Juan Saer - La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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Sin embargo, antes y después de comer -bien liviano por cierto a causa del calor- los adolescentes se dieron un chapuzón, de modo que los cuatro adultos, enfrascado cada uno en el ronroneo monótono y deshilachado que fluye sin fin en el fondo de cada uno y que se hace más intenso en el sopor general de la siesta, los han visto, a través de sus párpados entrecerrados, levantar penachos blanquecinos de agua con sus brazadas y sus pataleos que resonaban y repercutían en el aire caliente y soñoliento y que, al agitar el agua, formaban ondas concéntricas rítmicas y rápidas que hacían balancear la lancha, meciendo con suavidad a sus ocupantes adormecidos. Aparte de una que el tripulante ha ido mezclando en un vaso de cartón con naranjada, las latas de cerveza quedaron intactas en la heladera: el calor, el rumor constante del motor que, después de detenerse, ha seguido resonando un buen rato en la memoria, y la fatiga del día incesante, han sido hasta el anochecer alcohol suficiente para empañar, con sus estremecimientos ínfimos pero continuos, la transparencia interna que vacila y se adelgaza. A eso de las dos, rompiendo como se dice el silencio centelleante y alborotando de nuevo a los pájaros ocultos entre las ramas de la orilla, la lancha ha retomado el rumbo de Rincón Norte para ir a arrimar, despacio y sin sombra de falsa maniobra, junto a un embarcadero estrecho de madera ennegrecido por la intemperie, adecuado tal vez para los períodos de creciente, pero demasiado alto para la profundidad actual del riacho, de modo que el tripulante ha debido abordar la orilla por la popa, prescindiendo del muelle de madera, para facilitar la bajada de sus pasajeros. Durante un kilómetro por lo menos, han seguido dos huellas paralelas, arenosas, separadas por una banda central cubierta de pasto reseco y blanqueado de polvo, y por fin han empezado a divisar, por entre las masas de vegetación bien verde y cuidada del patio, las tejas color ladrillo de la casa de Washington. Una criolla vieja, vestida con un batón floreado, trayendo en la mano una pantalla de cartón, obsequio publicitario de algún negocio de la ciudad, con la foto de una estrella de cine en el anverso y el nombre y la dirección del negocio en el reverso, les abrió el portón de tejido y los condujo a la casa por un sendero de lajas blancas irregulares, abierto entre canteros florecidos todavía en marzo gracias a la sombra de los árboles que bordean todo el perímetro del terreno o se levantan, sólidos, bien regados y sin ningún orden particular, en diversos puntos del patio. La hija de Washington los ha esperado en la galería protegida del sol por plantas trepadoras cuyas ramas intrincadas y retorcidas forman una fronda tan apretada que apenas si deja pasar, por algunos huecos, rayos luminosos que estampan unas manchas irregulares en las baldosas relucientes y coloradas. Sin Washington la casa le ha parecido a Pichón un poco más grande de lo que la consideraba en su recuerdo, y tal vez por eso también un poco más desolada. La hija, en cambio, lo acogió con una amabilidad y una ostentación de placer que a Pichón le han parecido exageradas, porque era la primera vez que la veía, pero la conclusión que sacará más tarde de esos signos excesivos de hospitalidad es que, en pleno conflicto compulsivo con el grupo local de amigos de Washington, tal vez sin siquiera haberlo decidido de un modo conciente, ha considerado como una buena medida táctica tomar como aliado a uno que únicamente está de paso por la ciudad. La simpatía servicial que le demostró pretendía quizás demostrar, por contraste, la responsabilidad de los otros en las escaramuzas locales. Pero todo el encuentro ha transcurrido en un ambiente diplomático aburrido y un poco solemne. Estudiándola de tanto en tanto con disimulo, Pichón ha llegado a la conclusión de que Julia parece haber heredado los cabellos blancos, lacios y sedosos del padre, y tal vez algo de su simplicidad espartana, y la opulencia, la buena educación, y la elegancia algo convencional de la madre. Y, al entrar en la biblioteca, tan familiar para él en otras épocas, al transponer otra vez después de tantos años la puerta, ha creído percibir un olor de cera, atenuado pero real, en el que parecía cristalizarse el cambio de dominio o de influencia sobre el lugar, el paso de la camaradería viril del anciano solitario con la fatalidad rugosa y fugitiva de las cosas, al combate constante de la voluntad femenina por preservarlas, tratando de detener o mejor aun de hacer retroceder, la polución, el desgaste, el óxido, la desintegración.

