Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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– Martel está esperándote, Bruno. Desde hace un rato largo respira sin problemas. El médico de guardia dice que no nos confiemos, que puede ser una mejoría pasajera, pero yo estoy segura que salió del peligro. Ha puesto tanta voluntad que por fin ha ganado la pelea.

Me dejé llevar. Cruzamos dos puertas batientes y entramos en una larga sala, donde se sucedían pequeños cuartos separados por paneles. Aunque el sitio estaba aislado y en penumbra, los sonidos de la enfermedad, repitiéndose a cada paso, me lastimaban los oídos. Donde quiera volvía los ojos, veía pacientes conectados a respiradores, a bombas que les infundían drogas y a monitores del ritmo cardíaco. El último cubículo de la derecha era el de Martel.

Apenas pude distinguir su forma entre aquellas luces indirectas que se desprendían de las máquinas, de modo que mi primera impresión fue la que ya llevaba en la memoria: la de un hombre bajo y de cuello corto, con el pelo negro y denso al que había visto, meses atrás, tomar un taxi cerca del Congreso. No sé por qué lo imaginaba parecido a Gardel. Nada que ver: sus labios eran gruesos, la nariz ancha, y en los grandes ojos oscuros se dibujaba una expresión ansiosa, la de alguien que está corriendo detrás del tiempo. Las raíces del pelo, que no teñía desde quién sabe cuándo, se le habían puesto cenicientas, y por acá y allá se le abrían claros de calvicie.

Con un ligero ademán me indicó una silla junto a la cama. De cerca, las arrugas le formaban suaves retículas en la piel, y la respiración era asmática, entrecortada. No tenía modo de comparar su estado de ahora con el de la mañana, cuando el médico lo había encontrado "algo caído", pero lo que vi fue suficiente para no compartir el optimismo de Alcira. Su cuerpo se apagaba más velozmente que el año.

– Cogan, -me dijo, con un hilito de voz. He oído que está escribiendo un libro sobre mí.

No quise desairarlo.

– Sobre usted, -respondí, y sobre lo que era el tango a comienzos del otro siglo. Averigüé que había muchas de esas obras en su repertorio y viajé para verlo. Cuando llegué, a fines de agosto, supe que ya no cantaba más.

Lo que dije pareció disgustarlo, y le hizo señas a Alcira para que me corrigiera.

– Martel nunca dejó de cantar, obedeció ella. Se negó a seguir dando recitales para gente que no lo entiende.

– Eso ya lo sé. Anduve detrás de usted todos estos meses. Lo esperé un mediodía en la recova de Mataderos, inútilmente, y me enteré demasiado tarde que cantó en una esquina de Parque Chas. Me habría conformado con oírle una estrofa. Pero no hay rastros de usted por ninguna parte. No hay grabaciones. No hay videos. Sólo el recuerdo de alguna gente.

– Ya pronto no quedará ni eso, dijo.

Su cuerpo exhalaba un olor químico, y habría jurado que también olía a sangre. No quería fatigarlo con preguntas directas. Sentí que no teníamos tiempo para nada más.

– Más de una vez pensé que sus recitales siguen una especie de orden, -le dije. Sin embargo, no he podido averiguar qué hay detrás de ese orden. He imaginado muchas cosas. Hasta he creído que los lugares que usted elegía dibujaban un mapa de la Buenos Aires que nadie conoce.

– Acertó, -me dijo.

Hizo una seña casi imperceptible a Alcira, que estaba de pie, frente a un extremo de la cama, con los brazos cruzados.

– Es tarde, Bruno. Vamos a dejarlo descansar.

Me pareció que Martel quería alzar una de sus manos, pero me di cuenta que eso era lo primero que había muerto en él. Las tenía hinchadas y rígidas. Me puse de pie.

– Espere, joven, dijo. ¿Qué es lo que usted va a recordar de mí?

Me tomó tan de sorpresa que contesté lo primero que se me vino a la mente:

– Su voz. Lo que más voy a recordar es lo que nunca he tenido.

– Acerque el oído, -dijo.

