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Juan Saer: La Pesquisa

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Juan Saer La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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La conversación diaria de una anciana con su canario, mientras le limpia la jaula, es tal vez el único debate serio de los tiempos modernos, no los que tienen lugar en las cámaras, en los tribunales o en la Sorbona: habiendo ganado, después de haberlo perdido todo, el privilegio de no tener nada que perder, una sinceridad sin premeditación preside su estilo oratorio, que a veces ni siquiera se expresa con palabras, sino más bien con silencios y ademanes significativos, con sacudimientos de cabeza para nada explícitos, y con miradas en las que se confunden ardor y desapego. El término medio, bueno o malo, sale de entre sus labios arrugados, provocando a veces, en interlocutores menos satisfechos consigo mismos que ellas, la risa, el estupor, e incluso la indignación. Ya sabemos que la expresión popular como dijo una vieja anuncia siempre algún dislate del que nos reímos de antemano, y que en los cuentos y en las canciones populares las ancianas andan por lo general en conflictos de preeminencia con el diablo. Porque en definitiva, y aunque a menudo amenacen con ella a las criaturas, la malignidad de los viejos tiene para el resto del mundo cierta comicidad, igual que un lapsus verbal o un anacronismo.

Eximidas del delito de opinión, otros peligros acechan a las ancianas. En la selva de las ciudades, lo mismo que en la literal, deseo y pánico, accidente y necesidad, determinan el desenvolvimiento de las especies, y los manotazos de ciego que suele dar la expansión tortuosa o recta, precipitada o lenta de las cosas, también alcanza a las viejecitas: puñetazos de drogados, descontrol nocturno de ladrones principiantes sorprendidos en pleno trabajo, argumentación envolvente de estafadores, e incluso adolescentes en patines sobre las veredas grises de la ciudad privada de horizonte, dejan su tendal de viejecitas despojadas, ensangrentadas y llorosas. Al galope del mundo -ya lo sabemos- no es el jinete sino el caballo el que lo dirige. Pero no era eso lo que le preocupaba a Morvan cuando escrutaba, esa tarde de diciembre, casi enseguida después de haber vuelto del almuerzo, a través de las ramas peladas de los plátanos, la caída rápida de la noche.

Faltaban dos o tres días para Navidad, de modo que era en el centro mismo del invierno que Morvan reflexionaba. El cielo blanco y que sin embargo no aclaraba la atmósfera anunciaba, como se dice, nieve. Había mucha gente por la calle. Mujeres cargadas de paquetes, de bolsos, de ramas de pino y de criaturas, cruzaban apuradas por las rayas blancas de los pasajes para peatones en todo el perímetro de la plaza León Blum del que Morvan, en el lugar en que estaba y por mucho que se inclinara hacia la ventana, no podía ver más que una parte, aunque, de tanto haberlo recorrido en los últimos meses, cuando la Brigada Criminal había decidido instalar el despacho especial, conocía de memoria cada uno de sus tramos, el entrecruzamiento, no en forma de estrella sino más bien de asterisco, de la rue de la Roquette y el bulevar Voltaire, más la rue Godefroy Cavaignac, la rue Richard Lenoir, y las avenidas Ledru Rollin y Parmentier, que nacían en diversos puntos de la plaza. En todo el perímetro, los supermercados, los bares y las florerías, el Burger King de una de las esquinas, la plazoleta con la calesita en el cruce de la avenida Ledru Rollin con el tramo oeste de la rue de la Roquette, las zapaterías, las pizzerías y las farmacias, las verdulerías y las rotiserías, le tejían una especie de corona clara y colorida al edificio sombrío del municipio, al que los adornos luminosos que colgaban de su fachada, instalados especialmente para las fiestas, no conseguían alegrar. A través del vidrio y desde el tercer piso, y sobre todo en esa atmósfera particular que precede siempre a una gran nevada, el ir y venir de la muchedumbre un poco fantasmal ocupada en sus diligencias de Navidad, le llegaba como un tumulto silencioso. La escena agitada pero blanda y lejana de los comercios iluminados, la municipalidad sombría, los autos que esperaban en los semáforos o cruzaban a paso de hombre las esquinas, la gente cargada de paquetes y bien envuelta en ropa de lana, las fachadas grises de las casas y los techos de pizarra, las ramas peladas de los plátanos, en contradicción con la promesa de los dioses, y el cielo blanco anunciando nieve inminente, el cuadro vivo que se movía allá abajo, privado durante unos segundos de sus explicaciones causales, tenía la intensidad nítida y al mismo tiempo extraña de una visión. El gran alrededor del mundo, claro y distante a la vez, le daba de golpe la impresión de haberlo expelido a un exterior impensable de las cosas. Pero esa impresión súbita pasó en seguida y, mientras espiaba la llegada de la noche, Morvan siguió rumiando su preocupación principal.

