Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Habría querido pedirles a los devotos que se callaran. Me di cuenta de que sería inútil. Una mujer enorme, con una torre de pelo rubio y los labios ensanchados con pintura púrpura, sacó de su cartera algo que parecía el envase de un desodorante y, esgrimiéndolo como micrófono, arengó a los fieles:

¡Vamos, chicas, a cantarle todas a nuestra Gilda!

Emprendió entonces, desafinada, una cumbia que empezaba:

No me arrepiento de este amooor
aunque me cueste el corazooón.

El coro persistió por cinco interminables minutos. Mucho antes del fin, acompañaron el estribillo con aplausos, hasta que una de las devotas -o lo que fuese- gritó: ¡Grande, Dama Salvaje!

Nos fuimos quince minutos después con una desolación peor de la que teníamos al llegar, sintiéndonos culpables por dejar a Martel en una eternidad tan saturada de músicas hostiles.

Me preocupaba que Alcira se quedara sola y la invité a que nos reuniéramos aquella misma tarde, a las siete, en el café La Paz . Llegó puntual, con esa extraña belleza llamativa que obligaba a volver la mirada, como si la tempestad del último mes no la hubiera rozado. La ayudé a que se desahogara contándome cómo se había enamorado de Martel la primera vez que lo oyó en El Rufián Melancólico , y cómo fue venciendo de a poco las resistencias que él le oponía, el miedo a descubrir su cuerpo desvalido y enfermo. Era solitario, arisco, me dijo, y tardó meses en acostumbrarlo a que no desconfiara de ella. Cuando por fin lo consiguió, Martel fue sucumbiendo a una dependencia cada vez más aguda. La llamaba a veces en medio de la noche para contarle los sueños, luego le enseñó a que le pusiera inyecciones en venas casi invisibles, ya demasiado heridas, y al final no la dejaba apartarse de él y la atormentaba con escenas de celos. Terminaron viviendo juntos en el departamento que Alcira alquilaba en la calle Rincón, cerca del Congreso. La casa que Martel había compartido con la señora Olivia en Villa Urquiza estaba cayéndose a pedazos y tuvieron que venderla por menos de lo que valían sus recuerdos.

Una conversación fue llevándonos a la otra, y ya no recuerdo si aquel mismo día o al siguiente Alcira empezó a contarme con detalle los recitales solitarios de Martel. Ella sabía desde el principio por qué elegía cada uno de los lugares, y hasta le sugirió algunos que él desechó porque no encajaban exactamente dentro de su mapa.

Un año antes de que yo llegara a Buenos Aires había cantado en la esquina de Paseo Colón y la calle Garay, a sólo tres cuadras de la pensión. Unas pocas siluetas de metal aferradas a un puente eran la única huella del antro de tormentos que, durante la dictadura, se conoció como Club Atlético. Cuando estaban por derribarlo para construir la autopista a Ezeiza, Martel alcanzó a ver el esqueleto de las leoneras donde habían perecido cientos de prisioneros, ya fuera por las torturas que se les aplicaban en unas enormes mesas metálicas, a pocos pasos de las jaulas, ya porque los colgaban de ganchos hasta que se desangraban.

Cantó una madrugada de verano frente a la mutual judía de la calle Pasteur, donde en julio de 1994 estalló una camioneta con explosivos, derribando el edificio y matando a ochenta y seis personas. Más de una vez se creyó que los asesinos estaban ya al alcance de la justicia y hasta se dijo que los habíá protegido la embajada de Irán, pero apenas la investigación avanzaba surgían obstáculos invencibles. Meses después del recital de Martel, The New York Times publicó en primera página la noticia de que el presidente argentino de aquel entonces había recibido, quizá, diez millones de dólares para que el crimen siguiera impune. Si era verdad, eso lo explicaba todo.

