Juan Saer - La Pesquisa

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Relato fascinante, aguda reflexión sobre la racionalidad, el crimen y la locura, La pesquisa es la gran novela policial de Juan José Saer. Pichón Garay, el conocido personaje de otros libros de Saer, narra durante una cena con amigos en su región natal, el misterioso caso de un hombre que en París se dedica a asesinar ancianas y que es perseguido implacablemente por la policía. La historia se entrelaza con el descubrimiento de un enigmático manuscrito, cuya búsqueda desemboca en un largo viaje en lancha por un río sin orillas. Lúcidamente, Saer le hace un guiño a sus lectores cuando pone en boca del narrador aquello que es la premisa básica de su escritura:?…por el solo hecho de existir, todo relato es verídico…?.

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Hubiese querido estar más concentrado mientras estudiaba, manipulándolo con cuidado, el dactilograma, pero el interés un poco indiscreto con que lo observaban los demás, aunque no hubiese cruzado una sola mirada con ellos, lo distraía. El papel de arbitro que los dos bandos habían decidido acordarle lo perturbaba hasta tal punto que le hacía perder la exactitud y, peor todavía, hasta la sinceridad de sus juicios. Y, en lugar de haber sacado conclusiones a propósito del texto propiamente dicho, había lanzado una frase semejante a una sonda que se deja caer en un pozo oscuro, del que se ignora el contenido, la hondura e incluso la finalidad.

– Habría quizás que mandarlo a Europa o a los Estados Unidos para que pueda ser estudiado con mayor precisión científica que la que puede obtenerse en Rincón Norte -ha dicho, originando primero un murmullo general y después la respuesta suave pero definitiva de la hija de Washington:

– Mientras yo viva, no sale de esta casa.

– Un día de éstos, habrá que decidirse a hacer una copia -ha intervenido Soldi, al parecer satisfecho por el intercambio de frases que acababa de resonar en el cuarto de Washington, bastante fresco a causa de la penumbra calculada que siempre lo protegió del ardor exterior: las dos frases resumían de un modo a su juicio claro la situación, eximiéndolo de tener que explicar a las partes en litigio los argumentos contradictorios.

– Si se analiza debidamente el papel, la tinta o el tipo de máquina además del texto, tal vez se puedan obtener más precisiones -ha dicho Pichón, tomando de nuevo las precauciones necesarias para no dar la impresión demasiado clara de estar poniendo en tela de juicio la identidad del autor.

– Todo eso puede hacerse aquí mismo -ha dicho Julia.

– No lo creo -ha dicho Soldi de un modo apresurado, prefiriendo que esa contradicción, que a causa de su sensatez transparente cualquiera de los presentes hubiese podido expresar, provenga más bien de su persona, de quien Julia la tolerará más fácilmente que si hubiese provenido de Pichón o de Tomatis.

– Y, para ser francos -ha dicho Julia como si no hubiese escuchado- no veo mucho la necesidad.

– Permiso, voy a salir un momentito al patio a tomar aire -dijo Tomatis con la entonación más amable y despreocupada que pudo hacer pasar a través de su garganta sofocada de indignación.

– ¿Por qué no vamos todos? Debe estar lindo a esta hora -ha propuesto Pichón con la más exquisita urbanidad.

Soldi ha emparejado las hojas del dactilograma, a las que introdujo después con mucho cuidado en el sobre de plástico, corriendo el cierre relámpago, y, después de haber metido el sobre en la carpeta azul, colocándolo en el fondo de la caja de metal, de la que bajó en el acto la tapa, cerrándola con una doble vuelta de la llavecita.