Presentí que por fin iba a decirme lo que yo había esperado durante tanto tiempo. Presentí que, sólo por aquel instante, mi viaje no iba a ser en vano. Me incliné con delicadeza, o al menos quise que fuera así. No tengo una idea clara de lo que hice porque yo no estaba en mí, y en lugar del mío había otro cuerpo que se doblaba hacia Martel, temblando.

Cuando ya me había acercado bastante, soltó la voz. Debió de ser en el pasado una voz bellísima, sin heridas, plena como una esfera, porque lo que quedaba de ella, aun adelgazado por la enfermedad, tenía una dulzura que no existía en ninguna otra voz de este mundo. Sólo cantó:

Buenos Aires, cuando lejos me vi.

Y se detuvo. Eran las primeras palabras que se habían oído en el cine argentino. No sabía lo que significaban para Martel, pero para mí abarcaban todo lo que yo había ido a buscar, porque ésas fueron las últimas que salieron de su boca.

Buenos Aires cuando lejos me vi.

Antes pensaba que era su modo de despedirse de la ciudad. Ahora no lo veo así. Creo que la ciudad ya lo había dejado caer, y que él, desesperado, sólo estaba pidiéndole que no lo abandonara.

Lo enterramos dos días más tarde en el cementerio de la Chacarita. Lo único que había podido conseguir Alcira era un nicho en el primer piso de un panteón donde yacían otros músicos. Aunque pagué un aviso fúnebre en los diarios con la esperanza de que alguna gente pasara por la capilla ardiente, los únicos que estuvimos todo el tiempo junto al cuerpo fuimos Alcira, Sabadell y yo. Antes de salir para el cementerio encargué, apresurado, una palma de camelias, y aún me recuerdo avanzando hacia el nicho con la palma, sin saber dónde ponerla. Alcira estaba tan acongojada que todo le daba igual, pero Sabadell se quejó con amargura de la ingratitud de la gente. Ya ni sé cuántas veces, antes del entierro, impedí que llamara por teléfono al Club del Vino y al Sunderland . Lo hizo cuando me quedé dormido en una silla, a las tres de la madrugada, pero nadie respondía los teléfonos.

Una serie de azares se concertaron para que la muerte de Martel se convirtiera en una broma de la fatalidad. Sólo días más tarde, cuando pagué la cuenta de la funeraria, advertí que, en el aviso de los diarios, el difunto figuraba con su nombre civil, Estéfano Esteban Caccace. Nadie debía de recordar que así se llamaba el cantor, lo que explica la soledad de su funeral, pero ya era demasiado tarde para reparar el daño. Mucho después, en el verano de Manhattan, me crucé con el 'fano Virgili en la Quinta Avenida y fuimos a tomar un café helado en Starbucks . Me contó que había visto el aviso y que el nombre le sonaba de alguna parte, pero el día del entierro estaba jurando el quinto presidente de la República, se esperaba la devaluación de la moneda, y nadie podía pensar en otra cosa.

En el momento en que Sabadell y yo estábamos poniendo el ataúd dentro del nicho, quince o veinte desaforados irrumpieron en el panteón, deteniéndose a pocos pasos. Al frente del grupo marchaban un muchacho de dientes averiados y una mujer con revoques de maquillaje que agitaba un bastoncito. Aquél llevaba en brazos a una chiquilla de piernas esqueléticas, vestida con una pollera de encaje y una diadema de flores plásticas.

– ¡Santita, milagro, la nena camina!, gritaba la mujer. El de los dientes dejó a la chiquilla ante uno de los nichos y le ordenó:

– Caminá, Dalmita, para que la santa te vea.

La ayudó a dar un paso y él también gritó:

– ¿Han visto el milagro?

Traté de acercarme para saber a quién veneraban, pero Alcira me retuvo, tomándome del brazo. Como estábamos esperando que sellaran la losa frontal del nicho de Martel, no pudimos marcharnos en aquel momento.

Son devotos de Gilda, me explicó el parco Sabadell. Esa mujer murió hace siete, ocho años, en un accidente en la ruta. Sus cumbias no eran muy populares cuando estaba viva, pero fíjese ahora.

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