Juan Saer - La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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Por habituados que estuviesen a los grandes criminales, el que buscaban ahora, después de tantos meses, no parecía tener, ni siquiera para ellos, expertos entre los expertos, ni referencias ni nombre. En lo que iba del siglo, ningún particular había matado tanto, ni con tanto estilo propio, ni con tanta perseverancia, ni con tanta crueldad. Su instrumento era el cuchillo que manejaba, no con la habilidad sutil del cirujano, sino más bien - horresco referens- con la brutalidad expeditiva del carnicero. Que únicamente se ocupara de ancianas indefensas y solas lo volvía todavía más repulsivo, y la gratuidad de sus masacres -los bienes de las víctimas quedaban casi sin excepción intactos- revelaba de por sí, mientras que los detalles la ahondaban hasta lo insondable, turbadora, la demencia. Pero, como creo haberles dicho, la astucia y la razón no parecían faltarle en ningún momento y no quedaba, de su paso por los departamentitos mancillados de desvarío y de sangre, ni un solo indicio que pudiese servir para identificarlo. El hombre o lo que fuese desaparecía detrás de sus actos, como si la perfección que había alcanzado en el horror le hubiese dado el tamaño del demiurgo que únicamente existe en los universos que crea. En su trato debía ser persuasivo y seguramente amable, bien vestido y bien educado, porque de otro modo no podía explicarse que inspirara todavía confianza en las viejecitas que seguían permitiéndole entrar en los departamentos a pesar de la alerta general que se había propagado en la ciudad, y sobre todo en el barrio, después de los primeros crímenes. Desde ese punto de vista, las consignas de las autoridades no habían dado ningún resultado y eso que, cada vez que Lautret o algún otro aparecían por televisión -y a la cadencia en que se sucedían los crímenes era casi una vez por semana- serios hasta la severidad, y a veces hasta la súplica, elocuentes, las repetían. A causa de la facilidad con que entraba y salía de los departamentos, por decir así a la vista de todo el mundo, sin que de un modo paradójico nadie reparase en él, empezaron a volverse sospechosos los enfermeros, que ponían inyecciones cotidianas, los repartidores de supermercados, que entregaban los pedidos al final de la tarde, dos o tres médicos clínicos que hacían visitas a domicilio y hasta un par de gigolós, fichados en la policía por tener la costumbre de vender sus encantos a señoras mayores y gastarse los beneficios con proxenetas de su propio sexo y de aproximadamente su misma edad. Un vendedor de enciclopedias que iba de puerta en puerta y que hacía firmar contratos un poco a la ligera, envolviendo con argumentos versátiles y vidriosos la ideación ya un poco lenta de las damas, con el fin de hacerles comprar "la más inteligente síntesis del saber contemporáneo en veinticuatro volúmenes" según Le monde, se hizo demorar durante varias horas en el despacho especial, y no recobró la libertad antes de poder llevarse como recuerdo un par de bofetadas y las amenazas del comisario Lautret por la singularidad de sus métodos comerciales. La última víctima de ese estado de sospecha generalizada fue un recaudador de impuestos que, para combatir el fraude, tenía como misión llegar por sorpresa a la casa de la gente, a la hora de la cena, y verificar si tenían un televisor y si habían pagado la tasa fiscal correspondiente. Pero su interrogatorio no dio ningún resultado: que el hombre tenía una idea fija no cabía la menor duda, pero no eran las viejecitas sino el fraude impositivo. En el despacho especial, las hipótesis se erigían, se mantenían en equilibrio precario durante cierto tiempo, y después se desmoronaban.

Las ancianas parecían recibir a su verdugo con la más franca hospitalidad. En no pocos casos, una botella de licor y dos copitas vacías atestiguaban la conversación plácida que había precedido a la masacre. El clima de confianza entre el cazador y su presa lo revelaba el hecho de que el cuchillo era siempre de la casa, y muchos indicios observados en varios casos parecían indicar que eran las víctimas mismas quienes, con la mayor simplicidad, iban a la cocina a buscar el utensilio para presentárselo al carnicero. A veces, el asesino no se abstenía de emplear la tortura y, para apagar los gritos, le bastaba clausurar la boca de las ancianas con un pedazo de tela adhesiva o con una mordaza. Las desnudaba y las tajeaba con un cuchillo mientras estaban todavía vivas, como lo probaban la sangre abundante que había manado de las heridas y los moretones que dejaban los golpes. En algunas ocasiones, las víctimas lo habían invitado a comer; la botella de burdeos a medio vaciar que quedaba sobre la mesa era él probablemente quien la había llevado, y para darle las gracias a las dueñas de casa por el momento agradable que había pasado, después de haberlas degollado o decapitado, les arrancaba los ojos o las orejas o los senos y los dejaba bien acomodados en un platito sobre la mesa. Las violaciones y sodomizaciones no siempre eran post-mortem, y todo parecía indicar que en ciertos casos en que se habían encontrado rastros de esperma en las cavidades vaginales y bucales, las víctimas habían cedido de buena gana, antes de la catástrofe, a los encantos viriles del visitante. Había un elemento escandaloso y chocante en la manera en que ese hombre que seguramente vivía en el barrio, era capaz de salir lo más tranquilo de su casa, perpetrar esos crímenes -a veces hasta tres en una semana, e incluso una vez dos en una misma noche de pesadilla- y después de haberse evaporado como se dice sin dejar rastro, reabsorberse otra vez en la sombra sin límites de la que, de tanto en tanto, movido por su delirio iterativo, sanguinario, se despegaba. La hipótesis de que hubiese más de un asesino, o de que el carnicero actuase con un cómplice, era inimaginable por dos razones, la primera de orden psicológico y, en el sentido más amplio de la palabra, estético, porque era fácil percibir el toque personal en los veintisiete crímenes, y la segunda, que para Morvan era la más importante, de orden moral, porque era imposible que dos cómplices, después de perpetrar semejantes crímenes, pudiesen seguir mirándose a la cara y llevar una existencia normal el resto del día. El sol y la muerte, dicen, nadie puede mirarlos de frente, pero a la distorsión sin nombre que pulula en el reverso mismo de lo claro, agitándose confusa como en los planos sin fondo y cada vez más sombríos de un espejo apagado y móvil, todo el mundo prefiere ignorarla, dejándose mecer por la apariencia espesa y brillante de las cosas que, por carecer de una nomenclatura más sutil, seguimos llamando reales.

