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Juan Saer: La Pesquisa

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Juan Saer La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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Pichón, que ha elegido el mes de marzo para viajar, con la intención justamente de evitar el pleno verano sin privarse de aprovechar sus últimos días, soporta con un ligero pánico y una satisfacción secreta y contradictoria, las semanas ardientes que se suceden. La aprensión supersticiosa de no resistir físicamente tanto calor alterna en él con una especie de orgullo telúrico -semejante al que ha temido percibir hace unos minutos en Tomatis respecto de la cerveza- igualmente inconfesado y pueril. Las cifras máximas de temperatura y de humedad, la turbulencia fluida del cielo azul a mediodía y los pastos calcinados, le parecen confirmar su creencia indolente y un poco infantil, ya algo borrosa después de tantos años en el extranjero, de que proviene de un lugar único cuyos rasgos definidos e inalterables coinciden al milímetro, a pesar y aun a través del tiempo y la distancia, con los mitos que, poco a poco y sin proponérselo, ha ido forjándose a partir de ellos.

Los movimientos más banales le cuestan un esfuerzo increíble. Únicamente a la mañana, cuando se despierta, la conciencia de estar de vuelta en la ciudad le produce una euforia pasajera que lo induce a saltar de la cama, pero ya cuando está preparando el mate la volición flotante y blanda reaparece para instalarse a lo largo del día, y recién con las primeras copas de la noche se atenúa. Héctor, que está otra vez de gira por Europa, le ha dejado su taller para que se instale en él, el gran galpón blanco y confortable, fresco y ascético, semejante a las monocromías geométricas de su propietario, de las que Pichón siempre sospechó que al viejo amigo que las pinta con probidad exacta y meticulosa le han servido de muralla para ponerle un freno, probablemente ilusorio, a la vez al caos que hormiguea adentro y al que se agita, igualmente infinito y disperso, en el exterior.

Bastante retirado del centro, el taller le facilita largas caminatas, pero la luz cruel que estimula, insensiblemente, impresiones de perdición e incluso de delirio, no le deja más que la mañana temprano, el atardecer y la noche, para andar por las calles que le han sido en otras épocas tan familiares, y que, sin embargo, ahora recobra, a pesar del encanto intermitente, con un poco de extrañeza. Al decidir el viaje en París, varios meses atrás, los objetivos prácticos -la venta de los pocos bienes familiares, único lazo con la ciudad aparte de dos o tres amigos, después de la desaparición del Gato y de la muerte reciente de su madre- le permitían disfrazar la nostalgia y la impaciencia, y durante la semana anterior al vuelo únicamente el vino lo ayudaba a adormecer la ansiedad, pero después de las horas irreales en el avión, ya con los primeros paseos por Buenos Aires, una especie de atonía, por no decir de indiferencia, se apoderó de él: una ausencia de emociones previstas, tal vez demasiado esperadas, que lo hace percibir a la gente, a los lugares y a las cosas, con el desapego de un turista forzado. Es cierto que no ha viajado solo: su hijo mayor, un adolescente de quince años, lo acompaña, y la sensación constante de novedad que le atribuye empobrece sus propias sensaciones. Como si fuesen complementarias, sus experiencias se modifican, mutuas, y, a causa tal vez del carácter contradictorio respecto de la del otro que posee cada una, al entrar en contacto, o al mezclarse, igual que el vino y el agua, recíprocas, se atenúan. A los pocos días de instalados, Pichón ha podido observar una permutación curiosa, ya que es su hijo el que parece haberse adaptado con mayor plasticidad a las circunstancias, el que domina mejor las posibilidades de aprovechar la estadía en la ciudad, en tanto que él que ha nacido en ella y ha pasado en ella la mayor parte de su vida, la considera con la mirada fragmentaria y vacilante de un forastero. Al hijo el tiempo no parece alcanzarle para cumplir, en compañía de Alicia, la hija de Tomatis, que tiene su misma edad, con todas las actividades que se le presentan, natación, bailes, paseos, fiestas, viajes al campo, sin contar con las muchas horas de sueño profundo de las que parece salir fresco y decidido, en tanto que para el padre, a pesar de los muchos reencuentros y de las muchas novedades, las semanas son un flujo ardiente, inacabable y trabajoso. En el remolino lento del día, no parece existir la dimensión del tiempo: el mundo es como una masa pegajosa en desenvolvimiento imperceptible, y el ser atrapado en la gelatina incolora no solamente no se debate, sino que parece aceptar, como sola opción posible, gradual, el hundimiento.

