Tomás Martínez - El Cantor De Tango

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Un especialista en música de una universidad norteamericana viaja a Buenos Aires para investigar la vida de un famoso cantor de tangos en paradero desconocido. El cantor de tangos, una historia profundamente humana, se convierte así en un homenaje al paisaje, a la gente y a la cultura donde nació el tango.

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No sé por qué me la nombran
si no la puedo olvidar.

Cuando salí, mientras esperaba el colectivo 102, que me dejaba cerca del hospital Fernández, noté que algo estaba cambiando en la atmósfera de la ciudad. Al principio pensé que la luz de la tarde, siempre tan intensa, tan amarilla, había virado a un rosa pálido. Parecía que el crepúsculo se hubiera adelantado. Siempre oscurecía a las nueve de la noche en esa época del año. Y apenas eran las seis y media. Tuve la impresión de que Buenos Aires estaba cambiando de humor, y a la vez me parecía absurdo decir eso de una ciudad. Pocos días antes había pasado por la plaza Vicente López y no la recordaba como la veía en ese momento: con algunos árboles pelados, chatos, y otros llenos de flores que revoloteaban y caían en cámara lenta. Las cuadrillas municipales debían de haber serruchado algunas ramas hasta su nacimiento, me dije. No entendía esa costumbre cruel e inútil, que había observado en otras calles arboladas y hasta en el propio bosque de Palermo, donde vi un palo borracho asesinado por la violencia de la poda.

A un costado del cementerio de la Recoleta, seis estatuas vivientes estaban cruzando la calle con maletines en la mano. Me parecía extraño que caminaran rápido, despreocupadas del asombro que despertaban. La ilusión de inmovilidad, que era toda la gracia de su ínfimo arte, se desvanecía a cada paso. Estaban ridículas con sus vestuarios dorados y graníticos, y las gruesas capas de pintura en el pelo y en la cara: un descuido inconcebible en ellas, que siempre se escondían para quitarse el maquillaje. A lo mejor las habían expulsado de los alrededores de la iglesia del Pilar, donde acostumbraban exhibirse, aunque eso nunca había sucedido.

Al bajar del colectivo frente al parque Las Heras, vi manadas de perros que se habían sublevado contra los muchachos que los paseaban. En ese lugar habían sucedido historias atroces, y las resacas del horror seguían allí. Para descansar del trajín de los perros, los cuidadores solían reunirse a conversar en una parte sombreada del parque, donde en otros tiempos estuvo el patio de la Penitenciaría Nacional. Cada uno de ellos sujetaba siete u ocho animales, y dejaba suelto a uno de los perros, el más experto, que guiaba la manada. Ninguno debía de saber, supongo, que en ese rincón fue fusilado en 1931 el anarquista Severino Di Giovanni, y veinticinco años más tarde el general Juan José Valle, que se alzó en armas para que el peronismo recuperara el poder. Y si lo sabían, ¿por qué iba a importarles? A veces el viento castigaba allí con más fuerza que en otros lugares del parque, y los perros, angustiados por un olor que no entendían -el olor de una congoja humana que venía del pasado-, se desprendían de las correas y huían.

Más de una vez, en mis viajes diarios al hospital Fernández, había visto cómo los chicos los perseguían y volvían a reunirlos, pero aquella tarde, en vez de correr, los perros giraban y giraban alrededor de sus guardianes, enredándolos hasta hacerlos caer. Los animales que servían de guías se alzaban en dos patas y aullaban, mientras el resto de la manada, babeando, se alejaba unos pocos metros de los paseadores caídos y volvía después a acercarse, como si quisieran arrastrarlos fuera de aquel lugar.

Llegué al hospital sintiendo que la ciudad no era la misma, que yo no era el mismo. Temí que Martel hubiera muerto mientras yo perdía el tiempo en el cine y subí casi corriendo a la sala de espera. Alcira conversaba tranquilamente con un médico y, cuando me vio entrar, me llamó.

– Está recuperándose, Bruno. Hace un rato entré en la habitación, me pidió que lo abrazara, y él me abrazó con la fuerza de alguien que está decidido a vivir. Me abrazó sin preocuparse por esos tubos que tiene clavados en el cuerpo. A lo mejor se levanta, como otras veces, y vuelve a cantar.

El médico -un hombre bajo, con la cabeza afeitada- le dio unas palmaditas.