Han salido todos al patio. En veinte años, le ha parecido a Pichón, los árboles, algunos de los cuales fueron plantados en su presencia y que él mismo algunas veces podó y regó y, cuando crecieron gozó incluso de su sombra, no sólo han crecido todavía más, sino que también le han dado a ese patio un aspecto desconocido. Las moras, los gomeros, los arces, los fresnos, las acacias o los paraísos, los laureles rosas, blancos o amarillos, las palmeras y los jazmines, los cercos de ligustro, de pasionaria o de madreselva, para no hablar de los frutales, dispuestos en un área especial del patio, higueras, cítricos, manzanos, nísperos, perales o durazneros, con su solo crecer, han modificado el espacio en el que están plantados volviéndolo diferente de la representación que Pichón se hacía en su recuerdo. Ese lugar que creía conocer de memoria le pareció muy distinto y por esa misma razón extraño, novedoso, ligeramente inquietante tal vez, como si las pruebas de un tiempo que sigue fluyendo sin nosotros, se hubiesen acumulado en los troncos enormes y rugosos y en las copas desmesuradamente expandidas de los árboles. Por los huecos de la fronda pasaban manchas de luz que se imprimían en los senderos bien apisonados, pero una sombra espesa que conservaba la frescura y la humedad, defendía el terreno del sol obstinadamente ardiente de finales de marzo. En cierto momento, la hija de Washington y los tres especialistas literarios, como llamaba desdeñosamente y con ironía impasible en su fuero interno a Pichón, Soldi y Tomatis, se habían quedado solos bajo los árboles, porque los adolescentes habían desaparecido y, en un rincón alejado del patio, inclinados con interés sobre unos canteros de flores, el tripulante de la lancha y la vieja criolla que los había recibido conversaban. Tomatis había estudiado con profundo interés las ramas de una morera.

– Ni una sola mora nos han dejado, Julia -dijo por fin.

– Mire si íbamos a andar esperándolo -le respondió, con sequedad jovial, la hija de Washington.

– Con el cuento de que clasifica los papeles, Pinocho se come todo cada vez que viene -dijo Tomatis.

– Hago lo que puedo -respondió Soldi, inclinándose con modestia simulada.

– En vez de la novela, las moras tendría que poner bajo llave, Julia -ha dicho Tomatis.

Pichón se ha reído, no de la jovialidad agresiva y un poco mecánica del diálogo, sino de la tensión que percibe detrás de las palabras, ya que no ignora el conflicto que desde hace tiempo opone a los interlocutores.

– ¿Quieren que les haga preparar unos mates? -preguntó Julia, lo que indujo a Pichón a pensar que en el modo de formular la pregunta estaba implícita la declaración de que ella no se molestaría en cebarlos, sino que delegaría la tarea en la vieja criolla de batón floreado que conversaba en el fondo con el tripulante, o, peor todavía, que la formulaba con la esperanza de que no aceptarían viéndose de ese modo en la obligación de dar por terminada la visita. Tomatis ha parecido pensar lo mismo porque, sin consultar a nadie, respondió en el acto.

– No. Se está haciendo un poco tarde. Habría que volver, ¿no, Pinocho?

De modo que después de una despedida afable, corta y convencional, han emprendido la vuelta. No bien hicieron unos metros por el camino arenoso en dirección a la costa -sus sombras ya largas, azules, los precedían quebrándose en las irregularidades del suelo- Tomatis, bajando por prudencia un poco la voz, empezó a criticar a la hija de Washington.

– ¡Que en Rincón Norte se puede analizar científicamente el manuscrito igual que en Cambridge! Se enteró de su muerte por el diario y ahora se las da de hija devota. Quiere a toda costa que el autor sea Washington porque, como es una novela, piensa que va a hacerse rica cuando la publiquen. Ya debe estar pensando en vender los derechos cinematográficos o, peor todavía, en hacerla adaptar para televisión.

Con discreción, casi con estoicismo, Soldi y Pichón se han abstenido de responder a esas frases malintencionadas y sin duda inverificables, sin dejar de pensar sin embargo que la terquedad de Julia, originada en confusos y probablemente antiguos tironeos emocionales, justifica en cierta medida el furor de Tomatis. Después, haciendo silencio, han ido avanzando a paso lento hacia el río, en el calor del atardecer. Pichón lanzaba, de un modo voluntario, o voluntarista mejor, miradas a su alrededor, tratando de captar en el paisaje, bastante triste por otra parte después de tantas semanas de sequía, algo, una fuerza propia a la disposición del pasto grisáceo, de la vegetación polvorienta, del suelo arenoso, del aire sofocante y del cielo ilimitado y ya un poco pálido del día que declinaba, un hálito singular que hubiese sido específico de ese lugar y de ningún otro, pero sus miradas rebotaban en el espacio neutro, irreconocible, átono, que no le procuraba como se dice ningún sentimiento de reciprocidad ni ninguna emoción. Únicamente cuando llegaron a la orilla del río y cuando ya había renunciado a sentir alguna intimidad viviente entre los pliegues apelmazados de su ser y lo exterior, la proximidad y la vista del agua le produjeron una especie de alegría fugaz que atribuyó no a su afinidad con ese río preciso, sino a la alerta general de sus entrañas, de sus sentidos y de su piel, acosados por el calor, el cansancio y la sed, ante la presencia benévola, inmediata y genérica del agua salvadora.

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