Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– También yo debo decirte algo, Ben -empezó Sheere-. Esta mañana, cuando vine a despedirme de vosotros, no pensé que tuviese importancia, pero ahora las cosas han cambiado. Anoche, mientras volvíamos hacia la casa donde nos alojamos, mí abuela me hizo jurar que nunca más hablaría contigo. Me dijo que debía olvidarte y que cualquier intento por mi parte de acercarme a ti podría acabar en tragedia.

Ben suspiró ante la velocidad que aquel torrente de amenazas veladas, que florecían en todos los labios en relación a su persona, estaba adquiriendo. Todos, excepto él, aparentaban conocer algún secreto indecible que le convertía en una carta marcada y por-tadora de desgracias. Lo que al principio había sido incredulidad y más tarde inquietud empezaba a transformarse en abierta irritación e ira ante el secretismo que parecía mover-se a sus espaldas.

– ¿Qué razones dio para decir algo así? -preguntó Ben-. Jamás me había visto an-tes de anoche y no creo que mi comportamiento justificase semejantes barbaridades.

– No creo que tuviese que ver con eso -apuntó Sheere-. Estaba asustada. No había rabia en sus palabras, sólo miedo.

– Pues vamos a tener que encontrar algo más que miedo si pretendemos averiguar qué es lo que está pasando -replicó Ben-. Vamos a ir a verla ahora.

Ben se dirigió hasta donde esperaban los demás miembros de la Chowbar Society. Sus rostros evidenciaban que habían estado discutiendo internamente el tema y que ha-bían llegado a alguna resolución. Ben apostó por quién sería el portavoz de la inevitable protesta. Todos miraron a Ian y éste, al descubrir la conspiración, puso los ojos en blanco y suspiró.

– Ian tiene algo que decirte-puntualizó Isobel-. Y habla por todos nosotros

Ben se encaró a sus compañeros y sonrió.

– Escucho.

– Bueno -empezó Ian-, la esencia de lo que queremos decir…

– Ve al grano, Ian- cortó Seth.

Ian se volvió, con toda la serena furia contenida que su flemático carácter le permitía.

– Si lo explico yo, lo haré como me dé la gana. ¿Está claro?

Nadie osó objetar más matices a su oratoria. Ian reemprendió su tarea.

– Como decía, lo esencial es que creemos que hay algo que no cuadra. Nos has dicho que Mr. Carter te ha explicado que hay un criminal que ronda el orfanato y que le ha ata-cado. Criminal que nadie ha visto y cuyos motivos, según tus explicaciones, no entende-mos. Como tampoco entendemos por qué ha pedido hablar contigo específicamente o por qué has estado hablando con Bankim y no nos has dicho de qué. Suponemos que tienes tus razones para guardar el secreto y compartirlo sólo con Sheere, o mejor dicho, crees que las tienes. Pero, en honor a la verdad, si en algo valoras esta sociedad y su propósito, de-berías confiar en nosotros y no ocultarnos nada.

Ben consideró las palabras de Ian y repasó los rostros del resto de sus compañeros, que asintieron al discurso de su portavoz.

– Si he ocultado algo es porque pienso que de lo contrario podía poner en peligro la vida de los demás -explicó Ben.

– El principio básico de esta sociedad es ayudarnos unos a otros hasta el fin y no simplemente escuchar historias de fantasías y desaparecer a las primeras de cambio en cuanto huele a chamusquina -Protestó Seth airadamente.

– Esto es una sociedad, no una orquesta de señoritas -añadió Siraj.

Isobel le propinó un cachete en el cogote.

– Tú calla -recriminó Isobel.

– De acuerdo -dictaminó Ben-. Todos para uno y uno para todos. ¿Eso es lo que queréis? ¿Los Tres Mosqueteros?

Todos le observaron intensamente y, lentamente, uno a uno, asintieron.

– Muy bien. Os diré todo lo que sé, que no es mucho -dijo Ben.

Durante los diez minutos siguientes la Chowbar Society escuchó su relato en versión íntegra, incluyendo la conversación con Bankim y los temores de la abuela de Sheere. Finalizada la exposición, se abrió el turno de preguntas.