En los primeros días del reencuentro, Tomatis lo ha estudiado con discreción, pero también con minucia. Aunque había estado llamándolo por teléfono desde París para ir precisando los detalles desde que el viaje fue decidido, Pichón lo llamó desde Buenos Aires prácticamente al bajar del avión, anunciándole su llegada a la ciudad para tres días más tarde, y fue Tomatis quien le aconsejó la compañía y el horario de colectivos que les convenía tomar, de modo que un atardecer caluroso -todavía era verano-, en los primeros días del mes, Tomatis, haciendo tintinear con dedos nerviosos en su bolsillo las llaves del taller que Héctor le había confiado antes de irse para Europa, los esperaba, acompañado de Alicia, en el andén número veintinueve de la Terminal de ómnibus. Cuando Pichón apareció en la puerta del colectivo -hacía años que no se veían-, cruzaron una sonrisa rápida, casi secreta, más visible en los ojos que en la boca, y en la que, igual que en la oscuridad cerrada un relámpago permite ver durante una fracción de segundo, imprimiéndolo por unos segundos más en la retina y para siempre en la memoria, un paisaje hasta ese momento enterrado en la negrura, los dos vieron desfilar, en una especie de representación común y en una intimidad que prescindía de palabras, no únicamente lo que cada uno sabía de sí mismo, sino también lo que sabía o imaginaba o presentía del otro, eso que, a pesar del tiempo y de la distancia y de lo que no había podido tener cabida en cartas y en llamadas telefónicas, podría llamarse los días, las semanas o los años dilapidados, los afectos perdidos, la lucha ciega y solitaria, el desgano y la dicha, la exaltación y el fracaso, las risas francas y luminosas y el sabor de las lágrimas amargas.

En su tentativa intermitente y discreta de auscultarlo, con una mezcla de curiosidad y de solicitud, Tomatis no ha logrado obtener gran cosa, y al cabo de algunos encuentros -se han venido viendo casi todos los días- el interés inmediato de los temas que abordan, la vivacidad de las noticias que intercambian y el placer intrínseco de la conversación, además de la rapidez con que han restablecido los viejos hábitos, los han hecho desinteresarse de lo que pudiera haber detrás de la mirada imperturbable y clara de Pichón, de sus frases lentas y elaboradas, de sus risas medidas y pensativas y de sus pausas, cortas o interminables, que no revelan, del interior supuestamente misterioso y sin fondo, nada en particular. En cierto sentido, ha terminado por decidir Tomatis, es una forma de cortesía, y le parece, o al menos lo desea, que Pichón piensa y siempre ha pensado algo semejante de su propio comportamiento, el de Tomatis, que, para no abrumar al interlocutor con quejas, confidencias o argumentos demasiado penosos, adopta una indolencia mundana y dicharachera.

Sin habérselo propuesto, y sin siquiera consultarse mutuamente, han resuelto, casi por instinto, tomar las cosas como vienen, una a una en la sucesión tal vez ilusoria en la que se presentan, sopesarlas con atención desapasionada, y dejarlas después seguir como quien dice su camino. A esta altura de sus vidas, y del modo más inesperado, el presente les da la impresión de ser el mejor de los mundos posibles. La juventud les parece haber quedado en una zona arcaica y fabulosa, más lejana e improbable que la dimensión en la que levitaban, en otros tiempos, livianos y sumarios, los dioses, un limbo concluido, brillante, inaccesible a la experiencia pero también a la memoria, y a pesar de eso, y aunque cada minuto que viven los aproxima, como jugando, a la nada, en la cual desaparecerá todo lo vivido, lo pensado y lo recordado, desde la idea de universo, hasta la más inconcebiblemente diminuta de las partículas, pasando por todas las variaciones intermedias que existen entre las dos, y en particular en esta noche calurosa de fin de marzo, dan la impresión de ser macizos, sólidos y despreocupados, indolentes y sanos, concentrados en lo inmediato como el cirujano en una operación delicada, el atleta en el salto que se dispone a dar, o el sibarita en un sorbo de vino fresco.

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