Se sentía amargo y lúcido, confuso y alerta, cansado y decidido. En veinte años ejemplares en la policía, el comisario Morvan no había tenido nunca la oportunidad de enfrentarse a una situación semejante: el hombre que buscaba le daba, sobre todo en los últimos meses, una sensación de proximidad e incluso de familiaridad, lo que por momentos lo abatía de un modo inexplicable y al mismo tiempo lo estimulaba a seguir buscando. Esa sensación tenía sus razones objetivas, porque el espacio en el que se cometían los crímenes venía circunscribiéndose a un radio cada vez más corto a partir del despacho especial de la Brigada, y en esa restricción había sin duda un elemento significativo, del que era difícil decidir si se trataba de un azar persistente o de un desafío, una especie de regla que el asesino se imponía, un capricho transformado en obligación igual a los que se someten la locura o el arte. Es verdad que en los meses transcurridos desde los primeros crímenes, el asesino nunca había actuado más que en los arrondissements décimo y undécimo, y que en los últimos meses se había limitado al undécimo, lo que explicaba la instalación del despacho especial de la Brigada enfrente de la municipalidad, en el bulevar Voltaire, con él, Morvan, como jefe de operaciones, pero la proximidad creciente de los crímenes respecto del despacho, le producía a veces un malestar fugaz y angustioso, y cualquiera fuese la explicación, regla o casualidad, capricho compulsivo o desafío temerario, le parecía igualmente inquietante.

Era tal vez demasiado buen policía. En todo caso, a veces lo pensaba de sí mismo, y de tanto en tanto era a su profesión, y al hecho de no haber tenido hijos -que de ningún modo lamentaba- lo que consideraba como las causas principales de su fracaso matrimonial. El último año sobre todo, después de la separación con Caroline, decidida de común acuerdo pero a partir de un deseo de Morvan, el sentimiento de haber llegado a los cuarenta y tantos años para encontrarse en la soledad más absoluta venía siempre acompañado de una sospecha y al mismo tiempo de una determinación: que era la profesión de policía la causa de sus trastornos afectivos, pero que de ningún modo podía renunciar a ella. Su oficio era menos un trabajo o un deber que una pasión, con todos los excesos contradictorios que una pasión puede acarrear. No es que lo hubiesen tentado nunca el abuso de poder o la brutalidad o ni siquiera la venalidad frecuente entre sus colegas, no, nada de eso: era el más recto -tal vez un poco demasiado como podía pensarlo a veces él mismo con un poco de ironía- y el más meticuloso desde el punto de la ley -tal vez un poco demasiado, como pensaban a veces sus colegas con un dejo de agobio y hasta de malhumor- de toda la Brigada Criminal; y podría haber llegado mucho más alto en la jerarquía si, imitando a algunos compañeros de promoción, le hubiese robado algunas horas a su trabajo para dedicárselas, como se dice, a la política. Pero aun los que lo habían sobrepasado en grado y frecuentaban los corredores de los ministerios y de las embajadas, los palacetes de los emires y de los dictadores africanos, no ignoraban que una investigación difícil, que exigiese imaginación y perseverancia, tiempo y razonamiento, flexibilidad y obstinación, una investigación de la que por otra parte a ellos no les hubiese interesado en absoluto ocuparse, únicamente el comisario Morvan podía llevarla hasta el final y extraer de ella, sean cuales fueren, hasta las últimas consecuencias. Como en todo investigador auténtico, cualquiera fuese el campo al que la aplicara, la pulsión de verdad sobresalía en él del hervidero de sus otras pulsiones, adormiladas por la urgencia impasible del conocer, que en él no tenía más límite que la legalidad y que por esa razón era indiferente a la compasión -que al margen de su oficio no le faltaba- e incluso a veces a la justicia.

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