Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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Hacia las tres de la mañana volví a ver a Valeria en una sala enorme que se llamaba La Estrella , y que el sábado anterior se había llamado La Viruta . Bailaba con un turista japonés ataviado como un tanguero de manual, con zapatos refulgentes de tacos altos, pantalones pegados a las piernas, un saco cruzado al que le desprendía los botones cuando terminaba la música, y una escultura de gomina en la cabeza que parecía dibujada con regla y compás.

Me impresionó que Valeria tuviera la misma frescura de cinco horas antes, en El Rufián , y que condujera al japonés con la destreza de una titiritera, obligándolo a girar sobre su eje y a cruzar las piernas una vez y otra, mientras ella permanecía inmóvil en la pista, concentrada en el centro de gravedad de su cuerpo.

Creo que aquella fue la última visión de la noche porque ya sólo me recuerdo en un colectivo tardío, desembarcando cerca de la pensión de la calle Garay y arrojándome sobre la oscuridad bendita de mi cama.

He leído en un antiguo ejemplar de la revista Satiricón que la verdadera madre de Julio Martel, avergonzada porque el recién nacido parecía un insecto, lo arrojó a las aguas del Riachuelo en una canastilla de mimbre, de la cual lo rescataron sus padres adoptivos. Ese relato siempre me ha parecido un desvío religioso de la verdad. Tiendo a creer que es más fiel la versión que me dio el Tano Virgili.

Martel nació hacia el final del tórrido verano de 1945, en un tranvía de la línea 96 que en aquella época cubría el recorrido entre Villa Urquiza y Plaza de Mayo. A eso de las tres de la tarde, la señora Olivia de Caccace caminaba por la calle Donado con el escaso aliento que le permitían sus siete meses de gravidez. Iba a la casa de una hermana enferma de gripe, con una cesta de cataplasmas y una bolsa de caramelos de leche envueltos en papel celofán. Las baldosas de la vereda estaban flojas y la señora Olivia se desplazaba con cuidado. A lo largo de la cuadra, todas las casas compartían su monótono aspecto: un balcón ventrudo de hierro forjado, a la derecha de un zaguán que daba a una puerta cancel de vidrio con biseles y monogramas. Debajo del balcóñ se abría una ventana enrejada, a través de la cual se recortaban a veces las caras de algunas viejas y niños para quienes el paisaje de la calle, entrevisto a ras del suelo, era el único entretenimiento. Ninguna de esas casas se parece ya a lo que era hace medio siglo. La mayoría de las familias, en el apuro de sobrevivir, debió vender a los corralones de construcción los vidrios de las puertas y el hierro de los balcones.

Cuando la señora Olivia pasaba frente a la casa situada al 1620 de la calle Donado, una mano masculina le aferró uno de los tobillos y la arrojó al piso. Más tarde se supo que allí se alojaba un deficiente mental de casi cuarenta años al que habían dejado junto a la ventana del sótano para que tomase aire. Atraído por la bolsa de caramelos de leche, el idiota no imaginó mejor ardid que derribar a la mujer.

A los gritos de socorro, un comedido logró sentar a la señora Olivia en el tranvía 96, que providencialmente pasaba por la esquina. Esa línea atravesaba varios hospitales en su trayecto, por lo que se le encomendó al conductor que la bajara en el más próximo. No alcanzó a llegar a ninguno. A los diez minutos de travesía, la señora Olivia sintió que perdía líquido a raudales y experimentó los síntomas del parto inminente. El vehículo se detuvo y el conductor llamó desesperado a las casas del vecindario en busca de tijeras y agua hervida. El niño prematuro, un varón, debió ser depositado en una incubadora. La madre insistió en que lo bautizaran cuanto antes con el mismo nombre del padre muerto seis meses atrás, Stéfano. Ni el párroco ni el Registro Civil aceptaron la grafía italiana, por lo que lo inscribieron, al fin, como Estéfano Esteban.

