia, hombre inteligentísimo que me ha hecho leer mucho, siempre ha dicho que en mis dibujos hay verdadera genialidad.
Carlos silbó burlonamente.
– ¡Caramba! ¡Genio nada menos!… Esto hay que contárselo a Oswaldo, chico. Se nos muere de envidia cuando lo sepa.
– Genio, sí. ¿Por qué no? Ahora nos reímos los dos, pero yo te lo demostraré. Creo que podría prescindir de tu misma amistad desde este momento, si fuera necesario. Puedo prescindir de todo. Eso es de lo que me di cuenta ayer. Poder prescindir de todo es tener la fuerza y la base para crear.
Carlos le puso la mano en la cabeza.
– ¡Eh, tú! Has tomado una insolación.
– Nada de insolación. Necesito que me escuches un momento; hace un rato, mientras decía esas palabras de la epístola a los Pisones… «spectatum admisi»…
– ¿Epístola a los qué?… Me parece como un chiste sucio, eso de Pisones.
– No me harás creer, por vacía que tengas la cabeza, que no sabes quién era Horacio.
– Un romano antiguo con toga y una corona de laurel en la cabeza.
Martín sonrió y Carlos siguió hablando mientras dibujaba en el aire con las manos una invisible vestidura.
– Algo así como yo cuando acompañaba a Anita en el recitado aquel de Berenice.
– Si me haces reír ya no te puedo contar lo que he pensado antes.
– Cuenta, genio pescador, cuenta. Vas a estallar.
– Sí, porque estoy en desacuerdo completo con Horacio no sólo en cuanto a pintura, sino en cuanto a cualquier arte. Lo he visto claramente. Si un pintor pusiera a una cabeza humana una cerviz de caballo y le pegase miembros, emplumase la figura e hiciese que un pecho hermoso de mujer acabase en pez horrible no sólo no sería torpe, sino que habría roto los moldes. Hay que romper con una tradición que le oprime a uno. Hay que romper con todo. Horacio habla luego de la libertad del artista, pero yo no admito ni los límites contra el absurdo.
Carlos volvió a hacer ademán de tocarle la frente, y luego, encogiéndose de hombros, dijo algo que a Martín le serenó por completo y le quitó toda su exaltación.
– Bueno, chico. De pintura no entiendo ni quiero entender tampoco. No me interesa. Ahora, lo que dices, es absurdo. Crees que has descubierto algo, ¿verdad? Pues no has descubierto nada. Yo he visto muchos cuadros que parecen ese que describe Horacio. Todo eso de romper moldes está descubierto ya.
Se puso en pie y volvió a silbar mirando hacia su hermana. Martín siguió sentado en el suelo, pensativo, tan nervioso que empezó a morderse las uñas. Abstraído no sintió llegar a Anita que venía corriendo hacia ellos después de dejar a su padre dormitando y a Oswaldo con la palabra en la boca. Martín no se dio cuenta de su presencia hasta que ella se echó encima de sus hombros, riendo.
– A éste le conviene una buena zambullida, Ana. Está más loco que una cabra. Hablando latín y todo eso. Así se ha despertado hoy.
– ¿Hablando latín? ¡Qué atrevimiento! Cógele por los hombros, Carlos, y yo le cogeré por los pies. Es largo, pero está más flaco que una sardina. No, no te revuelvas, podemos contigo.
Sacudido por la risa convulsiva que le provocaban las cosquillas y temiendo defenderse demasiado y hacer daño a Anita, Martín fue arrastrado al mar. Un rato después se encontró nadando lejos de los otros dos. Allá, en la arena, vio la figura rechoncha de Oswaldo que se acercaba hacia la orilla. Anita y Carlos, cerca de la playa, se perseguían nadando. Él, Martín, estaba solo. Ahora sabía que nunca podría continuar su conversación con Carlos. Era otro tipo de hombre Carlos. Resultaba bastante curioso observar la incapacidad de admiración que tenía fuera de su propia familia. «Has cogido una insolación», eso le había dicho. En verdad le pareció a Martín que el verano entero de Beniteca -los tres veranos unidos en un largo y llameante verano- constituía una enorme insolación, pero no en el sentido en que había hablado Carlos, sino al contrario. No porque a Martín se le excitase la imaginación hablando de su arte, sino porque lo olvidaba. Olvidaba todo en Beniteca.
Volvió a mirar hacia los Corsi, que estaban cerca de la orilla, de pie, animando a Oswaldo a entrar en el agua. Luego hizo una inspiración y se zambulló, nadando hacia ellos.
Por la tarde, la hora de la siesta era la única en que, aquellos días, estaban solos Carlos y Martín. Momento desperdiciado o ganado -Martín no sabía- en un silencio envuelto en el canto ronco de las chicharras, mientras ellos, subidos a las ramas de los pinos, fumaban uno de los cigarrillos con que -por mediación de Anita- les obsequiaba Oswaldo algunas veces. Momento que se completaba luego con los puñetazos contra el saco de cuero lleno de arena y que más tarde se llenaba de la expectación de Carlos, esperando a Anita para el baño de antes de la merienda.
Iban los tres solos a la playa sin Oswaldo y sin el señor Corsi y a Martín se le antojaba que entonces representaban una especie de parodia de lo que había sido su amistad dos años antes. Anita soltaba algunas frasecitas en francés, mezclándolas ahora con palabras inglesas para aturdir a Martín, y Carlos le seguía el juego. Luchaban un poco en la playa y al fin se zambullían.
Aquella tarde, cuando Anita se les reunió, Carlos le explicó, riendo, que Martín hablaba latín correctamente y que quería entrar en el seminario el próximo octubre.
– Oh, qué interesante, Martín. Siempre dije que tenias cara de cura.
– Ya está bien de bromas.
– ¿Te molesta? Claro, tú eres un fanático español.
– Yo no creo en nada.
– ¿Ves? Fanático español. Carlos, Martín es un caso perdido. O cree en todo o no cree en nada. No puede ser tolerante como nosotros.
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