– Hay que esperar varias semanas, -dijo. Todavía tiene que desintoxicarse de todas las medicaciones que le hemos dado. El hígado no está ayudando mucho.

– Pero esta mañana estaba sin fuerzas y ahora mírelo, doctor, -replicó Alcira. Esta mañana se le caían los bracitos, a duras penas sostenía la cabeza, como un recién nacido. Ahora me abrazó. Sólo yo sé la vida que hay que tener para dar ese abrazo.

Pregunté si podía entrar en el cuarto de Martel y quedarme a su lado. Llevaba días esperando que me dejaran hablar con él.

– No es prudente ahora, -dijo el médico. Está reanimado pero sigue muy débil. Tal vez mañana. Cuando lo vea, no le haga preguntas. No diga nada que pueda emocionarlo.

Alguna gente caminaba por los pasillos con auriculares. Debían de estar oyendo las radios porque, cuando se cruzaban, comentaban excitados noticias que sucedían en otras partes: ¡Ya van tres en Rosario!, le oí decir a una mujer que se apoyaba sobre un bastón en forma de trípode. ¿Y lo de Cipoletti? ¿Viste lo de Cipoletti?, respondió otra. ¡Más muertos, Dios mío!, apuntó una enfermera que bajaba del tercer piso. Esta noche me van a dejar clavada en la guardia de emergencia.

Alcira tenía miedo de que se cortara la luz. A la hora del almuerzo, en el televisor de un bar, había visto a personas desesperadas que saqueaban supermercados y se llevaban los alimentos. Miles de fogatas estaban encendidas en Quilmes, en Lanús, en Ciudadela, a las puertas de Buenos Aires. Nadie mencionaba disturbios en la ciudad. Me preguntó si había visto alguno.

– Todo parece tranquilo, -respondí. No quería mencionarle los signos de malestar que me habían asombrado: el color del cielo, las estatuas vivientes.

Estaba demasiado ansiosa para conversar. La sentí extraña, como si hubiera puesto el cuerpo en otra parte. Unas ojeras hondas ensombrecían su cara, que nada expresaba, ni pensamientos ni sentimientos. Parecía que todo lo que había en ella se hubiera marchado con el cuerpo que no estaba.

Mientras regresaba al hotel en el colectivo, vi que la gente corría agitada por las calles. La mayoría estaba casi desnuda. Los hombres llevaban el pecho descubierto, pantalones cortos y ojotas; las mujeres tenían las blusas desprendidas o vestidos sueltos, ligeros. En la esquina de Callao y Guido subió un anciano con el pelo duro por los fijadores, que habría desentonado con los otros pasajeros si no fuera porque su traje estaba tan gastado y lustroso que se le deshojaban los codos. Cuando llegamos a la calle Uruguay, una manifestación bloqueaba el tránsito. El conductor trató de abrirse sitio a bocinazos, pero cuanto más llamaba la atención, más compacto se volvía el cerco. El anciano, que hasta ese momento había mantenido la compostura, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: ¡ Echen de una vez a esos hijos de puta! ¡Échenlos a todos! Luego se volvió hacia mí, que estaba a su izquierda, y me dijo con animación, tal vez con orgullo: Esta mañana me di el gusto de tirarle una pedrada al auto del presidente. Le rompí el parabrisas. Me habría gustado partirle la cabeza.

Lo que estaba sucediendo no sólo era inesperado para mí sino también incomprensible. Hacía ya semanas que se hablaba contra los políticos en un tono cada vez más violento, y hasta algunos habían sido atacados a golpes, pero nada cambiaba en apariencia. Los asaltos a los supermercados me parecían inverosímiles, porque la policía patrullaba a todas horas, así que los descarté como otro invento de las televisoras, que no sabían ya cómo llamar la atención. Sólo había oído voces descontentas desde mi llegada a Buenos Aires. Cuando no era por el clima era por la miseria -que ya se veía en todas partes, hasta en las calles donde en otros tiempos sólo había prosperidad, como Florida y Santa Fe-, pero las quejas nunca pasaban de ahí. Ahora en cambio, las palabras que salían al aire tenían filo y destruían lo que nombraban. ¡ Echen a esos hijos de puta !, decía la gente y, aunque los hijos de puta no se movieran, la realidad estaba tan tensa, tan a punto de romperse, que el cimbronazo del insulto empujaba a los políticos hacia su perdición. O al menos eso me parecía.

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