La hija de Washington ha traído la caja de metal, bastante más grande que una caja de zapatos, pero ha sido Soldi -Julia lo llama Pinocho-, el que la ha abierto, con la llave que le ha dado la dueña de casa. En semicírculo alrededor de la mesa de trabajo de Washington, los visitantes han contemplado, inmóviles y sin decir palabra, los tanteos algo laboriosos de Soldi con la llavecita, para introducirla y después hacerla girar en la cerradura, hasta obtener un resultado que juzgó satisfactorio, de modo que dejando la llavecita en la cerradura, abrió la tapa de la caja y sacó con cuidado una carpeta de cartulina azul, abultada, que depositó sobre la mesa. Una vez que hubo abierto la carpeta, los visitantes pudieron comprobar que el dactilograma, además de las protecciones sucesivas de metal y cartulina, gozaba de una tercera, una especie de gran sobre de plástico semitransparente pero amarillento de tan grueso, con un cierre relámpago no dentado que Soldi corrió con decisión, para sacar después, con sus manos delicadas y precisas, el paquete alto de hojas escritas a máquina, un poco resquebrajadas y casi marrones ya más que amarillas en los bordes, chamuscadas, podría decirse, por la llama continua y sin velocidad calculable del tiempo que no para. Cuando ha dejado el paquete de hojas ya sin ningún envoltorio sobre la mesa, Soldi se ha hecho a un lado, un poco grave detrás de la barba, cruzando sus manos largas y bronceadas sobre el abdomen, tranquilo, por no decir satisfecho. Pichón ha tomado esa actitud como una autorización dirigida a su persona, incitándolo a examinar el original, pero antes de dar la vuelta a la mesa para inclinarse sobre la parva de hojas dactilografiadas, con el primer vistazo al paralelepípedo bastante voluminoso que forman, ya ha comprendido que Washington no puede ser el autor, que Washington nunca hubiese escrito un relato, y menos aun un relato de ese tamaño, de modo que durante unos segundos, antes de inclinarse por fin hacia la mesa, su preocupación principal ha sido que esa convicción no se refleje en su cara.

Lo que le ha llamado antes que nada la atención es que la novela empieza con puntos suspensivos, y que en realidad la primera no es una frase entera sino el miembro conclusivo de una frase de la que falta toda la parte argumentativa:

prueba de que es sólo el fantasma lo que engendra la violencia.

Desplazando el paquete entero de hojas, menos la última que lleva, en el ángulo superior derecho, el número 815, Pichón ha podido comprobar que la frase final también se interrumpe y acaba, no con un punto, sino con tres puntos suspensivos. Después, durante varios minutos, bajo la mirada ligeramente expectante de los presentes, con la impresión de que todos quisieran erigirlo en juez de un litigio cuyos motivos auténticos, no únicamente él, Pichón, sino también, y sobre todo, cada una de las partes ignoran, ha examinado el dactilograma, observando que, después de todo, a pesar de la altura que alcanzan las hojas acumuladas, no es tan largo, porque los tipos de la vieja máquina de escribir que ha servido para copiarlo -las pocas tachaduras hechas con la equis mayúscula demuestran a simple vista que se trata de una copia- son bastante grandes. Es cierto que las hojas fueron llenadas, quién sabe cuándo, a un solo espacio, que no existe ninguna división en partes, capítulos y secciones, y que los puntos y aparte son infrecuentes- de un modo superficial. Pichón ha calculado que hay uno cada treinta o cuarenta páginas. La primera conclusión que ha sacado del examen visual del dactilograma, o de su disposición tipográfica, más bien, es que la novela no incluye un solo diálogo, pero después, adentrándose un poco más en el texto, ha podido verificar que, a decir verdad, hay muchísimos, aunque transcriptos siempre en forma indirecta. Las frases son de extensión diferente: a veces hay frases cortas, a veces las frases cortas y las largas alternan, y a veces la extensión de las frases va aumentando, hasta alcanzar la extensión de una o dos páginas, lo que parece dar siempre lugar al punto y aparte. Quienquiera haya sido el autor -hasta este mismo momento en que están sentados a la mesa tomando la primera cerveza de la noche con Soldi y Tomatis no se le ha ocurrido todavía ningún nombre- no da la impresión de adherir, por el uso sistemático de la frase corta, a la superstición de la eficacia ni, por practicar en forma exclusiva los períodos interminables, al barroco de vulgarización. Por un prejuicio favorable, ya que todavía no ha leído la novela, Pichón le atribuye al autor desconocido una capacidad de modulación rítmica gracias a la cual cada frase tiene la extensión que le corresponde, basándose en la identificación lo más completa posible de sonido y sentido, y no en principios abstractos de una supuesta estética del relato y una pretendida visión del mundo como le dicen, anteriores al momento de la redacción.

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