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Juan Saer: La Pesquisa

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Juan Saer La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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Morvan llevaba un archivo doble y, de cada nuevo elemento que se agregaba, hacía una fotocopia para completar el ejemplar que guardaba en su casa y que, cuando no dormía en el despacho, tenía la costumbre de estudiar, hasta la madrugada a veces, y a veces también durante el día entero cuando estaba de descanso. Desde hacía meses, no ocupaba un solo minuto de la vigilia a otra cosa que no fuese la sombra extrañamente cercana y sin embargo inasible que salía, en el anochecer, vertiginosa y metódica, a golpear. Parado cerca de la ventana, en la tarde de diciembre, de vuelta del restaurante, miraba, con cierta ansiedad, el día gris que declinaba rápido, a través de los vidrios helados de su oficina y de las ramas peladas y lustrosas de los plátanos, en un aire cada vez más oscuro, a pesar de las luces eléctricas de los negocios encendidas desde la mañana y del cielo blanco que anunciaba como se dice nieve inminente y que, de un modo paradójico, parecía acentuar, a poca altura, la oscuridad del aire. Como ya lo ha hecho tantas veces, se decía Morvan, cuando llegue la noche saldrá tal vez sin apurarse de su penumbra informe y densa, merodeando por las calles casi desiertas, en las inmediaciones de la plaza, buscará con expresión indolente y ordinaria su nueva presa, abordándola de un modo tan natural y familiar que, en estos tiempos de amenaza, la anciana verá en él, no un peligro, sino una protección inesperada, viril y cálida, hasta tal punto que, para no privarse demasiado pronto de su compañía, lo hará entrar en su departamento, instalándolo en un sillón y sirviéndole una copita de licor e incluso una buena cena. En un determinado momento él, con un pretexto cualquiera, pidiendo permiso para ir al baño por ejemplo, se desnudará enteramente para no mancharse de sangre, en el cuarto de baño o en el dormitorio, plegando con cuidado su ropa, para poder salir más tarde impecable a la calle, y después, habiendo previamente pasado por la cocina, volverá desnudo al living o al comedor, con el cuchillo en la mano, dispuesto a comenzar su faena. Durante un buen rato trabajará el cuerpo inerme abandonado al cuchillo o al serrucho. Puede separar el tronco de la cabeza, o amputar los miembros, o los senos, o las orejas, o arrancar los ojos y acomodarlos con cuidado en un platito sobre la mesa o sobre alguna repisa, o, comenzando desde el bajo vientre, abrir la parte delantera del cuerpo desde el pubis hasta las costillas, sacando los órganos afuera y poniéndose después a separarlos y desplegarlos, hurgándolos con la punta del cuchillo o con los dedos enguantados, igual que si buscase entre los tejidos enigmáticos y todavía calientes, la explicación perdida de un secreto o la causa primera de alguna inmensa fantasmagoría. Cuando se cansará de escarbar y de actualizar en la materia bien real sus sueños insensatos, dejará caer el cuchillo, se dará una ducha y se volverá a vestir, estudiando con ojo experto hasta el último rincón del departamento para no dejar un solo indicio de su paso. Después, deteniéndose un momento cerca de la entrada, dándose vuelta o quizás, de un modo fugaz, por encima del hombro, echará una última ojeada al departamento, ya ni siquiera por precaución, sino más bien con extrañeza, o con indiferencia quizás, o quizás ni aun sin ver los estragos que quedan de su paso, como si todo hubiese ocurrido en un universo contiguo al de las apariencias, al que ni la voluntad, ni la causalidad, ni la razón, ni el espacio, ni el tiempo, ni los sentidos tienen acceso. Recién entonces, limpio, bien peinado, correctamente vestido, después de haber atravesado con tranquilidad y sin apuro el umbral, cerrará con llave y sin hacer ruido la puerta desde el exterior, y, de nuevo idéntico por fuera a cualquiera de nosotros, se guardará la llave en el bolsillo.