– ¿Alguien ha oído hablar de ese tal Jawahal alguna vez? -preguntó Seth-. ¿Siraj?

El hombre enciclopedia no ofreció más respuesta que una negativa absoluta.

– ¿Sabemos si Mr. Carter podía tener negocios con alguien así? ¿Tal vez haya en sus archivos algo al respecto? -preguntó Isobel.

– Podemos averiguarlo -dijo Ian. Ahora lo fundamental es hablar con tu abuela, Sheere, y desentrañar este embrollo.

– Estoy de acuerdo -dijo Roshan-. Vayamos a verla y después decidiremos un plan de acción.

– ¿Hay alguna objeción a la propuesta de Roshan? -preguntó Ian.

Una negativa general inundó los muros ruinosos del Palacio de la Medianoche.

– Bien, en marcha.

– Un momento -dijo Michael.

Los muchachos se volvieron a escuchar al perennemente taciturno virtuoso del lápiz y cronista grafico de la historia de la Chowbar Society.

¿Se te ha ocurrido pensar que todo esto podría tener relación con la historia que nos has explicado esta mañana, Ben? -preguntó Michael.

Ben tragó saliva. Llevaba media hora haciéndose esa misma pregunta, pero era inca-paz de hallar un nexo de conexión entre ambos sucesos.

– No veo la relación, Michael -dijo Seth. Los demás meditaron sobre el tema, pero ninguno de ellos parecía inclinado a disentir del parecer de Seth.

– No creo que exista esa relación -corroboró Ben finalmente-. Supongo que lo so-ñé.

Michael le miró directamente a los ojos, algo que no solía hacer prácticamente nunca, y le mostró un pequeño dibujo que sostenía entre los dedos. Ben lo examinó e identificó la silueta de un tren cruzando una llanura devastada de chabolas y barracas. Una majestuosa locomotora acabada en cuña y coronada por grandes chimeneas que escupían vapor y humo lo arrastraba bajo un cielo sembrado de estrellas negras. El tren aparecía envuelto en llamas y a través de las ventanillas de los vagones se intuían cientos de rostros espectrales extendiendo los brazos y aullando en el fuego. Michael había traducido sus palabras al papel con absoluta fidelidad. Ben sintió que un escalofrío le recorría la espalda y miró a su amigo Michael.

– No entiendo, Michael -murmuró Ben-. ¿A dónde quieres ir a parar?

Sheere se acercó a ellos y su rostro palideció al contemplar el dibujo e intuir el nexo de unión entre la visión de Ben y el incidente en el St. Patricks que michael había puesto al descubierto.

– El fuego -murmuro la muchacha-. Es el fuego.

La morada de Aryami Bose había permanecido clausurada durante años y el fantas-ma de miles de recuerdos prisioneros entre los muros impregnaba todavía el ambiente de aquella casa habitada por libros y cuadros.

De camino habían acordado unánimemente que lo más procedente era permitir que Sheere entrase primero en la casa, pusiera a Aryami al corriente de los hechos y le manifestara la voluntad de los muchachos de hablar con ella. Una vez asumida esa primera fase, los miembros de la Chowbar Society estimaron igualmente oportuno limitar el numero de sus representantes en la reunión con la anciana, en la creencia de que la visión de siete adolescentes desconocidos ralentizaría su lengua ostensiblemente. Por ello, además de Sheere y Ben, se decidió que Ian también estuviera presente durante la conversación. Ian aceptó de nuevo el papel de embajador en funciones de la sociedad, no sin sospechar que la frecuencia con que le correspondía asumir tal papel estaba menos relacionada con la confianza de sus compañeros en su ingenio y templanza que con su aspecto inofensivo e idóneo para granjearse la aprobación de adultos y funcionarios públicos. En cualquier caso, tras recorrer las calles de la ciudad negra y esperar durante unos minutos en el patio de carácter selvático que rodeaba la casa de Aryami Bosé, Ian se unió a Ben y ambos entraron en la casa a la señal de Sheere, mientras los demás aguar-daban su regreso.

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