Cantó también en la esquina de Carlos Pellegrini y Arenales, donde una gavilla parapolicial asesinó en julio de 1974 al diputado Rodolfo Ortega Peña, disparándole desde un Ford Fairlane verde claro que pertenecía a la flota del astrólogo de Perón. Martel había pasado por allí cuando el cadáver estaba todavía tendido sobre la vereda, y la sangre fluía hacia la calle, y una mujer con los labios atravesados por un balazo le pedía al muerto que por favor no se muriera. No quiso cantar un tango en ese sitio, -me dijo Alcira-. Lo único que entonó fue un lamento largo, un ay que duró hasta que se puso el sol. Luego quedó callado como un niño bajo los gordos buitres.

Y cantó -pero eso fue antes de todo- frente a la antigua fábrica metalúrgica de Vasena, en el barrio de San Cristóbal, donde treinta obreros en huelga fueron asesinados por la policía durante las sublevaciones que aún se conocen como la Semana Trágica de 1919. Tal vez habría cantado también por los muertos del diciembre fatal en el que murió, pero nadie le dijo lo que estaba pasando.

A mediados de enero de 2002, en uno de los peores días del verano, cuando parecía que la gente estaba acostumbrándose a la incesante desgracia, Alcira me contó que, poco antes del recital fatídico en Parque Chas, Martel había leído la historia de un crimen ocurrido entre 1978 y 1979, y había conservado el recorte con la intención de dar allí también otro de sus conciertos solitarios. La noticia, censurada por los diarios de aquella época, hablaba de un cadáver varado entre los juncos de la Costanera Sur, junto a la pérgola del viejo balneario municipal, con los dedos de las manos quemados, la cara desfigurada y sin ninguna señal que permitiera identificarlo. Gracias a la confesión espontánea de un capitán de corbeta pudo saberse que el difunto había sido arrojado vivo sobre las aguas del Río de la Plata, y que su cuerpo, llevado por una corriente adversa, se había resistido a hundirse, ser devorado por los peces o arrastrado, como tantos otros, hacia la costa de la Banda Oriental. El recorte contaba que el difunto había sido arrestado cuando estaba con Rubén , Ojo Mágico o Felipe Andrade Pérez. Martel se desesperaba por cantar en homenaje a ese desdichado, y si se resistió a la muerte tanto tiempo, -me dijo Alcira-, fue sólo por la esperanza de llegar a la pérgola, junto a la orilla del río.

El mapa, entonces, era más simple de lo que imaginé. No dibujaba una figura alquímica ni ocultaba el nombre de Dios o repetía las cifras de la Cábala, sino que seguía, al azar, el itinerario de los crímenes impunes que se habían cometido en la ciudad de Buenos Aires. Era una lista que contenía un infinito número de nombres y eso era lo que más había atraído a Martel, porque le servía como un conjuro contra la crueldad y la injusticia, que también son infinitas.

Aquel día de calor atroz le conté a Alcira que había comprado ya mi boleto de avión para regresar a Nueva York a fines de mes, y le pregunté si no quería venir conmigo. No sabía aún cómo podríamos vivir los dos con el magro estipendio de las becas, pero estaba seguro de que la quería a mi lado, como fuera. Una mujer que había amado así a Martel era capaz de iluminar la vida de cualquiera, hasta una vida tan gris como la mía. Me tomó de las manos, me dio las gracias con una ternura que todavía me duele, y me respondió que no.

– Qué será de mí en un país con el que nada tengo que ver, -me dijo. Ni siquiera sé hablar inglés.

– Vivir conmigo, -le dije, tontamente.

– Tenés muchos años de luz por delante, Bruno. Y alrededor mío sólo hay oscuridad. No estaría bien que mezclemos las cosas.

Hizo el ademán de levantarse pero le rogué que nos quedáramos un momento más. No quería regresar a la desconocida noche. No sabía cómo decirle lo que por fin le dije:

– Me queda todavía una pregunta. Hace mucho que quiero hacértela, pero a lo mejor no conocés la respuesta.

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