Aunque era alérgico a los gatos y al polen, sufría de diarreas frecuentes y de dolores de cabeza, el niño creció sin dificultad hasta los seis años. Le apasionaba jugar al fútbol y parecía dotado para los ataques veloces desde las alas. Todas las tardes, mientras la señora Olivia se afanaba en la máquina de coser, Estéfano corría por el patio detrás de la pelota, esquivando a rivales imaginarios. En una de esas ocasiones, tropezó con un ladrillo y cayó. Al instante se le formó un derrame desmesurado en la pierna izquierda. El dolor era atroz, pero el incidente parecía tan nimio que la madre no le dio importancia. Al día siguiente, la mancha se extendió y viró a un púrpura amenazador.

En el hospital diagnosticaron que Estéfano era hemofílico. Estuvo un mes en reposo. Al levantarse, el roce ligero de una silla le provocó otro derrame. Tuvieron que enyesarlo. Quedó así condenado a una quietud tan constante que los músculos se le entumecieron. Desde entonces -si acaso hay un entonces para lo que nunca terminará- sobrevino un continuo infortunio. Al niño se le desarrolló un torso enorme, sin armonía con las piernas raquíticas. No podía ir a la escuela y sólo veía a un amigo, el Mocho Andrade, que le prestaba libros y se resignaba a jugar con él a la escoba y al truco. Aprendió a leer de corrido con maestras particulares que le enseñaban de favor. A los once, a los doce años, pasaba las horas oyendo tangos en la radio y, cuando alguno le interesaba, copiaba la letra en un cuaderno. A veces, anotaba también las melodías. Como no conocía los signos musicales, inventó un sistema de rayas, puntos de diez o doce colores y circunferencias que le permitían recordar acordes y ritmos.

El día en que una de las clientas de la señora Olivia le llevó un ejemplar de la revista Zorzales del 900, Estéfano fue alcanzado por el rayo de una epifanía. La revista reproducía los tangos suprimidos de los repertoríos a comienzos del siglo XX, en los que se narraban guarangadas de burdel. Estéfano desconocía el significado de las palabras que leía. Tampoco su madre o las clientas podían ayudarlo, porque el lenguaje de esos tangos había sido imaginado para aludir a la intimidad de personas muertas mucho tiempo atrás. Los sonidos, sin embargo, eran elocuentes. Como las partituras originales se habían perdido, Estéfano imaginó melodías que imitaban el estilo de El entrerriano o La morocha, y las aplicó a versos como éstos:

En cuanto te zampo el zumbo
se me alondra el leporino
dentro tenés tanto rumbo
que si jungo, me entrefino.

A los quince años, podía repetir más de cien canciones recitándolas del revés, con las músicas imaginarias también invertidas, pero lo hacía sólo cuando la madre salía de la casa a entregar sus trabajos de costura. Se encerraba en el baño, donde no podían oírlo los vecinos, y soltaba una voz intensa y dulce de soprano. La belleza de su propio canto lo emocionaba a tal punto que lloraba sin darse cuenta. Le parecía increíble que esa voz fuera de él, por quien sentía tanto desprecio y recelo, y no de Carlos Gardel, al que pertenecían todas las voces. Observaba su cuerpo enclenque en el espejo y le ofrecía a Dios todo lo que era y todo lo que alguna vez podía ser con tal de que asomara en él algún ademán que recordara al ídolo. Durante horas, se plantaba ante el espejo y, echándose al cuello el echarpe blanco de la madre, decía algunas frases que le había oído al gran cantor en sus películas de Hollywood: "Chau, golonderina", "Mirá que es lenda la madurugada".

Estéfano tenía los labios gruesos y el pelo enrulado e hirsuto. Cualquier semejanza física con Gardel era imposible de alcanzar. Imitaba entonces la sonrisa, torciendo ligeramente las comisuras y estirando la piel de la frente, con los dientes llenos de luz. "Buenos días, buen hómbere", saludaba. "¿Cómo lo tarata la vida?"

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