Tendrían que haber estado allá y vivir en ese barrio como yo para darse cuenta del clima que reinaba como se dice en esos meses: cualquier hombre de edad mediana podía ser interceptado en la calle por la policía, que estaba de un modo constante en estado de alerta, y que a pesar de eso no obtenía ningún resultado. Combinadas, la astucia y la demencia, en la proximidad y casi con la complicidad por cierto involuntaria de todos, y en especial la de las propias víctimas, parecían inaccesibles a la lógica, a las técnicas de investigación policial, al error y al castigo. La red de policías que Morvan desplegaba en la ciudad cada anochecer, era recogida a la mañana siguiente, desalentadoramente vacía. Como aparte del esperma o de algún cabello -que habían sido analizados en los laboratorios hasta el cansancio, pero que no servían de nada porque no había nada con qué compararlos- ningún indicio material quedaba después de sus masacres, el hombre que Morvan y toda la policía de la ciudad buscaban, era menos una persona humana que una imagen sintética, ideal, constituida exclusivamente de rasgos especulativos, sin que entrara en su composición un solo elemento empírico. Todo el mundo estaba más o menos de acuerdo con la tesis de Morvan, según la cual se trataba de un hombre en la plenitud de su desarrollo, entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, que debía practicar algún deporte porque su fuerza física era más que considerable, y que probablemente llevaba una existencia solitaria, ya que de otro modo sus escapadas nocturnas hubiesen debido despertar las sospechas de sus allegados en razón de que coincidían todas con los crímenes: al cabo de veintisiete, amigos y familiares no hubiesen podido abstenerse de establecer una relación. La plenitud física la demostraban ciertas verificaciones hechas en los laboratorios, en el sentido de que algunas veces la cantidad de esperma y los puntos de eyaculación probaban de un modo inequívoco que en pocas horas había tenido varios orgasmos consecutivos, y en cuanto a la fuerza, sus hazañas con el cuchillo delataban los músculos y el corte certero del matarife, que no únicamente apuñala, sino que también degüella, decapita, corta, abre, separa, despedaza. Aunque todo acto de violencia, por mínimo que sea, es ya una manifestación de locura, la de ese hombre, o lo que fuese, se ponía en evidencia, no en su gusto por el asesinato, y ni siquiera por su tendencia a reproducirlo al infinito, sino por los detalles con los que, por decirlo de algún modo, lo decoraba. Al odio, el crimen le basta, de modo que el ritual privado que desplegaba estaba más allá del odio, en un mundo contiguo al de las apariencias en el que cada acto, cada objeto y cada detalle, ocupaba el lugar exacto que le acordaba en el conjunto la lógica del delirio, únicamente válida para el que había elaborado el sistema, e intraducible a cualquier idioma conocido. Ya hemos visto cómo la buena presencia y la seducción, el aspecto de persona agradable y honesta en una palabra, se desprendían con facilidad del hecho de que sus propias víctimas le abrían la puerta, le servían una copita de licor o una cena y después iban a la cocina ellas mismas a traerle el cuchillo con el que se disponía a degollarlas. Algunas incluso estaban sin la menor duda posible vivas según los laboratorios cuando habían cedido a sus asedios sexuales. Que era del barrio podía comprobarse siguiendo en un plano su itinerario, ya que como decía después de los primeros crímenes descubiertos en el décimo arrondissement, todos los demás habían sido cometidos en el undécimo, en un espacio cada vez más restringido, en las inmediaciones de la municipalidad y de la plaza León Blum, lo que hacía suponer que la proximidad de sus víctimas le permitía satisfacer la urgencia homicida que lo sacaba de su cueva oscura y que, sobre lo primero que encontrara a su alcance y que correspondiese al modelo insensato que se había forjado, caía con su saña habitual, convirtiéndose para las viejecitas del barrio, por ese azar que presidía el encuentro de la pulsión y de su objeto, en algo semejante a la energía imparcial y neutra del destino.

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