Si está bien fría, tiene que doler acá cuando uno la toma -dice Tomatis, apretándose las sienes con el pulgar y el medio de la mano derecha, y manteniendo desplegado el resto de los dedos de la siguiente manera: el índice estirado en diagonal hacia arriba, como si estuviera disponiéndose a señalar un acontecimiento inminente que va a llegar desde lo alto, y el anular y el meñique, ligeramente encogidos ante el ojo izquierdo, cubriéndolo un poco y apuntando, contradictorios, hacia abajo.

Pichón, que acaba de hacer silencio para permitirle al mozo depositar los tres primeros lisos de la noche sobre la mesa, lanza hacia Tomatis una mirada discreta, al mismo tiempo perpleja y escéptica: perpleja porque esa declaración acerca de la temperatura apropiada de la cerveza en medio de la historia que él, Pichón, viene refiriendo, denotaría, por parte de Tomatis, una especie de insensibilidad ante su relato, y escéptica porque la declaración propiamente dicha, que Tomatis ha proferido con la certidumbre distraída con que se enuncian los postulados, le parece una afirmación puramente subjetiva. Un tercer elemento refuerza su perplejidad: el estatuto, un poco folklórico, de capital nacional de la cerveza, venida a menos a decir verdad en los últimos tiempos, de que suele enorgullecerse la ciudad, parece encontrar en Tomatis un cultor inesperado y Pichón, con ligera alarma, se pregunta si Tomatis, después de tantos años de separación, por haber permanecido casi sin moverse de la ciudad, no se ha dejado contaminar por cierto etnocentrismo provinciano, y ya está por desilusionarse cuando, después de tomar un largo trago, dejando con satisfacción paradójica su vaso casi vacío sobre la mesa, Tomatis comenta con una sonrisa malévola:

– Ha sido siempre la cerveza más mala y más fría del mundo occidental.

– No exageres -dice Pichón, aliviado y complacido.

El tercer comensal, un poco intimidado por el aura parisina de Pichón, pero evidentemente encantado de participar en la cena, sonríe con timidez detrás de su barba renegrida en la que, alrededor de la boca, han quedado enredadas, después de su primer trago de cerveza, algunas manchas de espuma blanca. Tomatis se lo ha presentado a Pichón un par de semanas atrás con las siguientes palabras: Marcelo Soldi. Pinocho para los amigos. El hijo de ricos que, a los veintisiete años, más sabe de literatura en todo el territorio de la república. Sin ignorar el tono irónico de la presentación, los presentados han tenido los dos sus propios motivos para sentirse satisfechos. En primer lugar, el hecho de conocerse por medio de Tomatis les parece ya una garantía de que llegarán a entenderse y a pasar algunos buenos momentos de conversación en las semanas de estadía que todavía le quedan a Pichón en la ciudad. Y, por otra parte, el interés común por el famoso dactilograma anónimo descubierto entre los papeles de Washington, los 815 folios a máquina de la novela histórica En las tiendas griegas, supone según ellos una razón más que suficiente para que la presentación haya sido necesaria. Un par de elementos prácticos se agregan a los factores específicamente hedónicos y mundanos: Soldi, a quien no le disgustaría ir a pasar un par de años en Europa -a pesar de los comentarios zumbones de Tomatis- no rechazaría en principio, si la oportunidad se presentara, la mediación de Pichón para alcanzar su objetivo; y Pichón, por su parte, informado por Tomatis de que Soldi, gracias a la confianza benévola de su padre, tiene para cuando lo desea no únicamente un coche sino también una lancha a su disposición, ha esperado poder aprovecharlos de tanto en tanto, si Soldi se lo propusiera, para explorar por agua o por tierra, durante las semanas que le quedan, algunos lugares, aunque un poco a trasmano, o quizás por esa misma razón, ya casi legendarios para él después de tantos años de ausencia, de su región natal.

Aunque es ya el veintiséis de marzo, está haciendo todavía muchísimo calor. Demorándose, el verano parece haberse también intensificado, a causa de la acumulación constante de temperatura que viene de semanas y semanas. Es un calor húmedo, un poco embrutecedor. No hace falta cansarse para sentir el cerebro febril y como apelmazado; ya desde el despertar, en el alba caliente y sudorosa, después de algunas horas de mal sueño, un letargo diurno se instala en la vigilia enturbiando, con su vaho grisáceo, la transparencia móvil y tenue de la mente.

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